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Paro de mujeres

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Columna de opinión.

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Parece mentira tener que explicar al detalle las razones por las que se está convocando un Paro Internacional de Mujeres para el 8 de marzo. Hoy, en Montevideo, a la hora en que escribo esto, se cuentan en siete las mujeres muertas en lo que va del año (menos de dos meses) por razones directamente vinculadas a su condición de tales. Los puristas podrán decir que de la última (una adolescente de 17 años) todavía no hay datos como para sumarla a la lista de las asesinadas por femicidio. Puede ser. Pero les recuerdo que entre las siete no conté a la chiquilina de 18 años baleada en Zapicán por el padre de su hijo, porque al día de hoy no sé cuál es su estado. Sí sé que él se suicidó, y que antes de proceder a los tiros dejó una conmovedora despedida en su muro de Facebook. A fin de cuentas, ¿de qué sirve hacer algo grandioso si no podemos darle el estatuto literario que lo llene de nobleza? Tampoco conté a la mujer que apareció muerta, con la cabeza cosida a puñaladas, a la orilla del arroyo Miguelete. No se sabe quién la mató ni por qué. Si las hubiera contado serían nueve las atacadas de muerte en menos de dos meses por su condición de mujeres.

Esta semana se conocieron los detalles de la muerte en Florida de Manuela Stábile, de 21 años, asesinada por su cuñado y su pareja (17 y 20 años respectivamente) de un balazo en la nuca. Cundió el horror cuando el ministro de la Suprema Corte de Justicia, Jorge Chediak, se refirió a los hechos aludiendo a la figura jurídica de “crímenes motivados por la pasión”, sin duda haciendo referencia al origen presuntamente amoroso del conflicto que terminó en un homicidio liso y llano, perpetrado tras una planificación de varios días y seguido de una farsa que incluyó la denuncia de la desaparición de la chica y hasta una segunda pasada por la comisaría para averiguar en qué iba la cosa. Más allá de la entendible alarma que se enciende al escuchar a un representante de la máxima instancia judicial refiriéndose a semejante crimen con esa imprecisión (no importa si las leyes vigentes contemplan o no la “pasión” como atenuante: hay una mutua exclusión semántica entre pasión y premeditación que debería haber atajado cualquier comentario de ese tenor), es necesario pensar por qué somos tan tolerantes con este tipo de violencia. Por qué no sólo los hombres maduros y con una vida reposada, cómodamente instalados en sus ventajas y en sus beneficios, se lanzan vertiginosamente a argumentar caso a caso o a recordar circunstancias excepcionales. Por qué se introducen observaciones del tipo “no hay que poner a todos los hombres en la misma bolsa” o “miren que hay mujeres muy malas”. Por qué se comparan las muertes de mujeres a manos de sus compañeros con las muertes de cualquiera en un contexto de robo o de accidente de tránsito. Por qué se dice tantas veces que las mujeres somos más machistas que los hombres, que la culpa es nuestra por cómo educamos a nuestros hijos, que no sirve de nada poner a un sexo en contra del otro y tantas otras obviedades, tantas verdades parciales e inútiles que desatan discusiones agotadoras y vacías después de las cuales todo sigue como estaba.

Da la impresión de que lo que no queremos ver sobre la mesa (aunque esté sobre la mesa; aunque haya sido puesto allí con admirable y paciente insistencia desde hace años por cientos y cientos de militantes y de intelectuales de todos los sexos naturales o imaginados) es que lo que está mal, lo que mata, lo que mantiene las diferencias y las injusticias es un sistema. Un sistema de privilegios y de desigualdades basado en la creencia férrea en el derecho de propiedad y en la moral de la conveniencia. Un sistema en el que se acepta naturalmente que las cosas se hereden de padres a hijos como se hereda el color de pelo, en el que se termina legitimando toda acción que se sustente en el afán de lucro y en el que se privilegia siempre la voluntad de acumular y crecer aunque sea mediante la desposesión (la forma más antigua y segura de amasar fortunas).

Es obvio que ahora, cuando el paro del 8 de marzo ya es un hecho y hasta el PIT-CNT tuvo que fijar posición al respecto (y no habrán sido pocas las discusiones hasta llegar a la medida del paro parcial) aparecen y seguirán apareciendo las declaraciones solemnes y demagógicas, los llamados a ser inflexibles con los violentos (del único modo en que la demagogia sabe ser inflexible: pidiendo más castigo) y las promesas de que se tomarán medidas para llevar la tranquilidad a cada casa. Pero será difícil que las cosas cambien, porque a nadie le gusta perder privilegios y a nadie le gusta sentirse un pichiruchi, y todo esto, en suma, es una cuestión de privilegios y de frustraciones, de deseos y de humillación, de poder y de impotencia.

Entre lo más inquietante en el número de muertas por violencia machista que tenemos al día de hoy está la edad de algunos perpetradores: jóvenes de alrededor de 20 años, adolescentes del siglo XXI que ponen su frágil hombría en juego en el dominio y la posesión de una mujer. Podemos discutir todo lo que sea necesario sobre cuestiones como por qué decirle paro a algo que no se sabe si es un paro, sobre quién se queda con el protagonismo si los hombres van a la marcha, sobre la injusticia de que las mujeres podamos quejarnos y los hombres estén obligados a tragarse la angustia y el miedo, sobre la cantidad de hombres buenos y de mujeres malas que hay en el mundo y sobre cualquier otro detalle lateral pertinente o insignificante. Pero no podemos negar la solidaridad funcional entre el machismo y la interpelación productivista, entre la violencia como solución final y el deterioro del lenguaje que nos permite decir la injusticia y la desposesión. El 8 de marzo paramos para que no haya más víctimas de un sistema depredador e injusto. Y cuando digo víctimas no estoy hablando sólo de mujeres muertas.

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