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Carlos Bravo y Nancy Marrero regresan a su casa, afectada por la crecida del río Santa Lucía. Foto: Pablo Vignali

El barrio con botes

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Los daños en Santa Lucía tras la peor crecida del río en años.

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Las huellas de la crecida del río Santa Lucía que afectó a la ciudad desde el miércoles 20 no se ven a simple vista. Hay charcos en los bordes de las calles, varios caminos que estaban cubiertos de balastro quedaron hechos un barrial y máquinas de la Intendencia de Canelones (IC) vuelven a cubrir algunos otros con pedregullo. Pero los signos de la inundación se ven: la altura a la que llegó el agua quedó marcada en las paredes de las casas del límite noroeste de la ciudad, que figura como área rural en Google Maps a pesar de las construcciones que están ahí desde hace más de 15 años.

El agua llegó con mucha fuerza, dicen los vecinos. Juan Estévez, jubilado de 63 años que hizo los quinchos de paja que se ven en los techos de todo el barrio, vive en la ciudad desde que tenía cuatro. Dice que esta última fue la más grande de todas las inundaciones que sufrió, que fueron muchas. Después de perder todo varias veces, decidió prepararse: construyó un altillo para refugiarse y salvó casi todas las pertenencias de la familia del agua que había llegado a más de dos metros de altura. “El agua crecía a cinco centímetros por hora. Con la naturaleza no hay quién pueda”, lamenta. Después de tres días de dormir en el entrepiso, se escapó en un bote con su esposa por una abertura que, también previendo las crecidas, hizo hace años. El agua se detuvo 30 centímetros antes de llegar al altillo.

Las 36 horas de lluvia intensa que empezaron el viernes agravaron la situación. “El volumen de agua es tan grande y subió en tan poco tiempo, que los sistemas de drenaje -cunetas, canales- no soportan”, explicó Leonardo Herou, director general de Gestión Ambiental de la IC y encargado del Centro Coordinador de Emergencias Departamentales (Cecoed). Los datos oficiales arrojan unos 90 evacuados. No se conoce el número de autoevacuados, aunque hay casas vacías por toda la zona noroeste.

Norte naranja

Artigas, Rivera y Cerro Largo están bajo alerta naranja, según la última actualización del Instituto Uruguayo de Meteorología de ayer. Eso significa lluvias de entre 50 y 100 milímetros en seis horas, tormentas eléctricas y vientos de hasta 120 kilómetros por hora. Son 11.257 los desplazados en todo el país por la crecida de ríos y arroyos, según los datos más recientes del Sistema Nacional de Emergencia: 2.330 evacuados y 8.927 autoevacuados. Los departamentos con más afectados son, en orden decreciente, Durazno (con 5.163 desplazados en total), Paysandú (con 2.278), Artigas (583), Soriano (561) y Treinta y Tres (525). El Cecoed de Durazno informó que ayer comenzó el operativo de retorno de los damnificados, ya que el río Yi comenzó a bajar a un ritmo de cuatro centímetros por hora.

Ayer, dos días después de que el agua empezara a volver a su cauce, la ropa seguía en bolsas negras y los colchones estaban apilados en el altillo, al lado de juguetes y libros húmedos, por las dudas. La televisión volvió al living de abajo, pero la familia está atenta por si hay que volver a la situación de emergencia. La estufa está prendida, y Estévez calcula que se va a terminar de secar todo en un mes, si el Santa Lucía no crece de nuevo. “Tengo 63 años. No tengo muchas crecientes más para andar judeando con mi cuerpo”, dice, pero no muestra actitud de derrota. Se siente afortunado de que no haya muerto nadie. La sacó barata, desde el techo de la suya, señala las casas de vecinos que no tuvieron tanta previsión o suerte: “Hay gente que tiene que empezar de menos de cero”.

El agua llegó con fuerza, como cuando se abre una represa, cuenta otro vecino, que vio cómo la creciente se le llevaba un galpón de chapa y dejaba bolsas de nailon colgadas en los árboles, basura sobre el pasto y una capa de barro de diez centímetros de altura sobre el piso, que todavía no se termina de limpiar. El agua afectó el adobe, la materia prima que hornea para que se convierta en ladrillos para construir. Junto con la venta de leña, es uno de los oficios más comunes en su barrio, El Caimán, uno de los más afectados, que está al borde del río.

Carlos Bravo y Nancy Marrero estaban preparados, pero no tanto. Lo que antes era la cocina de su casa ahora tiene por cobertura improvisada un toldo de nailon; el agua les tiró dos paredes, que ahora son un montón de escombros. También se fueron las chapas del techo, la comida, algunos electrodomésticos. En seis años vieron llegar cuatro crecidas, así que fueron desarrollando un protocolo casero: colgar los muebles y las pertenencias de las vigas, con cuerdas, para que zafen del agua, que nunca había superado el metro y medio de alto. El miércoles llegó hasta el techo, de unos tres metros de alto. Previsores, compraron también un bote, y en él se llevaron la máquina de coser -la herramienta de trabajo de ella-, los tres perros que ayer daban vueltas y poca cosa más. Se salvó también un lavarropas, que el azar dejó trancado entre dos pedazos grandes de pared. Ahora, mientras limpian y toman mate, esperan los ataques de hormigas y los enjambres de ratas que aparecen después de cada inundación. Dicen que el río está bajando mucho más lento que otras veces.

Gustavo Poggio, guardaparques de esa parte de la cuenca del Santa Lucía, cuenta que ante la inundación tuvo que ir más allá de “cuidar arbolitos”; anduvo dando una mano en la coordinación entre vecinos, personal de la comuna y voluntarios, entre ellos las brigadas del PIT-CNT. Los habitantes del lugar están particularmente agradecidos con los trabajadores del Sindicato Único Nacional de la Construcción y Anexos, que ayudaron a sacar escombros y llevaron materiales de construcción, y con los del sindicato de UTE, que trabajaron horas para devolver la luz y compraron los materiales para las instalaciones eléctricas con plata de su bolsillo. También llevaron comida, que se sumó a la que aportó la IC y a las donaciones de ropa de particulares. Ahí, cuenta Nancy, algunos vecinos también mostraron la mano humana en la tragedia: “La intendencia repartía colchones y a la vuelta de la esquina los vendían por 100 pesos. Y acá no podés dejar la casa sola porque hay gente del barrio que aprovecha para llevarte las cosas”. Varios vecinos comparten ese miedo. La paranoia por los robos es otra de las cosas que inundaron el barrio.

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