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Comcar. Foto: Federico Gutiérrez (archivo, marzo de 2016)

Relato de un hombre que estuvo preso dos meses y medio en el ex Comcar

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Antonio(1) se acercó con el paso de quien está agotado pero no se permite retroceder; avanzó hacia el banco de madera en el que lo estaba esperando, como si caminara enterrando dolores. Dice que los suyos son casi tan viejos como él, que tiene la misma edad que aparenta: 60 años. Dice también que, a pesar de haber tenido una vida complicada desde siempre y de sufrir sus penas solo, los dolores que por poco lo matan son recientes: Antonio tiene presente todo el día, todos los días, qué olor tienen y qué ruido hacen a ciertas horas. Los recuerdos del horror tienen menos de cuatro meses y son producto del trancazo de dos meses y medio en los módulos 4 (junto a otros 350 personas) y 14 (donde viven unos 150 hombres) de la Unidad Nº 4, ex Comcar, en Montevideo. Con la pena hecha llanto, a apenas 15 días de haber conseguido el traslado a una cárcel del norte del país, le contó a la diaria por qué esta será su primera y última vez preso. Preservativos con semen y cadáveres de ratas en la comida, palizas del personal todos los días, cuchillazos entre reclusos; sangre, gritos y lágrimas: el contrato violento entre los que sobreviven en el infierno. Aunque Antonio quiere “pagar por el error” que cometió, y sabe que esos módulos no son los peores -identifica al 8, el 10 y el 11 como los más nefastos-, se jura: “Primero muerto, antes que adentro otra vez”.

El terror, los nervios y la angustia calaron juntos en la voz y las pupilas de Antonio cuando empezó a traducir eso hasta hacerlo comprensible: “Los que se supone que te tienen que dar una mano, rehabilitar, son los que más te cagan a palos, y cuándo no, mandan a que te peguen. No podés confiar en nadie. No le podés contar a nadie: va [el comisionado penitenciario, Juan Miguel] Petit, y no se te ocurra hablar. Si llegás a abrir la boca, después es peor... Ellos mismos te dicen que si hablás pican a todo el módulo, o te mandan solo a una celda para que te agarren de a cuatro o cinco [policías] y te peguen. Después de eso salís, y ¿qué pasó? Nada, nunca pasa nada, pero la tortura es diaria”. Al menos una vez al día los sacan a la planchada -le dicen así al pasillo que hay entre las celdas y las rejas, en cada piso-, les piden que se desnuden, que abran las piernas y se agarren de la reja con las manos, y “dan palo, palo, palo, porque sí nomás, a los cuatro vientos”. El garrote es constante, “no importa si sos viejo, joven, rengo, enfermo”; ellos pegan donde ya lo habían hecho, como queriendo acentuar el daño, y ese dolor es tan terrible que llega, incluso, a paralizar el cuerpo. Antonio asegura que el golpe proviene tanto de los “pitufos” -operadores penitenciarios- como de los policías. Y con los policías el ritmo cambia: hay “una semana mejor y una semana peor”, según el personal de turno. El régimen de trabajo es semanal, de martes a martes; los policías duermen una semana en la cárcel y otra en sus casas, en el norte del país. “Unos te trancan todo el día en la celda, no te sacan al patio, nada; los otros te abren la celda y te dejan estar en la planchada”. Pero lo peor de lo peor es cuando reprimen los “cascudos”, los policías de la Guardia Republicana, vestidos para matar, con escudo, rodillera, cachiporras, botas, armados: además de cagarlos a trompadas, son los que “tiran balas de goma a menos de dos metros de distancia”. “Después pa'dentro, trancazo y chau. Acá no pasó nada”. Otra vez.

Antonio se pregunta si el director de la Unidad Nº 4, Gonzalo Larrosa, el director del Instituto Nacional de Rehabilitación, Crisoldo Caraballo, la asesora en temas penitenciarios del ministro del Interior, Rosario Burghi, el mismísimo ministro Eduardo Bonomi, los jueces, fiscales y defensores no saben que allí, como en otros módulos del ex Comcar, se tortura -donde sucede de forma más explícita es en el 12, donde rige el aislamiento-. ¿Lo avalan? El Servicio Paz y Justicia, Petit y la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo pueden hacer denuncias y recomendaciones no vinculantes; a ellos sí les consta, y denuncian y recomiendan. Consultado al respecto, Larrosa prefirió no hacer declaraciones públicas.

La denigración y la ausencia de cordura y respeto por la vida también se manifiestan en los aspectos más cotidianos: al comer, dormir, bañarse, orinar, defecar. “No me lo contaron -dice Antonio-, vi condones llenos, usados, atados dentro de la olla. En más de una olla, porque no fue cosa de una vez. Vi ratas muertas, cucarachas, pollos [gargajos]. A veces la comida es sólo agua, porque reparten la carne entre ellos... los presos que están en la cocina venden carne y verdura, o la cambian por cosas”. No se puede comer ese “vómito”: “Se tira todo, sólo se saca, si hay, algún pedazo de carne, alguna papa, se lava, se pica y se cocina de vuelta dentro de la celda. Uno come porque las familias llevan comida”. Conciliar el sueño también es bravo: en una celda para cuatro, Antonio vivió con 12; dormían unos encima de los otros, en colchones, en el piso. Nunca hubo agua caliente, y muchas veces, ni agua: para bañarse calentaban el agua con un sun casero y se la echaban encima en un rincón de la celda. “El baño no es baño, es una taza de pórtland, y no hay puerta ni pared, poníamos una cortina”, recuerda. A eso se le suma el “trabajo de la cabeza” en el encierro: “Las 24 horas están pensando cómo embromar al otro. Lo que no sabías, lo aprendes ahí: el que roba, el que asesina, el de la droga te enseñan cómo hacerlo mejor, a no ser gil para no caer”. Antonio asegura que “lo de la rehabilitación es mentira”.

Pide poco: un “trato digno”. “No pretendo lujos; que te traten como gente, nomás, viste, porque así uno sale peor. No es humano que te traten de esa forma”, se lamenta. “Algunos se sienten orgullosos de estar presos por lo que hicieron; yo no lo siento como una fama a esto, hice una macana y chau, no quiero caer nunca más”. No podría: jura que se mata antes de pasar otra vez por lo que pasó; dice que ya está viejo para eso, que el cuerpo no le aguantaría.

(1). Antonio no se llama Antonio; su nombre fue cambiado para impedir su identificación y también por miedo a represalias contra él y los que aún están presos en el ex Comcar.

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