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Federico Murro.

Agosto

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Todos los años, durante una mañana fría de domingo, nos trasladamos muy temprano, cargados, al campo.

El día anterior es ajetreado para las mujeres de la casa. Hacen pasteles hojaldrados de membrillo y dulce de leche, ensaladas, aderezos y acompañamientos para la carne. Separan manteles, vajilla, vasos y fuentes.

Los varoncitos se excitan pensándose en el acto de jinetear terneros, revoleando el lazo, juntando huevos, tirándolos en la salmuera y a las brasas, alcanzando las marcas, arreando las manadas. Las niñas no hacemos nada. Sólo observamos y nos preparamos mentalmente para la celebración.

Durante esas mañanas, por lo general, hay helada y una cerrazón espesa, densa y escalofriante. Cerrazón también quiere decir torpeza o falta de capacidad para entender algo. Y estas generan nerviosismo y un dejo de malhumor mezclado con excitación y ansiedad. Ese tipo de ambivalencia que de tan esquizo es atormentadora, bochornosa. Terrible para cualquier ser humano en la mitad de su niñez.

El campo está lleno de ambigüedades que enloquecen. Como el amor maternal, la vivencia de la ternura y el cariño que desarrolla un niño al ver animales preñados dando a luz, ver crecer a sus crías, acariciarlos, verlos amamantar, alimentarlos. Y de pronto esos cachorros crecen, y un día cualquiera de abril o en primavera, o a fin de año, serán parte del plato servido durante una cena familiar. Ese animal que un día fue maternado, de inmediato pasa a ser un pedazo de hueso por el que se pelean los varones de la familia. El valioso hueso que en su interior atesora el caracú. El que resulte privilegiado se lo chupará, o untará un pedazo de pan con esa mantequilla grasosa, le colocará sal y se sentirá plácidamente bendecido.

O ese ternero que inesperado llega a casa porque se quedó sin madre y necesita alimento y amor. Pasa a ser una mascota y el centro de las atenciones y derretimiento de la familia. Después de unos meses lo estás viendo correr en círculos desorientado, babeando, berreando, y le brotan chorros ávidos de sangre eyectándose desde los extremos de las guampas recién cortadas, hacia arriba y cayendo en cascada, como eyaculaciones de sangre en contra de la gravedad. El dolor les hace perder el rumbo, no saben a dónde ir, se golpean contra los alambrados, sangran, corren encarrilándose hacia la muchedumbre. Y las mujeres excitadas les gritan, se ríen nerviosas y aletean las manos y los brazos, mientras les resoplan agitadas y frenéticas a carcajada limpia cuando el animal cambia la orientación y mareado se revienta contra un poste.

Durante las yerras, los hombres, ocasionalmente, les abuchean al ternero que está cabestrado, término que utilizan como sinónimo de retobado o torpe y bobo. En realidad, cabestro es el nombre que llevan los terneros castrados, los que no podrán ser toros, los que servirán para res.

Después de castrado a cuchillo, tirado en el piso y apretado por cuatro o cinco hombres que ya están borrachos, es marcado con hierro candente, se le corta un pedazo de oreja y le extirpan las guampas. Mientras corre desahuciado, todos los hombres están ubicados estratégicamente con sus lazos para tirarlos y lograr pialarlos, volver a tumbarlos al piso intempestivamente mientras de sus cabezas la sangre sigue eyectando; y el corajudo que se anime lo va a montar y jineteará hasta que, corcoveando, al fin se lo pueda sacar del lomo.

Todo un espectáculo tradicional de fanfarroneo y estridencias alegres, tamizado por el despilfarro y toda la gama de excesos a la carta. La parrilla enorme atiborrada de carne, chorizos y entrañas. La mesa larga improvisada con caballetes, llena de fuentes de ensaladas que nadie comerá. En ese festín de los excesos todo debe sobrar. La carne, fuentes y fuentes de lechugas que vuelven a casa intactas, pasteles, damajuanas de vino, caña, galletas de campaña.

Las mujeres lo hacen siempre igual, es como ver la misma película una y otra vez.

Los hombres se permiten más variaciones. Las borracheras no son siempre iguales, los piales y las jineteadas progresan con los años. Siempre hay un personaje nuevo o alguien que se destaca o que de un año a otro creció más de lo esperado. De pronto es todo un jinete, con la soberbia y perversión que le sobran dispuesto a doblegar, sádico y gozoso, a un ternero recién marcado al rojo vivo, desguampado y castrado a punta de cuchillo. Jinetearlo después de haberlo enlazado, tirado al piso y arrastrado. Haciendo su espectáculo y ganándose el respeto de sus mayores que ríen a carcajadas y lo aplauden, entumecidos por la mezcla de caña y clarete, huevos de ternero con salmuera, chorizo y pan, naco, bullicios y gritos. La ceremonia misma, pactada en un vacío frenesí harto de abusos.

Ese día, después del trabajo arduo y la diversión, los hombres regresan exhaustos a sus casas, manejando ebrios, algunos desmayados. Otros lastimados por algún ocasional accidente propio de la labor. Los niños alegres juntaron huevos de ternero y guampas hasta el cansancio. Los jóvenes aprendices satisfechos con sus avances en manejar el lazo, por la mejor jineteada de la jornada o el piale doble, triple o cuádruple que al fin les salió.

Las mujeres complacidas y alborotadas llevándose todas las sobras y toda la comida que ni fue mirada o tocada por sus hombres, al igual que ellas.

Y yo más atormentada y endurecida, pero fiel a mis fastidios, jamás quise probar testículos de ternero, calentar o alcanzar una marca, juntar guampas o aprender a usar el lazo.

Conservando esa rareza agolpada, nunca pude integrar el ritual del ganado propio y la reproducción controlada. Resistiendo callada, hasta quedar totalmente absuelta de la obligación de asistir como oyente, año tras año, a las yerras en agosto.

Magela Sandín.

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