En 2011, Gerardo Caetano publicó La república batllista, un examen del clima intelectual en el que surgieron y se plasmaron en acción de gobierno las ideas de José Batlle y Ordóñez. Diez años después, acaba de aparecer El liberalismo conservador, un libro que, en cierto modo, complementa a su predecesor, al poner el foco en los movimientos que se opusieron a los avances impulsados por Batlle.
En tiempos pandémicos, las palabras de Robert Lisbet que Caetano eligió para uno de los acápites de su obra cobran renovada relevancia en Uruguay: “No hay ningún principio más fundamental en la filosofía conservadora que el de la incompatibilidad inherente y absoluta entre libertad e igualdad”. Sobre este flamante estudio, conversamos con el historiador y politólogo.
El título del libro puede ser leído como una caracterización de cierto tipo de liberalismo (opuesto a un posible “liberalismo progresista”) o puede entenderse como una alianza entre liberales y conservadores. Creo que, leyendo el libro, aparecen ambas ideas. ¿Lo ves así?
Es correcta tu lectura. Lo primero que hay que recordar es que así como hay muchas concepciones sobre la libertad, el liberalismo (que es sólo una de esas concepciones) tampoco es único, tiene muchas variantes. En la época estudiada, en tanto ideología predominante en la construcción de la modernidad política en Occidente en los siglos XVIII y XIX, el liberalismo pareció absorberlo todo. Entre otras cosas borró buena parte de la tradición republicana y resignificó la idea de republicanismo únicamente como régimen alternativo a la monarquía, cuando antes el concepto proyectaba todo un ethos, una axiología y una visión de la comunidad política muy diferentes al liberalismo. Sin embargo, esa victoria liberal que se consolidó en el siglo XX hizo que todos parecieran estar disputándose en el 900 la propiedad del “verdadero liberalismo”. De allí que muchas veces, a lo que era en verdad “republicanismo” se le llamara “liberalismo progresista”. Pero era más que eso; creo, con otros muchos autores en Iberoamérica, que corresponde la distinción. Pero en puridad es cierto que siempre hubo distintos liberalismos. En ese sentido, en la época estudiada pueden advertirse muchas adjetivaciones sobre este concepto vuelto fundamental: “liberalismo conservador” y “liberalismo progresista” fueron las más usuales, pero también hubo otras como “liberalismo izquierdista”, que reivindicaban a menudo quienes adherían a las ideas “georgistas” en relación a la política impositiva sobre la tierra (Wilfredo Solá, entre otros). En el primer capítulo propongo de manera muy básica “algunas ideas para repensar la libertad”, lo que ayuda a explicar la lucha de ideas del 900 pero también contribuye a entender coyunturas contemporáneas. La fusión de las ideas “liberales” y “conservadoras” se dio fundamentalmente a través de algunas convergencias de época: el rechazo total al “canon revolucionario” de la Revolución francesa, a todo enfoque “igualitarista”, el recelo frente al Estado, la defensa irrestricta de la propiedad privada y del mercado, incluso la incompatibilidad entre libertad e igualdad.
La alianza entre liberales y conservadores se construyó para pelear contra los avances del batllismo. ¿Es realmente Batlle y Ordóñez el que logra aglutinar a las facciones conservadoras? Cuando hablamos sobre La república batllista me decías que Batlle y Ordóñez llegó a su segunda presidencia “con un radicalismo impresionante”: “No llega para negociar, para hacer la plancha o administrar, llega para transformar el país".
Fue así. El enfrentamiento frontal al batllismo fue la argamasa fundamental para esa alianza liberal conservadora en el Uruguay del 900. El batllismo fue ese “otro” al que enfrentar “a muerte”. Los epítetos fueron categóricos: Herrera lo calificaba como “el jacobinismo uruguayo”, Carlos Reyles lo definió como “socialismo de mandarines”, Pedro Manini quiebra con Batlle en 1913 utilizando la pregunta “¿somos socialistas o somos colorados?”, Washington Beltrán en 1918 habla de que el Uruguay se ha convertido en un “cuartel pintado de socialismo”, José Irureta Goyena lo define como “inquietismo”, advirtiendo que para él este “era peor que el socialismo”. También los embajadores europeos radicados en Montevideo hablaban de un “dictador extremista”, “anarquizante”, promotor del “socialismo de Estado”. Y podríamos seguir mucho más. En efecto, Batlle desató el “terror conservador” por la fuerza de su convicción transformadora y por su idea sobre la necesidad de “avanzar”. Cabe advertir también que llegó a la tentación hegemonista de querer transformar las condiciones del pueblo incluso contra la voluntad popular. De allí, por ejemplo, la manipulación electoral, ampliamente probada y documentada en el libro. Pero finalmente, también él tuvo que pactar, negociar, aunque muchas de sus reformas ya habían matrizado al Uruguay. El freno a las reformas batllistas tuvo también una dimensión democratizadora. Por cierto que Batlle no fue el “creador de su época”, nadie lo puede ser en solitario, aunque su fuerza transformadora y su coraje reformador todavía hoy impresionan. En 1913, con la tragedia de la muerte de su hija en enero, con la pérdida de la mayoría del Senado en marzo y con el impacto de una fuerte crisis económica y financiera, su respuesta fue radicalizar las reformas.
¿Podríamos decir, entonces, que este libro es una continuación de La república batllista pero desde “el otro lado”?
Así es. Luego de haber descripto en términos generales a la “familia republicana” representada –aunque no de manera excluyente– por el batllismo, tocaba ahora el turno a explorar las “genealogías” de sus oponentes ideológicos, los líderes políticos, empresariales y hasta intelectuales del “liberalismo conservador”. Ese es el foco principal de este libro.
Es notable que gran parte de los primeros opositores fuertes a Batlle (José Enrique Rodó, Reyles y su Federación Rural, Pedro Manini Ríos) sean también colorados.
Luego del “colectivismo” y de la transición de Lindolfo Cuestas, el liderazgo del Partido Colorado estaba en disputa. Estaba en plena ebullición de ideas y generaciones, tampoco faltaban las ambiciones. El triunfo de Batlle y su confirmación con su segunda presidencia (1911-1915) encontraron mucha oposición en filas coloradas. Batllismo y coloradismo entraron en tensión. No fue casual que todas las escisiones del batllismo apelaran a la tradición colorada: los riveristas de Manini en 1913, los radicales de Viera en 1919, los sosistas en 1926. Incluso el ejército, cuyos jefes eran en su gran mayoría colorados pero antibatllistas, marcó esa distancia. Si bien el batllismo había nacido en la “cuna de oro” del Partido del Estado, la profundidad de las reformas batllistas generó temor en muchos dirigentes partidarios. Debe decirse también que el liderazgo de “Don Pepe” era especialmente férreo, a menudo hasta intolerante.
¿El “alto de Viera” (también colorado) es la primera victoria política significativa del liberalismo conservador?
La primera victoria de la convergencia de los antibatllistas se dio en el campo electoral: las elecciones del 30 de julio de 1916 para elegir constituyentes confrontaron a colegialistas y anticolegialistas, pero fue también un “plebiscito” sobre las reformas. Fue la primera elección con “voto secreto” y ciertas garantías electorales. Y en ellas perdió el gobierno, el oficialismo batllista. En la “revancha” del 14 de enero de 1917, ya sin esas garantías electorales y con el retorno de la manipulación electoral del voto público, ampliamente documentada en el libro, el oficialismo volvió a ganar “por goleada”. En esa oportunidad, en Montevideo, Canelones, Salto, Cerro Largo, Flores y Rocha, nacionalistas, riveristas, la Unión Cívica y hasta candidatos nombrados por la flamante Federación Rural, creada en diciembre de 1915, se unieron bajo un mismo lema. En Montevideo, surgió de ese modo la llamada Coalición Popular, a la que los batllistas llamaron “contubernio”. El entonces presidente Feliciano Viera, ya en agosto de 1916, propuso su famoso “Alto” en plena Convención colorada, lo que significaba un cambio en las políticas públicas. Estaba iniciándose una nueva escisión dentro del batllismo. Nacionalistas y riveristas, junto al frente empresarial movilizado, aunque con matices, convergían básicamente en posturas liberal-conservadoras. Los vieristas eran más moderados. La “política del Alto” fue un “freno” pero no un retroceso. Además habilitó en el campo político institucional la necesidad de acuerdos, los que precisamente viabilizaron la nueva Constitución de 1919 y las leyes electorales de 1924 y 1925.
La figura en la que coagulan todos estos conservadurismos liberales es Luis Alberto de Herrera. ¿Cuál es la operación que lo vuelve tan “exitoso”, en estos términos?
Lo que llamo en el libro el “primer herrerismo” combina de manera emblemática el “liberalismo conservador”, realismo en materia internacional y un ruralismo militante, asociado con lo que el propio Herrera llamaba “la alianza de los estancieros”. Es la articulación de tres libros doctrinarios fundamentales en la trayectoria de Herrera: La Revolución francesa y Sudamérica (1910), El Uruguay internacional (1912) y La encuesta rural (1920). Allí ya estaban las ideas clave de su propuesta ideológica inicial que básicamente perduraría, aunque el líder nacionalista con el tiempo se volvió más pragmático y moderado, más sabio, en suma, aunque no cambiara sus ideas matrices. Con Burke y Taine (a quien llamó “el príncipe de los historiadores”) como principales referentes intelectuales, con la visión de “la estancia” como “escudo de civilización” que había que defender de las “verbas socializantes” y las “demencias ácratas” que veía representadas fundamentalmente en el batllismo, el herrerismo se volvió el paradigma del “liberalismo conservador”. El propio Herrera define sus ideas de manera prístina, como un auténtico intelectual que también era. De todos modos, desde esas visiones originarias, a su modo también quiso atender los problemas sociales de los obreros y del “rancherío”, a través de proyectos en materia de regulación laboral, propuestas sustentadas en ciertas visiones del mutualismo y aun del cooperativismo, por cierto muy distintas a las que defendían batllistas y socialistas. Se enorgullecía y ostentaba su origen patricio y el pertenecer “a las clases conservadoras”, pero su militancia y su liderazgo en el Partido Nacional lo hizo también “hijo de multitud”.
Pasás revista de intelectuales y políticos antibatllistas, pero resulta realmente novedosa la inclusión de “empresistas” como Luis Caviglia y José Irureta Goyena, y también la de grupos militares.
Los líderes empresariales de todos los sectores, en especial los estancieros, se sintieron muy amenazados por las reformas batllistas. En la primera dirigencia de la Federación Rural estaban José Irureta Goyena como presidente, Pedro Manini Ríos como primer vicepresidente y Luis Alberto de Herrera como segundo vicepresidente. La entente no podía ser más elocuente. Pero si la Federación Rural nació en diciembre de 1915 con un fuerte sesgo antibatllista, las otras cámaras empresariales se coaligaron también en ese rumbo, al modo de grupos de presión modernos. En ese marco, entre los liderazgos empresariales había “moderados” como Caviglia (que se haría vierista y que buscaba morigerar los impulsos reformistas desde adentro) y radicales como Irureta Goyena (que defendió visiones “ultras” en términos políticos e ideológicos). Mientras tanto, en el ejército colorado también anidaba mucho antibatllismo. En el libro se estudia en profundidad los pormenores, muy reveladores, del llamado “complot Dubra” de 1914, las sinuosas relaciones entre partidos y militares, así como las discusiones especialmente interesantes sobre el “servicio militar obligatorio”. Son claves insoslayables para entender la oposición antibatllista, que pude estudiar desde archivos realmente extraordinarios como los de Batlle, Herrera, Williman, Areco y hasta en parte el de la propia masonería. Allí se observa una red fascinante y compleja.
La república batllista estaba organizada en torno al debate entre republicanismo y liberalismo. Ahora esos conceptos ganan definición: hablás de “republicanismo solidarista” y “liberalismo conservador”. ¿Cómo se dio ese avance en tu visión?
En verdad este eje interpretativo ya estaba en La república batllista. En ese tomo se exploró en particular la familia republicana. Cabe señalar que el adjetivo “solidarista” es de época, era la traducción novecentista del principio de “fraternidad” de la Revolución francesa, que los liberales conservadores rechazaban. Eso no quiere decir que la “solidaridad” como valor general fuera monopolio de los “republicanos”. Los liberales conservadores preferían, incluso aquellos que eran ateos o agnósticos, referir a la “moral católica” y a la “caridad”, en lo posible sin la participación del Estado. La renuencia permanente frente al Estado social era acompañada con el reclamo de “no más impuestos”, que a menudo aparecía de manera textual en los programas y manifiestos antibatllistas.
El subtítulo es “Una genealogía”. ¿En qué medida la coalición que gobierna hoy es “hija” de la alianza entre liberales y conservadores que se reunió contra Batlle?
Siempre advierto contra el anacronismo. Es un país y un mundo muy distinto al de hoy, radicado un siglo atrás. Pero además de las familias, las inspiraciones y muchas de las ideas en debate de hoy provienen o tienen sus genealogías en el 900. Aunque se lo niegue, hoy también hay fuertes debates ideológicos, muchas veces opacados. El análisis crítico y documentado de los debates del 900, con la perspectiva debida y sin anacronismos, por cierto que resulta un espejo interpelante para tratar de entender en profundidad ciertos procesos del presente.
El liberalismo conservador. Banda Oriental, 2021.