Cada vez que se ratifica un nuevo instrumento internacional de derechos humanos existe una suerte de complacencia compartida tanto por parte de los actores políticos que participaron en su discusión, aprobación y firma, como por las organizaciones sociales que ve reflejada parte de sus reivindicaciones en un texto de alcance internacional.
Para corroborar este análisis basta leer algunas de las declaraciones de actores políticos que fueron entrevistados el miércoles a propósito de la ratificación de la Convención Interamericana sobre la Protección de los Derechos Humanos de las Personas Mayores.
Detrás de la glorificación de dichos instrumentos se soslayan ciertos problemas estructurales que obstaculizan que un ciudadano “común y corriente” pueda exigir el cumplimiento de aquellas obligaciones contraídas por el Estado.
La normativa internacional obliga a los países que la ratifican a adecuar su legislación y formular políticas públicas en consonancia a su contenido, pero más allá de la armonización legislativa,¿cómo se conectan los consensos internacionales con las prácticas cotidianas de los Estados? ¿Qué supone la ratificación de un tratado internacional de esta naturaleza para efectos prácticos?
Uruguay ha ratificado la mayoría de los tratados internacionales en materia de derechos humanos, lo que significa que nuestro país se obliga voluntariamente a su cumplimiento. En caso de no hacerlo puede ser denunciado internacionalmente.
Sin embargo, para ello es necesario agotar todos los recursos disponibles en la vía interna; esto supone que las personas afectadas por la negligencia estatal tengan posibilidad de contar con una asesoría jurídica y medios para sostener procesos judiciales que pueden ser tediosos, largos y con altos costos.
Este requisito previo es lo que en el derecho internacional de los derechos humanos se llama principio de subsidiariedad: “Los operadores internacionales intervienen sólo donde el Estado ha fallado en el cumplimiento de sus obligaciones internacionales”.
Esto constituye una dificultad si consideramos que el acceso a la justicia de los colectivos más desaventajados es una promesa incumplida.
El activismo judicial en Uruguay no ha logrado consolidarse debido a que la práctica jurídica se ha mantenido generalmente lejana a las causas de los derechos humanos: sí, la mayoría de los abogados terminan dedicándose a áreas más redituables que la lucha por la justicia.
Es por ello que existen pocas experiencias de litigio con perspectivas de incidir en cambios estructurales. Podríamos hablar apenas de un activismo jurídico extensivo y aislado que ha logrado desarrollarse debido a la existencia de cooperativas de abogados/abogadas que han emprendido algunas iniciativas de restitución de los derechos de sectores en situaciones de vulnerabilidad.
Sin embargo, la mayoría de estos abogados, al igual que el resto de los integrantes de las organizaciones sociales, desarrolla estas actividades como parte de su “militancia”, pero trabajando en otro lado para “ganarse la vida”.
Existe un panorama adverso para el ejercicio de la abogacía social en Uruguay y un fuerte distanciamiento entre la profesión y los movimientos sociales vinculados a la defensa de derechos.
Los profesionales del derecho no hemos logrado consolidar nuestra disciplina como un posible instrumento para el cambio social ni hemos logrado responder un interrogante de alcances diversos: ¿cómo insertar las estrategias jurídicas en procesos emancipatorios, de movilización social más amplios?
Como señalé anteriormente, existen muy pocos antecedentes de judicialización de políticas públicas (podríamos nombrar algunos casos impulsados por el Instituto de Estudios Legales y Sociales del Uruguay, Infancia Adolescencia Ciudadana, el Centro de Archivos y Acceso a la Información Pública y el Consultorio Jurídico de la Facultad de Derecho de la Udelar); sin embargo, aunada a la dificultad de sostener los procesos de denuncia se suma una dificultad mayor: ¿el Poder Judicial que tenemos puede ser un aliado en consolidar la perspectiva de derechos? ¿Tiene sentido llevar al ruedo judicial disputas que involucran la mala aplicación de una política pública?
Diría que, por el momento, la respuesta es no.
Mi negativa se debe a un diagnóstico que he escrito varias veces: el Poder Judicial sigue pareciendo lejano para la sociedad civil, un espacio discrecional y sustraído por muchos años del escrutinio público; un poder que habla de independencia no como garantía de imparcialidad, sino como estrategia de defensa corporativa, y que no ha logrado consolidarse como un aliado más en la defensa de los derechos fundamentales. Por el momento parece que el Poder Judicial muestra interés en articular con otros actores sólo cuando de temas presupuestales se trata.
Una tercera dificultad es que desde distintos ámbitos jurídicos no existe consenso sobre la jerarquía que tienen los tratados y convenciones internacionales en nuestro ordenamiento jurídico vigente.
Una sentencia dictada por la Suprema Corte de Justicia el 19 de octubre de 2009 (Nº 365) sentó un importante precedente sobre el reconocimiento de la aplicación directa del derecho internacional dentro del ámbito interno.
Sin embargo, cuatro años después, la misma corporación, con la Sentencia Nº 20, redactada por el mismo ministro Jorge Chediak, declaró la inconstitucionalidad de la Ley N° 18.831 de Restablecimiento de la Pretensión Punitiva del Estado, desconociendo la jerarquía de los compromisos internacionales y la obligatoriedad de la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) por el caso Gelman.
El contexto regional es absolutamente adverso y existen ya algunos indicios de profundas regresiones en diversos países vecinos. Es en esta coyuntura que no podemos olvidar que justamente, tal como lo ha afirmado V Abramovich, la mayoría de los países en el continente aprobaron tratados de derechos humanos en la etapa de las transiciones a la democracia, como una suerte de antídoto para evitar el riesgo de regresiones autoritarias, atando sus sistemas políticos y legales al “mástil” de la protección internacional.
Potencialmente, el ámbito internacional constituye un espacio de resarcimiento y un mecanismo supranacional para evitar la impunidad y negligencia de las prácticas estatales que lesionan los derechos fundamentales.
Sin embargo, todos los esfuerzos y despliegues políticos, parafernalia mediante, no tienen sentido si no llegan a la gente que se nombra como “sujetos de derechos”.
Desnudar las barreras estructurales es el primer paso para recordar a quiénes están dirigidos los documentos internacionales que pregonan sueños de justicia e igualdad.