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Qué ganas de castigar

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Ya no son recuperables. Han perdido la noción de humanidad, si es que alguna vez la tuvieron. No tienen respeto alguno por el otro. Parece que despreciaran lo social, la vida en comunidad. Pasan criticando e insultando a quien no sea de su bando, vociferando en cada oportunidad que todo está cada vez peor. Hacen declaraciones y avisos publicitarios de campaña para asustar a la gente, para no perder su sitial de poder. Se mandan unas atrocidades que dejan tremendos agujeros y dejan en la ruina a un montón de gente, sacándole la posibilidad de una salud, alimentación y educación básicas. Y después buscan taparlo de todas las formas posibles para no manchar su imagen. Para peor, es claro que no sienten remordimiento ni culpa. Y ni bien tienen la posibilidad de volar a una isla y vivir en el lujo, lo hacen.

Es que nacieron en un contexto en el que no es fácil tener otra perspectiva. Aunque otros en su misma situación pudieron zafar y dedicarse a compartir los recursos en un colectivo horizontal, armónico, integrador, ellos no pudieron, no lo lograron. Tal vez porque no tuvieron a nadie que los apoyara y los ayudara a respetarse a sí mismos y así respetar a los demás.

En algunos casos, su familia ya estaba en el oficio y siguieron la vocación de sus padres o abuelos. En otros, concurrieron a escuelas y universidades donde se les inculcó el pasar por arriba del otro como acción vital, el aplastarlo, la importancia de ser el mejor, el vencer para ser exitosos, para ser “alguien”. No tuvieron otra chance, y si la tuvieron, no la vieron.

Con lo lindas que son las armas

Un día los científicos no avisaron que se venía un meteorito hacia la Tierra, y, sin tiempo para reaccionar, lo vimos caer justo en el edificio del Cuartel General de las Fuerzas Armadas. Fue así que, para alivio de muchos, salieron los milicos a la calle.

Salían como quien abre una canilla después de limpiar el tanque, como bichitos bolita de un tronco que se da vuelta, como ejecutivos de una conferencia donde hay que entregar la sala en hora. Y de un día para otro nos empezamos a encontrar milicos por todos lados. A lo largo de toda la rambla, en el bondi, en el baño. Barriendo la vereda, comentándote una película en la cola del cine, diciendo el tiempo en el informativo, trayéndote al nene de la piyamada. Corregían libretas en la adscripción, atendían el teléfono en las whiskerías.

Los niños empezaron a jugar a ser milicos y a hablar como milicos. Y guardaban un arma debajo de la almohada por si venía otro niño a robarles el arma que tenían en el baúl. Mi novia me despertaba a los gritos: “¡A levantaaaarse!, ¡vamos, un-dos!”, y me quería obligar a hacer el amor en la ducha fría. Yo empecé a sentir que la espalda se me erguía y la cara se me iba endureciendo, y gané desconfianza ante cualquier movimiento extraño a mi alrededor.

Mi jefe me exigió cortarme el pelo, y si no le presentaba adecuadamente el informe semanal me hacía correr tres vueltas a la manzana, sin remera, en pleno invierno. Un sábado nos juntó a todos sus empleados y nos dijo: “Hay que defender a la empresa por sobre todas las cosas, ¡por la empresa!”. Así que nos preparamos para invadir la casa central de la competencia. Diseñamos un plan de abordaje. El secretario de Recursos Humanos se internó por la ventana del fondo. El enemigo logró hacerse de nuestro community mananger rápidamente; fue nuestra primera baja. Pero remontamos con una estrategia fulminante y logramos ganar la batalla. Así es que fuimos líderes del mercado durante una semana. Hasta que se publicó una encuesta en que la gran mayoría de la población decía que seguía sintiendo miedo. No era falta de milicos, parece. Si habrá que cuidarse de los meteoritos.

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