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El movimiento de un paro

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El despertar de la conciencia feminista no consiste sólo en tomar conciencia de la pertenencia a una clase histórica y sistemáticamente oprimida, sino en entender el entramado de relaciones que organizan ese poder.

Implica, además, pensar en cuánto y cómo se ha vivido bajo esta fórmula opresiva. Hay algo de empoderador -a lo “proletarios, uníos” pero traducido a sororidad-, pero con certeza también hay algo de doloroso; propio y ajeno. El despertar feminista tiene que ver con adentrarse en los laberintos de la subjetividad y encontrarse llena de estructuras y trampas. Con estar dispuestxs a hacerlo. Es, por lo tanto, una revolución política que empieza en la subjetividad y termina en ella, pasando por todos lados; devela el modo en que la sociedad nos hace interiorizar sus formas de vida a la carta y se adentra en territorios tan íntimos como los de la sexualidad y el deseo a pautar sus formas y sus contenidos. Hacerse feminista es deshacerse por dentro, rehacerse, entender la automatización de líneas discursivas que son difíciles de desenmadejar. Esto implica una enorme complejidad para cualquier sujeto político y nos exige repensar la idea misma de sujeto. ¿Qué subjetividad puede llevar adelante una revolución que sabe que implicará deshacer parte de sí misma? El desafío -individual y colectivo- es atravesar por ello sin llevarse sobre los hombros una mochila gigante de resentimiento. En otras palabras: ¿cómo seguir diciendo “amor”?

Generalmente pensamos en los procesos revolucionarios como la materialización violenta y colectiva de una convicción muy fuerte. En el feminismo hay convicciones y hay colectivo pero el enemigo es justamente la violencia. ¿Cómo se libra una guerra en este campo de batalla? La pregunta pone de manifiesto que guerra no es la palabra. Quizá “lucha” se ajuste mejor al enemigo al que el feminismo se enfrenta.

Sería ingenuo y hasta obsceno exigirle al feminismo que se organice como una sororidad alegre que festeja la mujeridad e invita a los hombres a sumarse. El feminismo ha tenido logros pero existen aún demasiados debes; mientras tanto, encuentra en su avance más muertas y masacradas por hombres con quienes mantenían relaciones “amorosas”. La muerte por violencia machista nos duele porque va al núcleo del problema: la vida. Pero también porque toca la colonización de nuestras formas de amor por parte del machismo.

La lucha feminista se radicaliza porque existen razones para ello; sintéticamente, una historia de fracasos y de falsos triunfos, de “inclusión”, de igualdad demagógica pero no efectiva. La vía progresiva de la lucha feminista se ha mostrado incapaz de generar transformaciones de base y la historia ha dicho demasiadas veces “espera”. La radicalización de la lucha feminista se traduce -y lo celebro- en políticas que no buscan alegrar o convencer a los reaccionarios ni a los misóginos, sino modificar las relaciones sociales que ellos reproducen. Hay otras políticas que no pueden ser ejecutadas desde el Estado u organizaciones no gubernamentales y que también implican radicalización. Tienen que ver con políticas de la vida y de formas de vida, con subjetividades en movimiento, con encontrarse en la diferencia. El gran desafío consiste en encontrar la rabia necesaria para la radicalización sin confundirla con el odio o la persecución, pues sus formas inhiben la emergencia de nuestros anhelados contenidos.

La revolución feminista enfrenta un desafío parecido al de otras revoluciones; su radicalización y conducción son llevadas a cabo por un núcleo cuya toma de conciencia, refinamiento crítico y conocimiento de medios y tácticas ha ido madurando, encontrando consensos, creando líneas teóricas y espacios de práctica; formando un movimiento. Para eso, la revolución cuenta con una base social de hombres y mujeres que adhieren de formas desparejas y a veces contradictorias al apoyo de esta causa.

En relación a esto, el feminismo enfrenta dos problemas. Uno es que no funciona como otras luchas: el problema del machismo tiene que ser atacado en toda su complejidad, y por eso es difícil aislar un par de puntos de consenso. Este hecho no puede derivar en la expulsión del movimiento de sujetos que desean apoyar la lucha pero no en los términos que la vanguardia del movimiento ha definido como los más efectivos. La revolución feminista tiene que poder lidiar con este carácter incontrolable, y pensar en él como una potencia y no como una desventaja o un problema a resolver. No le hagamos violencia doméstica al feminismo; llamémoslo a crecer en sus formas diversas, imperfectas, procesuales, incontrolables, sexuales, transgenerativas, dispersadoras de poder. La revolución tiene que suceder en cada casa y en cada cuerpo, y no vamos a estar ahí para supervisarla. Y todo lo que se va de control tiende a la imperfección, pero tiene como contrapartida una enorme potencia. En este sentido celebro las formas de adherir al paro de colegas del interior del país, de las amigas que nunca se manifestaron antes, de los (a menudo torpes) hombres que sienten propia la causa, de las pintadas y flyers de los barrios cuyas gráficas y consignas pueden shockear a mi sensibilidad posmoderna de académica universitaria y artista contemporánea. Aunque no siempre leo los mensajes de constelaciones y gestalt que se cuelan entre las cadenas de whatsapp, celebro el crecimiento de la idea de hermandad femenina entre mis amigas con hijos, que van rumiando el feminismo pero no están dispuestas a dejar de amar a sus parejas. Lo celebro entre mis amigas “despolitizadas”. Me parece crucial que ellas entiendan que no se trata de odiar a los hombres sino de amarnos más y mejor. Celebro (y lo celebro como un triunfo de esta lucha) la adhesión del PIT-CNT, una organización con mucho de machista, a la que el feminismo ha logrado interpelar radicalmente. Celebro la articulación de organizaciones y sujetos tan distintos que está logrando el feminismo. Celebro que un paro no sea definido por grandes centrales sindicales sino por mujeres en movimiento.

Puede decirse que en estos reductos de diferencia se encuentra la garantía de cooptación del movimiento, que hay que diluir todo feminismo diluyente, que la intransigencia y la violencia es lo único que los hará retroceder. Yo sigo dudando de si son estos los medios. La tragedia llama a la tragedia, y la sedimentación de estereotipos no tiene otro destino que la confirmación de que los hombres son unos hijos de puta y las mujeres, las cabezas de la sensibilidad que da lugar a las familias (biológicas o elegidas). El biologicismo nos ha impuesto el sometimiento machista, no recurramos a él desesperadamente. Esto no implica una traición al núcleo de la lucha, sino una disputa por el significado de las existencias que emergen bajo la palabra “mujer”.

El 8 de marzo movilizará mediante cuerpos de-generados la cuestión de la mujer en todo el país y en muchísimos lugares del mundo. Nuevas organizaciones emergen, y aquellas que habían representado a los clásicos sujetos de lucha se reorganizan; no es fácil cómo se pasa del “trabajador” a la mujer y como se hace un paro donde “el patrón” no puede ser llamado a un consejo de salarios ni a una mesa de acuerdo. Lo personal es político. Pintadas y carteles se preparan hace semanas; asambleas y adhesiones, bonos colaboración, spots, comunicados y entrevistas. La mujer es el sujeto de lucha y por quién es esta lucha, simultáneamente. Nace así, por estos años, la historia de una transformación que ojalá podamos contar cuando seamos viejas y hayamos no tenido o quizá tenido nietos. La contaremos entre amigas y en medio de otras nuevas viejas luchas que por entonces serán las urgentes. La contaremos por las que murieron jóvenes en manos de sus parejas. La contaremos tocando y tocándonos, desde un encuentro extraordinario de ideología y afecto, ese punto orgásmico de la política.

Para ello necesitamos un feminismo que no sea la otra cara del machismo, sino mucho mejor que él; que no sea el opuesto antagónico de la genitalia fálica que nos ha estructurado desde los salarios hasta el deseo; que entienda que la soberanía de los cuerpos es viable colectiva y no individualmente; que se constituya un movimiento de solidaridad y política en el sentido más desestabilizador de lo sensible, un movimiento que entiende que la lucha consiste en esto; caminar juntas y juntos, tomar el poder sin pedirlo, dar pasos convencidos sin nunca olvidar lo importante que resulta ir transformándonos en el camino.

Si “el macho” opera con sus verdades por medio de una aplanadora inquebrantable, nos damos el lujo de construir nuestra fuerza desde el reconocimiento de nuestra vulnerabilidad, que es al mismo tiempo la promesa y potencia de nuestro empoderamiento. El feminismo es una lucha por objetivos concretos pero también está fuertemente basado en la experiencia. Hacia esa experiencia vamos este 8 de marzo, y el paro es para los adversarios, pero sobre todo para despertar nuestra conciencia, alzarnos diciendo basta, reconocer la diferencia entre los discursos de amor y los actos de guerra, reconocer la diferencia entre lo elegido y lo impuesto, reconocernos en la diferencia sin indiferencia.

Para quien duda de si el feminismo está creciendo, piense cómo pasó usted -si es que pensó en absoluto en la mujer- los pasados 8 de marzo.

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