Desconfío bastante del uso de la ley penal para encauzar las conductas sociales, y tengo mis reparos ante algunas demandas de los colectivos feministas, tales como el delito de femicidio o la lista negra de abusadores. No es que ignore que hay formas de violencia que se ejercen sobre y contra las mujeres en particular: se trata de que no me parece sensato individualizar los delitos en atención a la víctima o al victimario. No soy jurista, pero entiendo que al delito de homicidio le caben tantas especificaciones como sean necesarias sin que haya para eso que crear un delito especial, distinto, según el sexo o el color o la edad de la víctima. Sé, por otra parte, que no está en el espíritu de la demanda hacer valer más las vidas de las mujeres que las de los hombres, y sé también que los cambios en el Código rara vez sirven para impedir la ocurrencia del delito. En ese sentido, la creación de la figura penal del femicidio se parecería más a una conquista política que a una medida práctica de combate a los asesinatos de mujeres, ni más ni menos que lo que ocurre cuando se plantean aumentos de las penas para los menores infractores (algo que posiblemente no demoraremos en ver) o para los que venden pasta base.
Dicho esto, me gustaría hacer notar algo: en Uruguay (como Eugenio Raúl Zaffaroni observaba para Argentina) “nadie sale a matar mujeres por ser mujeres”, pero ocurre que terminan matándolas porque son mujeres. La diferencia puede pasar inadvertida, pero no es menor: en el primer caso habría un odio específico, un deseo de terminar con una población, con un colectivo (como ha ocurrido a lo largo de la historia con tantos grupos: indígenas, negros, enemigos políticos, etcétera), mientras que en el segundo sencillamente se trata de la incorporación de valores naturalizados que vuelven posible, pensable, aceptable la opción de la violencia. No hay, necesariamente, un odio a la mujer o a las mujeres, pero sí hay conductas que obedecen a la convicción, a la certeza de que tal o cual mujer, tales o cuales mujeres deben someterse a los deseos del varón. El asunto, entonces, es ver cómo se naturalizan estas cosas. No voy a descubrir nada (hay bibliotecas completas sobre el tema) ni, mucho menos, exponer en estas pocas líneas las múltiples instancias de naturalización cotidiana y permanente de la sumisión de la mujer a los deseos y necesidades de la sociedad patriarcal y capitalista (tampoco voy a detenerme en estos conceptos: sí, los doy por sentados), pero me gustaría poner un ejemplo de cómo opera la gota china de la construcción de sensibilidades, subjetividades y hábitos. Pensemos un instante en la muchacha que denunció haber sido drogada en el ómnibus hace unos días. Pensemos en lo inverosímil de su relato (que fue difundido por la prensa sin pasarlo antes por el más mínimo cerno de credibilidad): en el recorrido de un 180, por 18 de Julio, una mujer le pidió ayuda con un celular que decía no entender muy bien. Pero claro, ella ya estaba al tanto de que hay malvivientes que drogan a las jóvenes mediante alguna misteriosa droga que ingresa al cuerpo a través de la piel y actúa rápidamente, y sabía que las desdichadas víctimas son luego secuestradas con fines aterradores, como el tráfico de órganos y la trata de blancas. Por eso, se abstuvo de tocar el celular que le acercaban, a pesar de que tenía guantes puestos. Eso no fue suficiente, sin embargo. Apenas unos minutos después del intercambio (de palabras) con la señora que le había pedido ayuda, comenzó a sentirse mal. Entendió que había sido drogada, así que se dirigió al conductor del ómnibus y le dijo: “Me hicieron la del celular”. Fue entonces que la mujer sospechosa se bajó, y con ella bajó también “un negro”. Según parece, aunque habían subido juntos, la mujer y el negro (que bajaron en la misma parada) se comportaron en el ómnibus como si no se conocieran. Y así nacen las cosas. A nadie se le ocurrió, antes de divulgar el episodio y aterrorizar a la población, considerar que no hay drogas que hubieran podido actuar en esas circunstancias a esa velocidad, que las personas que subieron y bajaron en la misma parada podían, efectivamente, no viajar juntas, que el descenso de los sospechosos en 18 y Convención podría deberse, tal vez, a que el coche estaba finalizando su recorrido y ellos habían llegado a su lugar de destino, que la droga rara vez se regala y los secuestros al azar con fines de trata no se llevan a cabo en ómnibus equipados con cámaras de seguridad que circulan por 18 de Julio. A nadie se le ocurrió preguntar para qué alguien drogaría a una muchacha que, evidentemente, no iba a poder cargar al hombro para llevársela a ninguna parte. Sencillamente, se le siguió el cuento, se entrevistó a su padre, se hizo declarar a dos pasajeros del 180 como si fueran sospechosos de un crimen y se pasó por alto el altísimo nivel de preconceptos que tanto la supuesta víctima como su familia portaban, seguramente, desde mucho antes de que sus destinos se cruzaran con los de la señora y “el negro”. Así nacen las cosas. Cuando queremos ver, tanta insistencia en la inseguridad, en el peligro de andar por la calle, en las portentosas propiedades de la droga, termina por volver pensable lo impensable. No es distinto lo que pasa con el lugar de las mujeres en la sociedad. Hoy una telenovela con galancito violador, mañana un rico que no pide permiso, pasado un crimen pasional, y cuando queremos ver resulta que es romantiquísimo que tu novio te revise los mensajes o te haga una escena de celos. Y es razonabilísimo que alguien espere de vos, por ser mujer, que traigas hijos al mundo, aunque sea para donárselos a quienes no los tienen. Y un buen día te encontrás pidiendo que el Código Penal enderece esas cabecitas que llevan miles de años formateándose alegremente a golpes de periodismo amarillo, de ficciones baratas y de un mercado despiadado, y no se te ocurrió nunca que el espacio simbólico no se puede pelear con medidas de corrección de lo singular concreto, porque para quien está sumergido en el caldo espeso del prejuicio, no hay código penal que valga. Cambiar el modo en que se trata a las mujeres supone una batalla mucho más ardua, me temo, que la que podemos dar con el Código, y no pasa tampoco por incitar nuevas literaturas mediante el recurso de otorgar reconocimientos en los concursos. Hay que volver a entender el sistema como sistema y a las estructuras como estructuras. Y a la política como el espacio de discusión de lo público, y no como el espacio de gestión y reacomodo de lo que hay.