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Marcos Ortiz y Juan de los Santos, en la cárcel de Cañitas, Fray Bentos. Foto: Federico Gutiérrez

El sistema penal uruguayo se apoya en un sistema “progresivo-regresivo” en el que los derechos se confunden con beneficios

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En noviembre del año pasado, el ministro del Interior, Eduardo Bonomi, dijo que la política de progresividad que lleva adelante el Instituto Nacional de Rehabilitación (INR) es “justa” con quienes están “dispuestos a trabajar, estudiar y reintegrarse a la sociedad”, y que “hay que darle facilidades a quien muestra que quiere cambiar: hacer otra cosa sería irresponsable, decir otra cosa es irresponsable”. La cárcel, entonces, rehabilitará a quien “quiera y pueda” aprovechar los “beneficios y oportunidades” que se supone que esta brinda; para el resto servirá como “una cápsula” que los mantendrá lejos de las calles y, por ende, de la posibilidad de volver a delinquir. Según Mauro Tomasini, del Servicio Paz y Justicia, se trata de una forma de “gestionar la frontera entre ellos [ofensores] y nosotros”.

El régimen que está instalado en el país se denomina sistema progresivo-regresivo y está consagrado legalmente en el Decreto-ley 14.470, de diciembre de 1975. Se concibe a la persona que cometió un delito como un individuo que debe ser “readaptado” y resocializado; se interviene en una conducta desviada. La ley establece que el régimen se aplicará según las “distintas clases de reclusos, no será uniforme ni invariable, sino que estará integrado con diversos tratamientos diferenciados en sus niveles de seguridad”, que serán, justamente, “progresivos”. Además, se señala que “en todos los casos” se considerará “especialmente al pronóstico de peligrosidad de cada [recluso] así como a sus méritos, sentido de responsabilidad, aptitudes y comportamiento”. Se agrega que “en lo posible y según el grado de corregibilidad del recluso”, se intentará “reducir progresivamente las diferencias entre la vida en prisión y la vida en libertad, sometiéndolo a un tratamiento gradual que persiga su recuperación para la vida de relación social”.

Gonzalo Soria, subdirector de la cárcel 19, en Cañitas, Río Negro -una de las cárceles de mínima seguridad, con características tipo chacra, con huertas, quinta y criadero de animales, que es “modelo” según las autoridades-, y la operadora penitenciaria Claudia Castillo explicaron cómo funciona el sistema allí: la persona llega, se le hace una entrevista de ingreso en la que se determina “más o menos los saberes que trae”, y pasa al período de “adaptación, después al de “monitoreo” y después al módulo que le indiquen (debería ser así en todas las cárceles, pero en la práctica no siempre sucede). Después, por protocolo, está entre diez y 15 días en aislamiento, trancada, sin llamadas, sin visita, y sale de la celda únicamente para bañarse y comer. Según Soria, el objetivo es “hacer un corte con la persona que llega, que perdió la libertad. Está en shock; la idea es que haga una transición entre la calle y el adentro, para que le caiga la ficha”. Según el comisionado parlamentario penitenciario, Juan Miguel Petit, es “necesario” que al principio el recluso esté en un “sector de ingreso, para tener una explicación de las reglas, entrevistas con técnicos”. Un recluso que está preso en Cañitas lo describe así: “Tenés que aguantar ahí, eso viene como castigo”.

Luego viene la etapa del “monitoreo”, que dura entre 15 y 20 días, en la que están trancados, y las autoridades van supervisando el comportamiento y la adaptación del recluso; después pasan a los módulos, pero si son sancionados vuelven al monitoreo. Castillo planteó que “al sacarlos del lugar donde estaba y volver a la celda de monitoreo, ellos ven que retrocedieron”. Después de los módulos, donde pueden circular más y tienen más contacto, pasan a las chacras, y es cuando empiezan a vislumbrarse las posibilidades de quedar en libertad; surgen los pedidos de libertad condicional, anticipada, transitoria.

En palabras del penalista José Irureta Goyena, autor del Código Penal de 1934 -que rige hasta hoy-, el sistema progresivo es una pirámide en cuya base está la reclusión celular, y en su cúspide la libertad condicional. Entre las “ventajas” que se destacan están la “estimulación de la buena conducta” y, justamente, la readaptación progresiva; entre las objeciones se plantea que “facilita la simulación para el logro de la libertad condicional, alimenta la codicia del Estado para explotar el trabajo de los penados, fomenta la comunicación de proyectos y empresas criminales y menoscaba la intimidación de la pena”. La Unidad de Comunicación del Ministerio del Interior (Unicom) lo resume de la siguiente manera: “Los privados de libertad que retroceden en el proceso de inclusión y rehabilitación que propone la administración deben iniciar nuevamente el espinel de actividades laborales y estudiantiles que les permitan, con el paso de tiempo, lograr avances sustantivos en su formación para posteriormente prosperar en el sistema y recuperar los beneficios perdidos por el incumplimiento de las normas establecidas”.

Críticas

Este tipo de sistema supone la “autorregulación” -mediante una especie de mano invisible de Adam Smith-, que determina que la “autodisciplina” será la que posibilite el avance dentro del sistema. La Unicom lo explicó así en marzo de 2015: “Sus componentes [es decir, los reclusos] retroceden o involucionan en el periplo de reinserción social al que se exponen desde su ingreso al sistema penitenciario”. Bonomi ha sostenido en reiteradas ocasiones que “hay gente que está dispuesta a trabajar y hacer un proceso de cambio”, pero no es “toda la gente”, por lo que el sistema de privación de libertad debe “ser distinto” para uno y otros. “Hay que tener un modelo para los distintos tipos de persona, por eso hablamos de un sistema progresivo”, explicó en noviembre del año pasado. En la Comisión de Seguimiento del Sistema Carcelario del Parlamento, Bonomi lo había explicado así en setiembre: “Los beneficios se ganan y se pierden de acuerdo con la conducta. Este es un aspecto importante. Los derechos son los mismos para todos los presos; los beneficios cambian de acuerdo con la conducta, y es lo que determina la progresividad. La progresividad -hacia adelante o hacia atrás- se establece agregando beneficios o perdiendo beneficios adquiridos, lo que dependerá únicamente de cada interno en particular”. Tomasini plantea que “el factor de estar en un lugar de máxima seguridad o intermedia lo que hace es cercenar más derechos”. Este, dice, es un problema que se ha confundido con “el tema de los beneficios”: beneficios no hay, hay derechos “que se cumplen o se violentan”. Según Tomasini, este discurso es “bastante conservador y neoliberal de los 90”. Plantea que “si una persona se rehabilita es porque quiere. Si una persona no va a cometer otro delito porque la mandamos al liceo, ¿por qué no la mandamos afuera?”. Tomasini se pregunta qué tiene que medir la progresividad: “¿Cuándo es que una persona pasa de un régimen de máxima seguridad a uno de mínima? ¿Cuando limpió? ¿Cuando fue a la escuela? Pero ¿si fue a la escuela y se sentó y no hizo nada? ¿Qué pasa si trabaja y hace los 200 ladrillos que le pidieron? Si hubiera hecho 400, ¿era mejor? Si una persona no hace nada pero se comporta bien, ¿qué pasa? Hay variables objetivas y subjetivas que no tienen que ver con la persona”, aseguró.

En esa línea está el abogado penalista Martín Fernández, del Instituto de Estudios Legales y Sociales del Uruguay, quien asegura que el principal problema del sistema es que “no hay reglas claras”: no se detalla cuáles son los mecanismos para progresar o retroceder en él.

Por otro lado, Tomasini hizo hincapié en que el enfoque custodial que prima implica que la cárcel produzca “mucha ficción”: “Cuando vos no desarrollás los conflictos con los que llegaste, lo que generás son ficciones. Las conductas en la cárcel son muy mentirosas; el tema es que como no se narra lo que está atrás del acto, no se le pregunta a la persona sobre la trayectoria previa, uno tiende a cosificar, a ver todo blanco o negro, premio-castigo, a dividir virtuosos y no virtuosos. Yo voy al taller para salir, yo hago todo para tener patio. Ahora, ¿vos sabés el dolor que produjo [el acto delictivo] en vos y en los demás? No”. La cárcel es un lugar donde “te asignan determinada oferta identitaria; el recluso no puede construir su propia identidad, no llega a tener el espacio necesario como para hacerlo. Además, no participan en su trayectoria; son un objeto, no son un ciudadano”.

Al igual que Tomasini, Luis Parodi, el director de otra de las cárceles “modelo” del país, la de Punta de Rieles (que se concibe como último estadio antes de “egresar”, es decir, que los reclusos que están presos en esa cárcel ya estuvieron en otras y la mayoría tiene condena), dijo en noviembre del año pasado que la progresividad implica “castigar al que anda mal y premiar al que anda bien”, pero señaló que “aprender a convivir” significa que “los más atorrantes y los menos atorrantes, los más brillantes y los menos brillantes tengan las mismas reglas […] Nunca es así, los buenos de un lado y los malos del otro; el que está en sexto de liceo también se manda cagadas... Yo creo en las mezclas y en los procesos, no creo en que la contaminación sólo sea de los malos y que los buenos no puedan contaminar. Si se generan las condiciones, la gente logra sacar lo mejor que tiene”, afirmó. En ese sentido, Tomasini opinó que en general, “perfectamente cualquier persona podría ir, como es utópico, a Punta de Rieles. ¿Por qué no pueden ir desde el arranque? Porque hay un problema de adiestramiento, un programa de sufrimiento que se tiene que incorporar para que la persona reaccione a determinadas conductas institucionales”. Entiende que Punta de Rieles es el lugar de progresividad dentro del sistema, el “beneficio”, el “premio”. Por otro lado, Petit sostiene que la palabra en sí es “un poco equívoca”, porque “el desarrollo no es lineal”.

Fernández también señaló otro de los problemas del sistema progresivo-regresivo: que no hay “una defensa efectiva, una tutela de las sanciones que se imponen y hacen retroceder a la persona”. “Básicamente, los abogados defensores están en la defensa cuando se genera el expediente judicial, pero todo dentro de la vida intracarcelaria merecería tener, en general, la posibilidad de ejercer la defensa y decir ‘esta sanción que estás aplicando no es adecuada’”. Fernández considera que esto hace que el sistema sea “muy injusto”, porque no se puede “discutir” el porqué de las sanciones. A su vez, hizo referencia a la nueva ley que restringe las libertades; asegura que genera una “saturación”. “Si habláramos de una especie de pirámide por donde salen las personas, lo que está haciendo esta ley es cerrar los mecanismos de salida del sistema”, sostuvo. La progresividad, o el adecuado tránsito dentro del establecimiento carcelario, dice, no tiene su correlato en los mecanismos judiciales que tienen que ver con las salidas transitorias, con la libertad anticipada. “¿Cómo se interpreta que el recluso haya ido progresando dentro del sistema, pero luego el Poder Judicial no advierta esta progresividad y no dé la libertad anticipada? Si se cree que el régimen de progresividad sirve para algo, tiene que tener la confianza del sistema judicial”, afirmó.

Filosóficamente hablando

La ideología rehabilitadora implica que algo falló y se justifica una segunda intervención. El re, según el sociólogo Talcott Parsons, es algo a futuro, una utopía que suele caracterizarse “tautológicamente como lo que no se ha realizado en ningún lugar”. Eugenio Raúl Zaffaroni, en "La filosofía del sistema penitenciario en el mundo contemporáneo", señalaba que las ideologías re, “so pretexto de un manejo dual, es decir, por su simultáneo desplazamiento hacia el futuro y su eventual pretensión de realidad”, dan lugar a una manipulación que quita a la pena la “garantía de su certeza” y, además, posibilitan “intervenciones vejatorias en la vida de la persona”. “La práctica penitenciaria incurre en vejaciones tanto con pretexto de seguridad, como con un pretexto de resocialización”, concluye.

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