Juan Vásquez es un joven boliviano procedente del altiplano paceño que vive hace más de 20 años en Buenos Aires. Como él mismo relata, fueron sus padres los que lo hicieron migrar a los nueve años. El primer lugar a donde llegó a tra bajar era un taller textil. Recorrió el proceso de inserción en la escuela y en la secundaria, pero siempre teniendo muy en cuenta que una cosa era el taller y otra era lo que vivía fuera. Juan reconoce que, en su caso, insertarse en un colegio de Buenos Aires siendo niño le permitió ser parte de lo local.

Sin embargo, los jóvenes que migran a partir de los 15 años tienen otra realidad, que es la de armar un gueto en torno al trabajo: vivir en el taller más de 12 horas diarias, escuchar lo que pasa allí, ir a los lugares donde están los que trabajan en talleres. Ahí se termina de armar un gueto que es muy potente y que, además, es lo que sostiene hoy al sistema de producción de la manufactura textil en Buenos Aires.

Por su parte, Delia Colque es otra joven boliviana nacida en la ciudad de El Alto que, estando en la Universidad, se vio obligada a migrar a Buenos Aires a trabajar también en el rubro textil, en el que nunca hubiese imaginado hacerlo. Sus motivos obedecieron a una débil situación económica y, sobre todo, al intento de escapar de la violencia machista en la que se encuentran muchas familias.

La migración de mujeres bolivianas hacia Argentina ha sido históricamente parte de un proyecto migratorio familiar, y si bien en los últimos años aumentó el número de mujeres que arribaron solas, todavía la mayor parte de este flujo se desplaza hacia ese país en familias. En el caso de las manufacturas textiles de Buenos Aires, si bien se emplean a personas en igual porcentaje por género, en los últimos años habría un leve aumento de las mujeres.

Variados estudios detallan cómo los migrantes bolivianos asentados en Buenos Aires desarrollaron diversas estrategias, tanto para adquirir un trabajo, una vivienda y documentación, como para reunirse y construir en el nuevo contexto urbano lugares y prácticas de identificación, ya que en la capital porteña hay múltiples ámbitos de producción y reconstrucción de identidades vinculadas a la “colectividad boliviana”. Es un tejido social diversificado y disperso por distintas zonas de la ciudad, que incluye bailantas, restaurantes, fiestas familiares y barriales, ligas de fútbol, programas de radio, asociaciones civiles, publicaciones, ferias y comercios de diferente tipo, dando cuenta de múltiples espacios vinculados con la bolivianidad.

Es que en Bolivia los procesos emigratorios fronterizos han sido una constante durante muchos años. Algunos de ellos incluso pueden ser considerados históricos, como es el caso de la migración laboral a Argentina, cuyos orígenes y magnitudes pueden ser rastreados desde hace más de un siglo, aunque los momentos de masificación corresponden a las dos últimas décadas del siglo pasado. En la década de los años 80 el flujo de migrantes aumentó, principalmente por la crisis económica boliviana que se vivió durante esos años, y por la implementación del programa de ajuste estructural neoliberal llevado adelante desde 1985. Durante estos años se consolidaron y ramificaron muchas de las trayectorias migratorias anteriores; tanto así que fueron esas sólidas redes estructuradas las que amortiguaron los efectos de la crisis que vivió Argentina hacia finales de 2001. En todo caso, el tiempo transcurrido tras la severa crisis de inicios de siglo ha logrado estabilizar los flujos poblacionales hacia ese país.

En 2012 se realizó en Bolivia el Censo Nacional de Población y Vivienda. Por primera vez se incorporó una pregunta sobre emigración internacional. Esta indagaba sobre si en los hogares, durante los últimos diez años, algún miembro había emigrado al exterior. Si la respuesta era positiva se abrían otras preguntas respecto del país de residencia de esa persona, su edad y sexo. Los resultados del Censo dan un total de 487.995 personas bolivianas que, entre 2002 y 2012, habrían emigrado del país, primando ligeramente las mujeres con 51,03% frente a los varones, 48,97%.

El destino principal de los emigrantes en este período fue Argentina (38,22%), seguido de España (23,88%), Brasil (13,18%), Chile (5,95%) y Estados Unidos (4,20%). El restante 20% se dispersa en un abanico muy amplio de países, entre los que sobresalen Italia, Cuba, Perú, Reino Unido, Suiza y Japón (Instituto Nacional de Estadística, 2014).

Si bien estos datos reflejan en términos generales las percepciones que se tenían sobre los destinos emigratorios, en términos de cuantificación son bastante inferiores que las cifras que se manejaban con anterioridad. Es claro que el umbral temporal que la pregunta del censo establecía (últimos diez años) puede ser una causal de ello, más aun si se toma en cuenta el carácter estructural de las dinámicas migratorias en Bolivia y su sostenido crecimiento desde mediados de los 80. Recurriendo a los datos que desde la cancillería boliviana se manejan, se desprende que en Argentina existirían alrededor de 1.200.000 residentes, la mayoría en la capital.

En Buenos Aires, desde el punto de vista ocupacional, los bolivianos inmigrantes trabajan desde los 80 en su gran mayoría en el sector de la costura, por ser un segmento del mercado laboral que no exige experiencia previa ni edad mínima para la faena. Esto permite incorporar menores de edad sin mayor inconveniente en condiciones de insalubridad, ya que este ámbito de producción escapa los controles y regulaciones del ramo.

Lo que produce la migración en estos jóvenes es esa suerte de vacío alrededor. Cuando uno migra, corta con lazos sociales, con sus amigos, con su familia y, en ese momento, vulnerables y en el nuevo espacio del taller, les dicen las condiciones: a partir de ahora se va a trabajar así, se va a dormir acá, ahora se come así. Todo eso se empieza a naturalizar porque es un proceso de la inmensa mayoría de los migrantes y, pese a las condiciones laborales y los abusos, el taller textil les soluciona tres cosas inmediatas: techo, comida y trabajo.

Son esas tres variables vitales las que un migrante necesita resolver lo más rápido posible, y el taller se las proveé en unas condiciones muy complicadas. De explotación, generalmente. De ahí que se empieza a entender que el mayor problema no es denunciar los talleres, sino entender que es la “naturalización” de las condiciones laborales el enemigo que se debe abordar, porque es esta la que hace que no se cuestionen las formas en las que se trabaja, ni se discuta o cuestione la paga.

En todo caso, el mundo en torno al taller textil ha generado lecturas y aproximaciones controvertidas que se expresan cuando se habla a partir de nociones como la de “trabajo esclavo”, “en negro”, “marginal” e “informal”. Dichas interpretaciones tienden a soslayar la complejidad, los cambios e hibridaciones de los procesos en los que intervienen y construyen de modo cotidiano los sectores migrantes involucrados; procesos colectivos que, por otra parte, ya suman más de dos décadas de desarrollo en la actividad productiva laboral y económica local.

En este contexto, Juan y Delia son parte del Colectivo Simbiosis Cultural, una agrupación de jóvenes —bolivianos, en su gran mayoría— que hacia 2008 comienza a organizarse en el barrio de Flores en la capital porteña, conformada sobre todo por costureros que cuestionan las formas de trabajo en los talleres textiles en los que laburan junto a miles de otros bolivianos. En su página de internet (http://simbiosiscultural.com/) se puede leer:

Somos un colectivo que tiene sus raíces —de una forma u otra— en Bolivia, pero la extendió en Argentina.

Somos ese híbrido de culturas.

Somos los chuequistas, somos las overlockas.

Somos los retazos que se animaron a quedar fuera de ese maldito molde.

No somos lo que nos dicen, ni lo que piensan, no nos vamos a hacer cargo de sus prejuicios, porque tenemos los nuestros.

Somos un espacio en el que reconocemos a la bolivianeidad.

La/nos pensamos, la/nos cuestionamos y buscamos formas de dialogarla/nos.

A principios de 2008 comenzamos con esta locura, comenzamos a soñar de una forma distinta a la que solíamos hacerlo, lo comenzamos a hacer de manera colectiva.

El trabajo textil siempre fue una preocupación central del colectivo. Comenzaron a discutirlo y a hablarlo en sus diversidades y complejidades, que van desde la vivienda-taller, las articulaciones entre medios de producción y las cadenas productivas, la mano de obra migrante, el folclorismo, los medios de comunicación de la colectividad, diversidades sexuales, género y violencia. En estas dinámicas un elemento fue fundamental: abandonar la mirada y la postura victimista. Un hecho marcó sus vidas y las de sus compas. En 2006 un incendio en la calle Luis Viale de Buenos Aires acabó con un taller textil y con la vida de seis personas: cinco niños — adolescentes— y una mujer embarazada. Todos eran bolivianos.

De acuerdo a Juan, a partir de ahí es cuando empieza a generarse el colectivo denominado Simbiosis Cultural, precisamente después de ese incendio y de la mediatización de conceptos como “trabajo esclavo”, “migrantes ilegales”.

Empiezan a trabajar y a analizar: “… lo primero que nos salió fue contar, contar todas las situaciones que vivíamos [en] los talleres textiles [...], ahí empezamos a entender que en realidad la forma en que se había contado esta industria textil [...] no visibilizaba un montón de cosas que hacen que ese sistema funcione”. Esto es un gran avance porque permite salir de la mirada centrada en el taller y sus formas de trabajo para comprender toda la cadena productiva en la que se inserta, y cómo es que recae todo el peso de la explotación en el trabajador textilero.

Alfonso Hinojosa Gordonava, desde Bolivia.