A la hora que escribo esta columna, un grupo de allegados a Jihad Diyab debería estar reuniéndose con autoridades de la cancillería. Él, mientras tanto, agoniza. Su salud se deteriora rápidamente (está haciendo una severísima huelga de hambre que incluye la abstención de líquidos, y no permitió que se lo rehidratara con suero) y ya dijo que no está dispuesto a ceder: o se junta con su familia en el exterior, o se muere. Y se va a morir. En la cara de todos, mientras la pelota pasa de uno a otro y todo el mundo explica que no tiene la culpa, el tipo se va a morir.
Entre los recuerdos más desesperantes de mi adolescencia está la huelga de hambre de Adolfo Wasen Alaniz, hacia el final de la dictadura. Wasen tenía 38 años y estaba enfermo de un cáncer diagnosticado a destiempo y nunca bien atendido. Había sufrido dolores insoportables y sabía que no había retorno, así que hizo lo único que podía hacer en sus circunstancias: se transformó en bandera. Empezó una huelga de hambre por la libertad de todos los presos políticos. Nadie fue liberado, por cierto (tampoco él, que tenía las horas contadas), pero su sacrificio puso la cuestión de los presos en primer plano. Muchos que vivían de espaldas a la existencia de lugares como el Penal de Libertad o el de Punta de Rieles terminaron, finalmente, sabiendo lo que eran las cárceles del régimen.
Diez años después, en 1994, durante el gobierno de Lacalle, la huelga de hambre de los tres vascos que esperaban la deportación a España sensibilizó a miles de uruguayos que se movilizaron contra la extradición y fueron salvajemente reprimidos por la Policía en las cercanías del hospital Filtro.
Adolfo Wasen, Jesús María Goitia, Mikel Ibáñez y Luis Lizarride estaban presos y dispusieron de la única herramienta que tenían para dar batalla: sus propios cuerpos.
Jihad Diyab, se nos dice, es un hombre libre. Extraña libertad la de ese individuo que no tiene a su familia, no tiene un trabajo, no tiene ingresos propios, no tiene a nadie con quien conversar en su propia lengua sobre sus propias cosas. No tuvo, tampoco, la libertad de dejar Uruguay.
Es difícil entender cómo pudo haberse hecho todo tan mal desde el primer minuto. Cómo ahora estamos viendo morir en vivo y en directo a un hombre que fue secuestrado, recluido y torturado durante 12 años, que fue liberado en Uruguay gracias a un acuerdo en el que no participó (sería una infamia decir que él aceptó, de algún modo y como si hubiera tenido margen de acción, las condiciones de su salida de Guantánamo) y que una y otra vez vio frustrados sus esfuerzos por encontrarse con su familia en un lugar menos hostil, menos incomprensible.
Es difícil entender la pasividad con que hemos asistido a su tormento. O tal vez se deba, sencillamente, a que Jihad existe en otra dimensión. A que su existencia se despliega, fantasmal e increíble, en la esfera del espectáculo y la curiosidad. A que se materializa apenas en el espacio contrastado por la reafirmación de nuestras buenas cualidades (la solidaridad, la tolerancia, los valores republicanos, la siestera tranquilidad del país laico) y la retorcida ingratitud ajena. ¿Cómo no valoró lo que le dimos? ¿Cómo puede preferir volver a Siria? ¿Por qué pide ir a Turquía, donde no lo quieren? ¿Por qué prefiere morir, incluso, antes que seguir siendo libre entre nosotros?
Es la pesadilla surrealista de este tiempo: multitudes que quieren irse, que se mueven en bloque, que terminan presas, confinadas, que salen en la tele, que son asistidas, contadas, medidas, fotografiadas, vacunadas y, finalmente, deportadas o mantenidas en retenes eternos mientras su destino se discute en foros y audiencias globales. Es la paradoja de la desterritorialización tecnológica y la violenta territorialización de la vida, con sus burocracias nacionales y supranacionales, sus muros de concreto, sus alambres de púas, sus campamentos a los costados de las vías o en las orillas de los mares. Un mundo hiperconectado que tira abajo la percepción que solíamos tener de la distancia y, al mismo tiempo, multiplica los controles migratorios, lleva al ridículo las normativas sobre equipajes y obliga a cientos de personas cada día a descalzarse, sacarse el cinturón y hacerse desnudar en el escáner de cada aeropuerto.
En las últimas horas se supo que Jihad no será recibido en Qatar ni en Líbano, y no es probable que lo acepten tampoco en Emiratos Árabes, a donde llegaron en agosto 15 hombres procedentes de Guantánamo. La semana próxima su hija, que vive en Turquía, va a casarse, y él no va a estar allí. Y nosotros, anonadados, absortos, seguiremos sin entender qué fue lo que pudo haber fallado, si fuimos tan generosos y le ofrecimos un país tan tranquilo.