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Corazón de arroz

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Columna de opinión.

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Luego de las críticas que recibió el decreto del Poder Ejecutivo del 20 de marzo, no fueron pocos los jerarcas que se sintieron en el deber de hacer aclaraciones. En primer lugar habló, a través de una columna que se hizo llegar a los medios de comunicación, el director general del Ministerio del Interior (MI), doctor Charles Carrera, quien repasó las concepciones antagónicas que pueden guiar las acciones de la Policía según se haga primar una visión del orden público de derecha o de izquierda. En el primer caso (derecha), como ya todos lo sospechábamos, el orden público que las fuerzas policiales estarían llamadas a cuidar (con ayuda, ahora que tenemos este decreto, de los organismos públicos cuya intervención se considere necesaria) es el que no admite las manifestaciones callejeras de los trabajadores organizados. Es el orden de quienes sienten que las luchas por el salario constituyen un atropello a la convivencia y que, por lo tanto, deben ser impedidas o disueltas en nombre de la paz social y la tranquilidad ciudadana. En el otro extremo está la concepción de izquierda, que entiende que las manifestaciones callejeras que llevan a cabo los sindicatos son una extensión del derecho de huelga y, por lo tanto, son sagradas. Pero, claro, esas son visiones doctrinarias y dejan librada a la interpretación del gobierno de turno la idea de orden público. Por suerte la nueva Ley Orgánica Policial no se rige por doctrinas, sino por el concepto de seguridad de los habitantes, una expresión que, vaya uno a saber por qué, es mucho menos ambigua que orden público. A pesar de eso, entre las principales funciones policiales está, según la nueva ley, “el mantenimiento del orden”.

Aclaraciones al margen, es necesario insistir en que el decreto hace mención al artículo 57 de la Constitución -que es el que reconoce la legitimidad de los sindicatos gremiales y su derecho a la huelga como herramienta-, pero no dice, como Charles Carrera asegura que la izquierda cree, que la toma de calles o la interrupción del tránsito sean parte de la actividad sindical o una extensión del derecho de huelga. No lo dice la Constitución ni lo dice el decreto, y, por lo tanto, la interpretación sigue siendo potestad de quien esté al mando, sea del signo político que sea. Tan clara es esa omisión, tan frágil el respeto que promete a la actividad sindical, que el PIT-CNT consideró la posibilidad de negociar con el Poder Ejecutivo una nueva redacción del artículo 4 de la norma, con el objetivo de que sea más específica en lo que respecta a los derechos de los trabajadores a ocupar las calles.

Pero eso nos pone frente a otro problema, porque, ¿qué pasa si las manifestaciones populares que toman la calle no son convocadas por el movimiento sindical? Es un tanto extraño que se legisle la protesta hasta el punto de decir quién puede ejercerla, qué institución, con qué formato y en qué marco. Y es extraño también -es grave- que el movimiento sindical lo acepte, como si la historia de la lucha obrera no estuviera llena de la solidaridad de otras agrupaciones y de la presencia conjunta en las calles.

El gobierno ha justificado el decreto trayendo a la memoria los acontecimientos que precedieron al golpe de Estado contra Salvador Allende, y tanto la ministra de Desarrollo Social, Marina Arismendi, como el vicepresidente de la República, Raúl Sendic, hicieron referencia al conflicto que los transportistas de carga mantienen con los productores de arroz por una cuestión de tarifas. No se puede permitir que se perjudique la salida de la cosecha de arroz más grande de la historia, porque eso sería perjudicar al país.

A mí me llama mucho la atención, siempre, esa abstracción que llamamos “el país” y que, en este caso, está encarnada en la producción arrocera. Se me podrá explicar el asunto de la balanza comercial, de la importancia de que “el país” venda “su” producción al exterior, se me dirá una y mil veces que no podríamos sobrevivir sin la confianza de los grandes capitales que hoy nos compran alimentos, mañana nos instalan una pastera o una minera o cualquier otro megaemprendimiento y pasado nos pueden ganar un litigio si los resultados que les prometimos no se dieron. Pero la verdad es que “el país”, sea lo que sea un país, no es el negocio de los arroceros o de las pasteras o de las mineras. Y no es menos verdad que puestos a complicarle la vida a un gobierno o a un país los transportistas son tan temibles como cualquiera con capacidad de crear escasez, de subir los precios de los artículos de primera necesidad, de hacerlos desaparecer de las góndolas o tirarlos a pudrirse al sol para evitar que los precios bajen (yo recuerdo hasta hoy un campo del tamaño de una manzana, cerca de la ruta 5, cubierto por completo de las naranjas de exportación que no salieron a tiempo del puerto y fueron descartadas para que no bajara el precio en el mercado interno). A la hora de complicar a un gobierno o a un país, como suele suceder, los más temibles son los que tienen la sartén por el mango. Y no me explico, francamente, cómo se los puede frenar con este decreto.

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