Hoy es 27 de setiembre. Faltan 30 días para las elecciones nacionales.
En cada campaña electoral aparece, tarde o temprano, la cuestión del voto en el exterior. Quienes viven fuera de Uruguay reiteran su reclamo de que se les habilite el sufragio en sedes diplomáticas o por correo, sin exigirles un viaje. Dentro del país se repiten también los argumentos a favor y en contra de acceder a ese reclamo, que fue rechazado en más de una oportunidad.
Está bastante claro que buena parte de la oposición al voto desde el exterior tiene que ver con el temor de que favorezca mayoritariamente al Frente Amplio, pese a que no hay datos sobre las preferencias políticas de la vasta población residente fuera del país. En voz alta se suele manejar el argumento de que sería injusto permitirles elegir autoridades a personas que no se verán afectadas por sus decisiones, pero, en realidad, esta presunta injusticia se verifica sin el menor obstáculo.
Quienes pasan a residir en otro país no pierden el derecho a elegir quiénes gobiernan aquí. Ese derecho lo conservan, pero, para ejercerlo, tienen que presentarse en una de las mesas de votación instaladas dentro de las fronteras uruguayas. Después de poner un sobre en la urna se pueden ir y pasar cinco años sin contacto con Uruguay o interés en su situación. Si no vienen, es como si no tuvieran la ciudadanía, aunque vivan pendientes de su país y se relacionen cotidianamente con él, con los múltiples medios que aportan las tecnologías actuales.
Hay gente (no sabemos cuánta) cuya decisión de emigrar se ve acompañada por desinterés en la vida política de Uruguay, pero obviamente tal desinterés también existe en gente que vive aquí y vota si tiene ganas o no desea pagar una multa, sin que a nadie se le ocurra impedírselo. Y si a alguien se le ocurriera una idea tan antidemocrática, no habría forma de establecer en forma fidedigna el nivel de conciencia cívica de cada persona.
La variable determinante es la del traslado, que por supuesto implica un costo. Quienes viven en países más cercanos tienen, por lo general, mayores posibilidades de venir, y esto agrega un factor de desigualdad irracional.
Las circunstancias de este año ponen en evidencia lo antedicho. Lo habitual ha sido que la mayor cantidad de personas que llega a votar desde el exterior provenga de Argentina y en particular de Buenos Aires, donde reside históricamente una gran cantidad de compatriotas. Sin embargo, el llamado “voto Buquebus” ha venido decreciendo porque la colonia uruguaya politizada en el país vecino envejece.
Además, Argentina tuvo 52,9% de su población bajo la línea de pobreza en el primer semestre de este año, de modo que la situación no está para gastos extra, incluso con descuentos, salvo para una minoría que puede tener más o menos información y politización.
Quizá en un mundo ideal cada persona debería estar habilitada para votar en el país donde ha establecido su residencia, pero estamos muy lejos de alcanzar acuerdos internacionales en este sentido, y la realidad actual es que lo único que Uruguay le exige a su ciudadanía para ejercer el derecho al sufragio es que tenga dinero para venir. Es difícil fundamentar que tal exigencia tenga algo que ver con la democracia.
Hasta el lunes.