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Izquierda de mercado, jacobina o democrática

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Columna de opinión.

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La derecha vuelve en América Latina; primero, porque siempre la derecha es fuerte; segundo, porque hubo logros sociales relevantes que aumentaron los miedos de las élites, y tercero, porque hubo errores propios tanto de las izquierdas como de los movimientos nacionalpopulistas, así como traiciones a la confianza popular en el comportamiento ético de dirigencias públicas.

Los pueblos también rotan partidos en el gobierno cuando sienten que un ciclo se agotó y que se ganará más probando algo distinto, aunque no sea nuevo.

En la escena política y social no se debe subestimar la fuerza del capital concentrado, de los poderes fácticos, de las ideologías conservadoras, de la politización de clase y corporativa del poder judicial, ni el juego de tronos de grandes cadenas de medios masivos.

Ante la realidad del poder de fuerzas regresivas de la globalización pero también la debilidad de la nueva agenda de izquierda, una vez más surge la tentación de abandonar el terreno de la democracia, en vez de avanzar por el camino de su reinvención. ¿Qué izquierda para qué democracia hay que reinventar?

Durante los años 90, una parte de la izquierda se integró al nuevo consenso global del mercado y pensó la democracia como puramente formal; un error que la desustancializa y la fija en formas determinadas. Otra izquierda siguió aferrada a su menosprecio o destrucción en nombre de contenidos que ya se mostraron falsos, o terminaron en el papelón del hundimiento del marxismo leninismo cuando soldados y oficiales soviéticos, alemanes o checos sólo preguntaron si seguían cobrando en fecha sus sueldos, para después -simplemente- cambiar las banderas de los mástiles. Hay una izquierda que ayer y hoy hunde sus raíces en la tradición revolucionaria democrática del jacobinismo francés.

Para los jacobinos y la dictadura de Robespierre de 1794, la democracia resultaba del “salto” de voluntades individuales a una homogénea “voluntad popular”. Ambas únicas y ajenas -razón y determinación no siempre van de la mano- al intercambio de argumentos, pues la voluntad es inseparable de la democracia directa e irrepresentable por parlamentos que deliberan o discuten.

Voluntades individuales y voluntad del pueblo suponían una movilización permanente y una acción que borra fronteras entre lo público y lo privado, por la salud de la república y la revolución.

Entre democracia y totalitarismo no siempre hay oposición, sino, a veces, diferencias de grados; el mundo es más complejo de lo deseado.

En Sobre la Revolución, Hannah Arendt, como tantos autores, mostró que el dinamismo de la Revolución Francesa se apoyaba en sociedades populares revolucionarias de base y en asociaciones ciudadanas, aplastadas, reprimidas o disueltas -no casualmente- por el Comité de Salud Pública dirigido por Robespierre, y la implacable guillotina para centralizar todo el poder.

El socialismo democrático, lo mostró Frugoni, nace de las sociedades populares que reviven en la Conspiración de los Iguales de Babeuf, en 1796. Para Arendt, los revolucionarios franceses, convencidos de tener la historia de su lado y responder a una “necesidad histórica”, evitaron la tarea fundamental de Fundar la Libertad y crear lo nuevo -la política democrática como indeterminación-, para tratar de implantar un orden de contenidos de clase, en aquel entonces (eran premarxistas) organizado en torno al ideal de la compasión social.

Si el liberalismo, con su obsesión por el “cómo se gobierna”, vale decir, por reglas formales o procedimientos, con su afán de proteger la vida privada de la arbitrariedad del rey o del Estado -la llamada libertad negativa-, menosprecia la cuestión de la participación ciudadana y los sujetos, el democratismo jacobino, con su exaltación del sujeto (el pueblo, el proletariado) y la pregunta por quién gobierna, desprecia las formas y la protección de las personas, destruyendo la libertad negativa.

En América Latina esta polaridad entre una democracia antiliberal y un liberalismo antidemocrático o antipopular se mantiene muy vigente.

No caben dudas de que Fidel Castro e incluso el Che fueron jacobinos, pero no caben dudas de que no fueron partidarios del poder popular de base, o de nuevas instituciones libres, y que defraudaron a las personas que soñaron la Revolución Cubana como una nueva Fundación de Libertad, tanto como Lenin usó a los soviets para catapultar al poder a su propio partido jacobino, pero luego, junto a su amigo Trotsky, barrió con todo rastro de su autonomía.

Los herederos de esa izquierda miran el capitalismo de partido único y sin autonomía sindical de China, la Rusia capitalista de grandes monopolios de Putin o los regímenes de Maduro y Ortega como supuestos faros alternativos al capitalismo anglosajón. Del legado jacobino sobrevive la concentración del poder, pero no la exaltación de la virtud de Robespierre, mientras los desarrollos reales combinan estados patrimonialistas y grandes capitalistas sin libertad del pueblo ni autogobierno de la producción.

Salvador Allende intentó otro camino, una vía próxima al sueño de Rosa Luxemburgo de Socialismo y Libertad, por el cual pelearon cientos de miles de luchadoras y luchadores populares en toda América Latina, en tierras, ocupaciones urbanas, autogestión de vivienda o producción, comunidades eclesiales de base, movimientos sociales de diversidad o lucha contra el racismo y movimientos de mujeres, de economía verde y autónomos de los trabajadores.

Marx rehuyó en toda su obra el análisis en profundidad sobre el socialismo. Pero su punto de partida no era el buen salvaje, sino la producción incesante de distribución desigual de contingencias sociales desde el advenimiento del trabajo humano. Para Marx el socialismo sería la libre asociación de productores libres e iguales y distinto del estatismo ciego: “La libertad consiste en convertir al Estado, de órgano que está por encima de la sociedad, en un órgano completamente subordinado a ella, y las formas de Estado siguen siendo hoy más o menos libres en la medida en que limitan la ‘libertad del Estado’”. El socialismo es una síntesis de fines, vale decir, es la lucha permanente por crear condiciones de igualdad a lo largo de la vida de las personas o condiciones equivalentes para el ejercicio y el despliegue de nuestras variedades como individuos únicos, singulares e irrepetibles.

Hay una izquierda de mercado, hay una izquierda jacobina y hay una izquierda democrática que nace y vuelve a nacer.

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