El artículo de Daniel Olesker “El fetiche del resultado fiscal” señala que hay una “economía hegemónica” basada en el fetiche del déficit fiscal. Yo comparto con Daniel que el déficit crece básicamente porque crece el gasto público social.
Es preciso construir una mayoría institucional, social, política y cultural para democratizar el acceso a la riqueza y reducir la concentración del ingreso en Uruguay mediante algunos impuestos, pero también con otros instrumentos.
Y es vital insistir en el carácter solidario de los impuestos y la responsabilidad ciudadana que conllevan. En cambio, me preocupan otros mitos de los que no se habla en esta nota. Por ejemplo, el mito de que gastar mucho es de izquierda. Luis XIV gastaba mucho, Felipe II fundió a España, los hidalgos españoles gastaban mucho, burguesías prebendarias que rechazan el ahorro y tienen pánico a la inversión derrochan en consumo suntuario. Gastar no es de izquierda. Lo que es de izquierda es ofrecer servicios públicos de calidad, por ejemplo servicios sociales universales de calidad para la ciudadanía.
Un segundo mito intocado en el artículo es que todo el problema del desarrollo, el cambio de la vida, la renovación ecológica de la economía, parece que consiste en gasto. No importa la calidad del gasto. Y cuando hablamos de calidad del gasto decimos para qué, en qué y cómo gastamos, decimos si alcanzamos cuáles productos y cuáles impactos, planeamos cómo trabajamos y cuán eficientes somos en términos de la relación costo-beneficio. El silencio de Olesker sugiere una agenda parcial y pasiva, pues no tenemos nada que hacer para mejorar la calidad del gasto y su eficiencia y sólo debemos cobrar más impuestos, aunque sea para alimentar máquinas ineficientes e ineficaces. Esa imagen, a la corta o a la larga, deslegitima al Estado y desmotiva la responsabilidad tributaria de la gente.
El tercer mito intocado es justamente la idea populista económica de que el déficit no importa. No debe estar en el altar y toda estrategia debiera considerar su momento contracíclico. Cuando el Producto Interno Bruto de Brasil cae casi nueve puntos y Argentina mantiene una inflación de 25%, sabemos que en Uruguay mal no lo hemos hecho. Pero no alcanza. Una sociedad de igualdad y libertad exige un Estado estratégico, regulador, planeador pero no gordo. Por ejemplo, debemos concretar la reforma de las Cajas Militar y Policial. En general, ¿qué reformas estructurales para reducir y no ampliar gastos superfluos propone Olesker? ¿Es razonable mantener una planta pública de cemento que pierde dinero mientras la privada gana buena guita?
En el razonamiento de Olesker no importa la cuestión de la eficiencia del gasto, tampoco la cuestión de su eficacia o calidad de las prestaciones, porque si aumentamos los impuestos, santo remedio. Cuando las coyunturas y ciclos no son óptimos, aumentar los impuestos puede lograr el efecto contrario al buscado, o sea, puede profundizar el ciclo negativo y operar como procíclico.
El cuarto mito es que la “economía hegemónica” defiende el déficit cero. No. Yo tampoco. La economía académica neoclásica o neoinstitucional sí se preocupan por el déficit, y la heterodoxa por la inflación. Ahora la economía hegemónica real es otra cosa.
Ya lo volveremos a comprobar con Donald Trump. La economía hegemónica elimina impuestos a los flujos financieros, desregula, rebaja impuestos a los ricos pero subsidia masivamente, por ejemplo, el complejo militar industrial u otros sectores del capital, y crea déficits gigantescos, como ya sucedió con el “keynesianismo perverso” de Ronald Reagan, y volverá a suceder con Trump.
Venezuela tiene series inequívocas de crecimiento del déficit, y la despreocupación por los equilibrios macro ya sabemos a qué infierno ha llevado a su economía.
Finalmente, sí, es posible pensar en eliminar regímenes de promoción indiscriminados para concentrar la promoción en conglomerados estratégicos y subir aun más el IRPF a las capas más altas. Pero ocurre que en algún punto hay que demostrar que hemos mejorado los servicios y su calidad, por ejemplo, en educación y salud. Porque el gasto aumentó muchísimo y debe aumentar más, pero aún los resultados no son alentadores. Ese solo hecho rebasó el límite de tolerancia de un sector de la sociedad. Y yo no veo por ningún lado la idea de contrapartida, con un mensaje claro y compartido: “Aumento el gasto a cambio de tal y tal y tal cosa que tu tendrás que demostrarle a la sociedad que has logrado”. Pues no. Olesker propone dar más sin pedir nada a cambio. No funciona así la cosa. Soy radical, pero los equilibrios macro son fundamentales, sin dogmatismos ni rigideces. No existe la bella solución mágica, pero no podemos olvidar que, por escala, Uruguay es un país caro. A la hora de la verdad, los inversores pagan tarifas caras, individualmente IRPF, 15% de IRAE, aportes patronales que son altos en Uruguay comparados con la región, pagamos 20 puntos de IVA y los profesionales aportan para becas, y si te descuidás tenés vías vetustas de trenes vetustos que no funcionan (pero te hacen paro el día que los visita una empresa que estudia una inversión, no contra la inversión, claro, sólo contra el resto del Estado).
El problema no es sólo de responsabilidad macro y crecimiento con productividad, la cuestión sigue siendo el trabajo calificado y motivado, la preocupación nacional y social por hacer las cosas bien e invertir con eficiencia en lo decisivo para cambiar la vida día a día: los cuidados, la educación universal de calidad, la economía innovadora, la renovación ecológica de toda la economía, la ciudad, el espacio público y el transporte, la cultura o el amor. Es la pregunta por la estrategia para crear en Uruguay la nueva sociedad, sin el mito del déficit ni la magia del gasto.