Los fans de Carlos Alberto Indio Solari y/o de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota seguramente recordarán historias sobre cierto proyecto narrativo (El delito americano) tramado por Solari, cuya concepción se remontaba al pasado más mítico de la banda. No es este el lugar para hablar en extenso de la lírica solariana, pero sí para mencionar que el concebible valor, “digamos”, literario de sus letras fue siempre parte del abundante capital simbólico y del aura de los Redondos. Y eso, qué duda cabe, extrapolado no sólo a una novela o un libro vastísimo y postergado (y acaso, por tanto, trabajado minuciosamente) sino a un proyecto más general que se vuelve signo o cifra de una personalidad ética, estética e ideológica, acapara (como una estrella en formación) más y más materia, más y más capital simbólico, más brillo potencial.
Pasó, entonces, que Solari optó por avanzar un fragmento de ese proyecto. ¿Se acuerdan de Stéphane Mallarmé? Bueno, durante buena parte de su carrera el autor de Una tirada de dados soñó con un “libro total”, la “interpretación órfica de la Tierra”, que ofreciera el lugar hecho de palabras donde se tocaran el cielo y la tierra; a la vez, Mallarmé decía que su proyecto era irrealizable dada la duración de una vida humana, pero que no por ello debía ser tachado de imposible, y fue así que se propuso “ofrecer un fragmento” que “probase” que aquello podía hacerse.
Quizá el poema recién mencionado, el mayor fetiche literario de la poesía del siglo XX, sea ese fragmento, o quizá sea el despliegue de sus ruinas o la prueba de su imposibilidad. En cualquier caso, lo que me importa acá es que, en esa tradición hipermoderna de Mallarmé (de la que, por cierto, se hicieron eco con sus “novelas totales” tanto James Joyce como Marcel Proust y Robert Musil a principios de siglo XX, como Alasdair Gray, Thomas Pynchon y Roberto Bolaño a fines de ese siglo y principios del XXI, e incluso David Foster Wallace, Mark Danielewksi y el Alan Moore de Jerusalem), parece, de alguna manera, pertinente a la hora de pensar en un proyecto rebosante de hype y de aura, es decir, un proyecto, como el de Solari. El lugar del fragmento, entonces, que da testimonio de la realidad del proyecto, vendría a ser la reciente novela gráfica Escenas del delito americano, basada en el proyecto de Solari, con textos suyos, guion secuenciado por M Santellán y dibujos de Pablo Guillermo Serafín (quienes ganaron en 2012 el premio Ñ de Historieta por su obra “Reparador de sueños”).
Hay unas cuantas discusiones ociosas al respecto, que se pueden pasar por alto con apenas una mención. Está, por ejemplo, su condición un poco sui generis, que incorpora la dimensión secuenciada de la historieta más tradicional con bloques de texto que parecen tanto “ilustrados” como “complementados” por los bellísimos dibujos (en viñetas o en planchas completas) de Serafín; en ese sentido, su mínimo apoyo en diálogos y su condición claramente fragmentaria vuelven a Escenas... una novela gráfica, digamos, peculiar (y por ello más interesante) en el contexto de la narrativa gráfica reciente del Río de la Plata (tanto como esa autoría triple: el que concibe la trama y aporta su textura verbal, el que escribe el guion en tanto secuencia narrativa, el que dibuja).
Se habla ante todo de ciencia ficción, entonces, y en particular de William Burroughs, William Gibson y Philip K Dick, así como de Moebius, Enki Bilal y Tanino Liberatore en cuanto al cómic, Stalker y Apocalypse Now (ambas de 1979) en cuanto al cine, y la inevitable referencia a la tradición argentina a cargo de El eternauta (Germán Oesterheld y Francisco Solano López, 1957-1959) y Los siete locos (Roberto Arlt, 1929). Más que discutir la pertinencia de estas afinidades parece de interés señalar que sus marcas son efectivamente visibles: la naturaleza fragmentaria de los capítulos o secciones de El almuerzo desnudo (William Burroughs, 1959), su ruptura con la linealidad y con la posibilidad de disponer claramente una narrativa única (la proverbial “historia bien contada”) en favor de una apertura de relatos posibles y una estructura arborescente, por ejemplo, encuentra un eco clarísimo en Escenas del delito americano, que no en vano lleva el término “escenas” en el título.
Las conexiones entre el mundo o los mundos construidos en esta novela gráfica y la lírica y la épica ricoteras también saltan a la vista: desde las texturas de ciertos nombres (Semasendhi), la construcción de un mapa de términos que apuntalan el mundo ficcional (las mental grammar spheres, que pueden recordar aquello del hiperfútbol, por poner un ejemplo cualquiera) y sus coordenadas políticas, culturales y morales (pensemos en “Queso ruso”) hasta las más evidentes recurrencias de cierta sordidez, oscuridad, la cosmovisión beatnik y eso que cabe describir con el término “visceral” y que termina por acercarse a una suerte de neoexpresionismo ciberpunk, como si Solari retomase el hilo de aquella obra maestra de la década de 1990, Último bondi a Finisterre (1998), con su ciberpunk sudaca trash como eje de proliferación. Los juegos o coqueteos con lo autoficcional o lo automítico, por llamarlo de alguna manera, están también notoriamente presentes: el propio Solari presta su imagen (tanto la barbuda de los primeros momentos de su banda como la rasurada y equipada con lentes oscuros de los 90 en adelante) a dos concebibles lugares cronológicos de la trama y el que podría pensarse como su protagonista, del mismo modo que otras caras reconocibles para el fan de la banda parecen asomar aquí y allá.
Escenas del delito americano es visualmente hermoso y lo suficientemente intrigante desde su propuesta narrativa como para convocar múltiples lecturas. Del mismo modo que las letras de los Redondos, se presta gozoso al juego de la interpretación desbocada al mismo tiempo que produce un muro o distancia entre los productos de aquella y la última realidad o materialidad textual, ese goce del significante, eso que se dice, eso que se quiere leer, eso que se lee, eso que efectivamente quedó dicho. Y ese juego de invitaciones y rechazos logra seducir: la interpretación y los límites de la propia interpretación se articulan en una lógica de deseo y satisfacción, que se suma a la amplia propuesta conceptual y estética de esta fascinante novela gráfica.
Escenas del delito americano, de Indio Solari, con guion de M Santellán e ilustraciones de Pablo Guillermo Serafín. Buenos Aires, Sudamericana, 2017. 154 p.