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Para que no digan que no hablé de las flores

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Hace muchos años, cuando fumar marihuana suponía tener que aceptar lo que trajera la suerte (prensado reseco o humedecido, mufoso, lleno de semillas, con olor a pichí de oveja, con gusto a insecticida y el inconfundible color anaranjado de las plantas fumigadas), era lindo imaginar un mundo en el que se pudiera decir en voz alta y sin problemas “permiso, salgo a comprar porro y vuelvo enseguida”. Y que se pudiera volver con una cajilla de cigarros de marihuana, y que a nadie le pareciera ni bien ni mal. En ese mundo imaginario fumar porro o tabaco, tomar mate o comer pan con manteca serían cosas sin trascendencia, tan simples y cotidianas como anodinas e insignificantes. Algo que cualquiera haría sin escándalo y sin vergüenza.

En Montevideo (no así en todo el país) es posible, desde el miércoles de la semana pasada, comprar marihuana en comercios establecidos. No es tan sencillo como comprar un peine o un litro de leche, pero es mucho más fácil que cuidar una planta, y también (dejémonos de pavadas) es más simple que llegar hasta una boca y completar una transacción que casi siempre es a suerte y verdad y aceptando las condiciones del que vende. Cuando parecía que el freno le había ganado al impulso y que la venta al público nunca se iba a concretar, se concretó. Y hubo colas en las farmacias que se animaron, y antes de que terminara la tarde, al menos en Montevideo, ya no les quedaba nada.

En una semana, el número de usuarios registrados para comprar creció de casi 5.000 a más de 8.000. Ya hay más personas en el registro de compradores que en el de cultivadores. Es que no todo el mundo puede plantar, ni marihuana, ni papas, ni café. Por eso no era suficiente con legalizar el autocultivo.

Si todo sigue su curso, el interés de los medios irá bajando, las colas en las farmacias irán desapareciendo y todo este asunto dejará de tener el tono de escándalo y paranoia que ha tenido hasta ahora. La marihuana recreativa será nada más ni nada menos que algo que algunos disfrutan y que adquieren por cualquiera de las vías disponibles, sin temor y sin vergüenza.

Parece poca cosa. Y es, sí, un derecho menor si se lo compara con otros. Pero por esa pavada, por algo tan poco importante como fumar porro, se podía, hasta hace no tanto, ir preso. (Digamos, al pasar, que todavía se puede pasar un mal rato por tener plantas o cogollos, porque ni la Policía ni la Justicia se acostumbran rápido a las nuevas legalidades). Hacia el final de la dictadura una punta de porro podía significar no sólo la cárcel, sino la exposición pública y el fin de la carrera de, por ejemplo, promisorios deportistas. Ir procesado por drogas incluía salir en el diario con foto y nombre completo, internación en la sala 11 del hospital Vilardebó, duchas frías, acoso y señalamientos de todo tipo. Las primeras décadas de democracia no cambiaron mucho ese panorama (salvo, quizá, por lo de las fotos en la prensa): razias, golpes, cárcel, asistencia psiquiátrica obligatoria y desprecio público eran los platos cantados del menú del pobre infeliz que tenía la desgracia de ser identificado como consumidor de drogas.

En estos días creció también el número de farmacias interesadas en el negocio, pero sigue habiendo quienes dicen que no venderían porro por nada del mundo. Un discurso moralizante disfrazado de preocupación sanitaria o de sensatez productiva sigue atravesando el asunto, por izquierda y por derecha. El temible sintagma “droga recreativa” cancela cualquier acercamiento, cualquier aproximación. Es perfectamente aceptable el consumo de suplementos vitamínicos, probióticos, antioxidantes, analgésicos y hasta psicofármacos, porque su función –cualquiera lo entiende– es colocarnos en condiciones óptimas de laboriosidad, maximizar nuestro rendimiento y evitarnos cualquier debilidad que nos saque del circuito –siempre encendido, siempre ansioso, siempre alerta– de la producción y el consumo. Hasta los niños pueden consumir postrecitos para derrotar la pereza y ponerse en marcha, activos, incesantes.

Por otro lado, el experimento uruguayo de legalización de la marihuana está lejos de ser un antojo revolucionario. Desde que en abril de 2008 nació la versión latinoamericana de la Comisión Global de Drogas y Democracia se viene hablando de las ventajas de cambiar las políticas de guerra al narcotráfico. Robarles el mercado a los narcotraficantes y dejar de tratar como criminales a los usuarios se perfila desde hace años como una política más eficaz y razonable para reducir la violencia causada por la producción y el tráfico ilícitos. Y es verdad que la concepción que sustenta la Ley 19.172 es de regulación y control, y no de reconocimiento de los derechos de cualquier ciudadano a hacer de su capa un sayo. Es a partir de esa concepción que hay que entender requisitos como el del registro previo o los límites tanto a la tenencia de plantas como a la compra de flores. También la ley que despenalizó el aborto es mucho más conservadora e infantilizante de lo que hubiera sido deseable. Pero hay diferencias enormes entre un aborto legal y uno clandestino.

Hay conquistas puntuales (concesiones, dirán algunos) que están lejos del apetito emancipador del pensamiento de izquierda. Pero que no nos parezcan poco. Falta mucho para que, por naturalizadas, dejen de ser importantes. Y mientras tanto, siguen siendo frágiles.

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