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El macho y el territorio

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“Es un problema social”, decía, pocos días atrás y en referencia a la nunca agotada cuestión de la violencia en el fútbol, el dirigente de Peñarol Marcelo Areco, invitado en Esta boca es mía (La Tele). Y acto seguido, por supuesto, pedía más y mejor intervención policial. Esa parece ser la tendencia a la hora de enfocar los problemas sociales, en vista de que otras posibilidades no se plantean ni siquiera como hipótesis. Sobre el tema también se dijo -no sé si se buscaba con eso tranquilizar a alguien- que el muchacho baleado en el baño del estadio Centenario el domingo estaba vendiendo droga. Lo dijo el subsecretario del Interior, Jorge Vázquez, a la bancada del Frente Amplio (según publicó El País) y lo confirmó el senador Ernesto Agazzi, quien agregó que fue “un problema entre los que controlan la droga y los que la venden” y reflexionó acerca de la inconveniencia de que semejante “cadena productiva y comercial” se meta dentro de algo como el deporte.

Francamente, cuesta entender si los que hablan de esto son o se hacen. Si de verdad creen que la violencia en los espectáculos deportivos no tiene nada que ver con la máquina misma del campeonato, de la competencia, de las hinchadas, de los cantos desafiantes, del camiseteo, de la lógica de vencidos y vencedores, de la humillación del contrario, de la catarsis colectiva que se produce en el fragor de la disputa. Si creen, en serio, que entre el fútbol, pasión de multitudes, y las muertes de mujeres a manos de sus hombres, durante tantos años leídas como crímenes pasionales, no hay ninguna relación. Si creen que esa forma de tramitar la vida, de atropellar, de avanzar sobre el territorio, de someter al otro y de apropiarse de esto y aquello no tiene nada que ver con que haya muertas y muertos y heridos y baleados y sometidos y aplastados de todos los tamaños y colores, pero sobre todo de los tamaños y colores que ocupan posiciones más desventajosas en la manada. Si en serio creen que una retórica llena de metáforas como desarrollo, crecimiento, empuje y dinamismo, que la exaltación de verbos como ganar, conseguir, obtener y producir, que la introducción en el lenguaje público de figuras discursivas como “trayectorias exitosas” o “fracaso escolar” no tienen nada que ver con las montañas de ira contenida, de frustración acumulada, de prepotencia y de intolerancia que asoman un día sí y otro también en cuanto espacio se abre a recibirlas. Porque cuesta creerlo, realmente.

El martes pasado, en Fray Bentos, otra mujer murió asesinada por su ex pareja. Ella tenía 30 años; él -que se suicidó luego de cometer el crimen- tenía 34. Dejaron tres hijos. Las primeras noticias hablaban de la solidaridad del sindicato de la empresa Berkes con el hombre, que “hacía tiempo que andaba mal”, según Sandro García, presidente del Sindicato Único Nacional de la Construcción y Anexos (SUNCA) en el departamento de Río Negro. Pero algunas horas después de conocido el hecho, un comunicado del SUNCA central se ocupaba de dejar claro su repudio a la sociedad capitalista y heteropatriarcal y expresar su condena del femicidio, bajo cualquier circunstancia. El propio García terminaría por renunciar, ese mismo día y aduciendo sus “desacertadas e infelices” declaraciones, a la presidencia de la departamental del sindicato de la construcción. El daño, sin embargo, estaba hecho. La solidaridad inicial con el homicida, la comprensión de la tragedia en el marco de una situación difícil que se arrastraba desde hacía tiempo, mostraron con qué naturalidad se admite que a alguien se le vaya la moto y descargue su frustración sobre la familia, sobre la mujer o sobre el perro. Sobre el que puede, vamos, porque nadie está tan mal ni tan deprimido como para meterse con alguien de su tamaño.

El patriarcado es un sistema. No es una etiqueta que se le pega al mundo, como algunos sostienen, ni es un fenómeno que se produce fuera de las circunstancias precisas de expoliación y saqueo que hemos dado en llamar crecimiento económico. Es un sistema que no puede ser considerado sin poner en juego conceptos como la territorialidad (tanto que la invocamos, ahora, desde que los organismos multilaterales transformaron a “territorio” en sinónimo de “realidad objetiva y mensurable sobre la que se aplican las políticas concretas”, dejando de lado para siempre las pamplinas abstractas que hablaban de relaciones sociales, sujetos e ideología) o sin tomar en cuenta la fascinación que ejercen palabras como “pasión” o “códigos”. El patriarcado es un sistema e incluye sus mandatos para el macho, tanto como sus exigencias a la hembra. Movernos de ese esquema no parece muy posible simplemente con cambios en el Código Penal, pero también en este asunto nos asomamos a la solución jurídica punitiva con esperanza y optimismo semejantes a los que profesan los aterrorizados de la inseguridad.

Llama la atención el desplazamiento de las metáforas combativas desde el discurso político hacia el económico. Si hace algunos años la escena política se concebía como una agonística, como una tensión entre intereses opuestos (como los de clase) que no temían pronunciarse, hoy vivimos el elogio del consenso y el acercamiento de posiciones, la búsqueda de estrategias win-win, el disimulo de la diferencia bajo el mantra de tirar todos para el mismo lado, que es un lado que queda adelante y hacia el que hay que empujar ciegamente, porque hay que crecer y desarrollarse. El presidente del PIT-CNT decía, durante el velatorio de Jorge Batlle, que el fallecido había sido un hombre “de diálogo”, sin por eso “perder la pasión política”. Pasión y diálogo son los axiomas que nos permiten naturalizar hoy una mujer muerta, mañana un balazo en el estadio, pasado un acuerdo entre caballeros para mantener en secreto un archivo o para firmar un contrato que nos va a llenar de oro aunque sea a costa de soberanía y una o dos renuncias fiscales.

Vivimos en un mundo carnicero y estamos jugando a que no hay oposiciones, a que no hay enemigos y a que no hay violencia e injusticia inherentes al sistema. Menos mal que nos queda el recurso de hacer berrinches y pedirle a papi que nos ponga más policía.

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