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Parece una obviedad, pero la Constitución, como el resto de las leyes que constituyen el marco normativo de una sociedad, es una construcción colectiva sujeta a las circunstancias históricas en las que nace, a las necesidades de los sectores más influyentes en ese momento y a las ideas políticas, filosóficas, morales y hasta religiosas entre las que hay cierto consenso en los ámbitos letrados y con capacidad de incidencia en la cosa pública. Y como observa acertadamente Hoenir Sarthou en su columna de esta semana en Voces, los cambios constitucionales suelen impulsarse cuando una revolución modificó las relaciones de poder o cuando un gobierno necesita introducir cambios, por ejemplo, en los mecanismos electorales o en los procedimientos legislativos. No son malas ni buenas, de por sí, las reformas constitucionales, y no deberían desconsiderarse sólo por razones de oportunidad política (de oportunismo, es tentador decir). Sin embargo, como casi todas las cosas, también estas reformas deberían pasar el filtro de la pertinencia.

Los gobiernos del Frente Amplio (FA) no han sido muy distintos de otros gobiernos en eso de tratar de limitar la participación ciudadana a los ámbitos institucionales. Es más: el FA ha sido especialmente innovador y creativo en la institucionalización de la participación política: mecanismos de selección de representantes estudiantiles (no gremiales) en los liceos en los primeros días de clase; registro de voluntarios para esto y aquello; inserción de militantes en la burocracia de gobierno, y tantas otras formas tendientes a evitar la militancia revoltosa y a aprovechar la natural inclinación de algunos ciudadanos a hacer el bien. El resultado de esa práctica rompe los ojos: la cosa pública termina siendo dirimida entre escritorios ocupados por ex militantes profesionalizados que dan sus propias batallas en el marco de la gestión de gobierno y obtienen más o menos victorias, sin que las estructuras que en principio los habían obligado a salir a la calle se modifiquen demasiado y sin que los beneficios, siempre parciales, conseguidos tras largas negociaciones, alcancen a democratizar efectivamente un mundo cada día más injusto, más violento y, sobre todo, más negador de las tensiones sociales.

Hace unos días se dieron a conocer los números de lo que se conoce como “turismo social”, una iniciativa del Ministerio de Turismo que busca poner al alcance de personas de sectores históricamente postergados el derecho a viajar y a ser tratadas como cualquier cliente en restaurantes, hoteles y otros establecimientos de atención al turista. Casi 100.000 uruguayos viajaron en estos diez años gracias a los distintos mecanismos que se disponen para que quinceañeras, jubilados y trabajadores, entre otros beneficiarios, ejerzan su derecho al turismo recreativo. Especialmente conmovedor fue el testimonio, en un informativo en horario central de la televisión abierta, de una trabajadora rural que admitía haber sido tratada como nunca antes en su vida, gracias a esta política pública. En la misma línea de promover el acceso de todo el mundo a bienes y placeres usualmente reservados para los más pudientes deben inscribirse iniciativas como Un pueblo al Solís (que trae al principal escenario de la capital a habitantes de remotas localidades del interior) o las tarjetas de débito que permiten que los beneficiarios de planes sociales hagan sus propias compras en donde ellos mismos lo decidan, en lugar de limitarse a recibir una canasta de alimentos uniformizada y resuelta por las burocracias de turno. En estos días, también el director del Instituto Nacional de Alimentación, Gerardo Lorbeer, anunció que la institución se propone entregar tarjetas de débito a los estudiantes del interior en situación de “vulnerabilidad alimenticia” para que ellos mismos compren sus alimentos, en lugar de seguir entregando canastas en los hogares dependientes de las intendencias.

Me apresuro a celebrar que el gobierno y las políticas públicas se propongan asegurar a los más desfavorecidos en la lotería de la vida aunque sea una parte de las cosas buenas que les tocaron a los nacidos en la vereda soleada. Fue para eso, para ocuparse de reparar todo lo posible de la injusticia estructural, que el FA llegó al gobierno (si bien había nacido para objetivos un tanto más ambiciosos, pero ese es otro cantar). Sin embargo, una vez más, tengo que insistir en que la práctica de poner cajoncitos debajo de lo petisos para que logren mirar por arriba del muro de la exclusión está lejos de ser suficiente como aspiración política para una fuerza de izquierda. Y si del gobierno no vamos a pedir más que una gestión honesta y piadosa de lo que hay, de las fuerzas de izquierda en general debemos esperar algo más que la obediencia a los formatos institucionales de tramitación de demandas. Lo decía Apegé en su columna de la semana pasada, y me gustaría insistir en lo mismo: no es demasiado entendible que vivamos en un país con tanta gente (casi 70%) con salarios por debajo de la franja de tributación del Impuesto a la Renta de las Personas Físicas (23.380 pesos nominales al mes) y con alquileres que no bajan nunca de los 12.000 o 15.000, y no pase nada.

Tal vez lo que pasa es que tantos años de insistencia en la canción del esfuerzo propio, de la propia capacidad innovadora y emprendedora, tantos recursos que el mercado (y ahora, también, el Estado, en nombre de la justicia pero sin dejar de invocar la razón económica y de desarrollo) ha puesto a nuestro alcance para que cada tanto podamos jugar a la inclusión han terminado por hacernos olvidar aquello de la pertenencia de clase. Aquello de que tenemos derecho a aspirar a algo más que la enajenación de trabajar por un salario siempre insuficiente que nos permite, con suerte, tener acceso a un consumo cuya finalidad última es mantener en funcionamiento la misma máquina que nos exprime. O mejor: no que tenemos derecho a algo más, sino que tenemos derecho a otra cosa. A que no sean papá y mamá Estado (papá que nos dice qué comer y dónde fumar; mamá que nos saca a pasear y nos emprolija para la foto; papá que cada tanto nos da un par de sopapos; mamá que nos pone una curita y nos dice que no busquemos problemas) los que nos habiliten los bienes materiales e inmateriales cada tanto y con cuentagotas. Porque este mundo es violento e injusto, porque hay cientos de miles en la más absoluta exclusión (y hablo de exclusión en serio, de esa que no se arregla con un plato de guiso y un par de frazadas; hablo de expulsados del lenguaje y de lo social), mientras se nos llenan las tertulias de “caboclos queriendo ser ingleses”, como cantaba Cazuza.

La reforma de la Constitución podría ser hasta necesaria, pero tengo mis dudas de que, en estas condiciones, sea pertinente. Que es algo muy distinto de ser oportuno.

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