Este fin de año, entre ofertones, pirotecnia, brindis y buenos deseos transmitidos a todo el mundo por medios y redes sociales, tuvimos también ocasión de asistir al intercambio de amenazas en tono menos desafiante que canchero entre Kim Jong-un, el sonriente querido-líder norcoreano, y Donald Trump, el inefable hombre de negocios que vive en la Casa Blanca. No es nada nuevo, y supongo que cientos de especialistas en geopolítica estarán evaluando la probabilidad de que esas patoteadas se verifiquen en la realidad, pero lo que me interesa observar es la forma discursiva que tuvo el episodio: Kim Jong-un advierte que tiene “un botón nuclear” y que el territorio entero de Estados Unidos es alcanzable por su capacidad de fuego, y Trump le responde que él también tiene un botón nuclear, pero que el suyo “es mucho más grande y más poderoso” y que “sí funciona”.
Como no vivimos en una era afecta a las metáforas, no demoró en aparecer alguien que, con foto y todo, mostró el tamaño del botón rojo de Trump (de su oficina en la Casa Blanca) y explicó que sirve para llamar al servicio de camareros, y no para iniciar una guerra. La revelación de Pete Souza, fotógrafo personal del ex presidente Barack Obama, fue leída como una humillación a Trump: todo el mundo pudo ver su botón, su ridículo tamaño y su nula capacidad de fuego, y comprobar, una vez más, que el pelirrojo alardea de lo que no posee. Y aunque todos entendemos la carga simbólica del asunto, nos tranquiliza saber que la potencia bélica de Estados Unidos no está al alcance del dedo de su presidente. Nos reímos, y a otra cosa.
Pero, ay, la metáfora. A nadie le parece llamativo que la pelea entre dos potencias nucleares se exprese en términos de compadreo de machitos de esquina, y que sólo sea desactivada mediante la prueba física de la impotencia real del botón rojo de Trump. A nadie parecen importarle, ya, las metáforas. El mundo es un juego de literalidades, de botones concretos y testimonios verificables.
Lejos de todo ese pintoresco alboroto, Uruguay tuvo también sus momentos de mentiras magnificadas, en este caso a través de WhatsApp, esa maravillosa herramienta de mensajería que ya nos había dado casos como el de la muchacha drogada con un celular, el de la “mujer rubia y gordita, de campera azul y de vaqueros” que andaba secuestrando niños en una escuela y el del muchacho “de cutis blanco, pelo cortito y una dentadura muy linda” que, en un auto de alta gama, merodeaba también en busca de “gurisas y niños”. Todos casos semejantes al de la niña arrancada de los brazos de su madre a la salida de una policlínica y que también se viralizó en el cortísimo tiempo transcurrido hasta que se supo que la nena en cuestión nunca había salido del lugar y que había sido su propia madre -la misma que inventó el secuestro- la que la dejó allí y se fue.
Ahora pudimos oír la versión de que en Paysandú había “297 travestis trabajando, activos” y cobrando “los 25.000 pesos” del gobierno, algo que el Ministerio de Desarrollo Social no demoró en desmentir categóricamente. Sin embargo, en los dos audios que se hicieron públicos en la prensa la persona que habla se ocupa de dar detalles (nombres propios, calles, circunstancias concretas) que aportan verosimilitud al conjunto y lo vuelven creíble, sobre todo para quien anda con ganas de creer.
Obviamente, a todos estos episodios de verdadera histeria colectiva se le pueden atribuir intenciones concretas: estimular el miedo de la gente, aumentar la sensación de inseguridad o instalar sentimientos de odio y envidia hacia ciertos sectores a los que se hace ver como injustamente favorecidos. Incluso en algún caso se llegó a hablar de que se buscaba distraer a la Policía o medir su velocidad de respuesta. Y es claro que no hay razones para desestimar ninguna de esas hipótesis, pero me da la impresión de que están faltando otras lecturas del fenómeno, y eso impide relacionarlo con los hechos de violencia que también nos han golpeado de frente en estos últimos días.
Digamos que lo que las redes sociales han facilitado es, como ya se ha dicho incontables veces, que todos podamos transmitir nuestra vida en tiempo real. Que todos podamos mostrar lo que hacemos en todo momento, que podamos opinar sobre cualquier asunto y que nuestras irrupciones en el mundo de la hiperconectividad puedan ser multiplicadas de un modo hasta ahora impensable. Todos podemos gritar, y nuestro grito puede ser replicado por miles, por millones de dispositivos a lo largo y ancho del mundo. Claro que nada nos garantiza que seremos escuchados. De hecho, entre las noticias que circularon en estos días en que terminaba un año y empezaba otro supimos también de un señor que, jubilado de médico, dedica horas de su vida a escuchar a los demás, en forma gratuita, sentado en una silla playera en el parque de Villa Biarritz. No es poco lo que ofrece el señor: una escucha respetuosa y discreta en tiempos sobresaturados de ruido, de opinión y de escándalo.
Pero no todo han sido compadreadas en las redes sociales. La vida real, esa en la que los cuerpos son sólidos y pueden romperse, se ha visto atravesada por hechos de extrema violencia interpersonal. En San Carlos, Maldonado, con apenas días de diferencia, dos mujeres fueron asesinadas por sus ex esposos, que se suicidaron después de cometer los crímenes. Una tercera, también en San Carlos, está grave luego de haber sido agredida por su pareja, un hombre que sigue prófugo al momento en que se escribe este texto. Un dirigente sindical, Marcelo Silvera, de 41 años, fue asesinado de un tiro en el pecho frente a su esposa y su hijo de seis años por un carnero que poco antes se le había tirado encima en la ruta. Hoy, luego de una conferencia de prensa en la sede del Pit-Cnt, el presidente de la central, Fernando Pereira, habló de la necesidad de exigir justicia por la muerte del trabajador asesinado y de “contraatacar la lógica del insulto, del agravio y de la descalificación que se da contra los dirigentes sindicales”. Sobre las mujeres agredidas por sus parejas habló Andrea Tuana, de la Red de Violencia contra las Mujeres, en Subrayado: “No pensamos que haya algo especial en San Carlos que produzca esto, porque esto no es una enfermedad que se contagia: es una forma de relacionamiento que está en nuestra cultura y compartimos”. Se refería a que en esa localidad de Maldonado se reciben siete denuncias diarias de hechos de violencia doméstica o de género, algo que, explicó, no significa que los hombres de San Carlos son más violentos que otros, sino simplemente que allí hay condiciones para denunciar, mientras que en otros lados tal vez sea más difícil.
Tienen razón Pereira y Tuana: hay una lógica del insulto y la violencia, hay descalificación de los dirigentes sindicales (y de los políticos, y de los líderes de opinión), y hay una manera de relacionarse que está en nuestra cultura y que hace posible la violencia brutal, irreversible, contra el otro. Y hay formas específicas de la violencia que se ejercen sobre las mujeres, así como hay violencias específicas sobre los niños y niñas, sobre los ancianos o sobre cualquier persona en condiciones de vulnerabilidad o dependencia.
Lo que tal vez no se esté diciendo es que la violencia mayor a la que estamos sometidos es de otro tipo, y es difícil de ver. No es estridente ni escandalosa, no opera necesariamente en lo material, pero hace estragos en lo simbólico sobre individuos prácticamente incapaces de lidiar con lo simbólico. Digamos que lo que está operando es una lógica como la del botón rojo: yo tengo un botón rojo; yo tengo otro más grande y más potente; yo, en cambio, puedo mostrar que tu botón no sirve para nada. Una lógica de humillaciones en cadena que sólo puede terminar mal. Hace ya un buen tiempo que la antropóloga feminista Rita Segato viene observando que la violencia de género es menos un problema de hombres y mujeres que un problema de la “precariedad de la vida”. Imaginemos a ese hombre que debe, por fuerza, concebirse como potente, dominante, capaz, exitoso. Imaginemos la angustia de la insatisfacción, el horror al fracaso, el miedo a no dar la talla. Imaginemos la falta de teoría, la falta de discurso para esa carencia, la incapacidad de saber qué le está pasando y cómo resolverlo. Sumemos a ese cóctel la infantilización constante a que nos someten el mercado y el Estado, la vocación punitiva que surge de nuestros miedos, la pereza que nos da encarar lo complejo o enunciar lo distinto. Hay formas fáciles de zanjar este asunto en pocas palabras. Se puede decir patriarcado, capitalismo, sociedad de consumo o crisis civilizatoria; se puede hablar de lo mal que está la educación o despotricar por la corrupción de los líderes; se puede hacer lobby, conseguir fondos, llenar planillas y obtener datos; se puede hablar de políticas públicas y transformarlas en mensajes burocráticos llenos de frases hechas y sustantivos que declinan en x o en arroba. Pero si no hacemos algo con la impotencia y la angustia y si no admitimos que la felicidad para todos es imposible en estas circunstancias, no es muy sensato esperar que algo pueda cambiar para mejor.