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Joker: risa, color, empatía, desigualdad y violencia. Una mirada desde la ciencia

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[Esta nota forma parte de las más leídas de 2019]

Ciencia en primera persona es un espacio abierto para que científicos y científicas reflexionen sobre el mundo y sus particularidades. Los esperamos en ciencia@ladiaria.com.uy.

La película Joker (2019), además de haber tenido un enorme éxito de público a nivel mundial, ha generado un interés inusual en ambientes académicos. En Uruguay se dieron recientemente dos instancias muy destacables en ese sentido: las ponencias “Joker o la fascinación del espejo oscuro. Una mirada desde la filosofía, la semiótica y la comunicación”, a cargo de Majo Borges, Pablo Staricco, Nicolás Tabárez, Javier Mazza, Facundo Ponce de León y Richard Danta (Universidad Católica, 31 de octubre) y “Odio, cólera e indignación. Un análisis sobre El Guasón”, a cargo del psicoanalista Jorge Bafico (Facultad de Psicología, 4 de noviembre). En ambas actividades la asistencia de público fue multitudinaria, con salones ocupados más allá de su capacidad y gran parte del público atendiendo de pie o incluso desde fuera de la sala. Esta película se destaca no sólo por sus muchas virtudes cinematográficas, sino también por generar una identificación y empatía inesperadas con un personaje que si protagonizara titulares de la crónica policial difícilmente podríamos aceptar. Aquí ofrezco algunas reflexiones desde la ciencia en torno a aspectos del personaje y especialmente de aquello que me parece muy oportuno rescatar de esta obra: la empatía y su relación con la desigualdad y la violencia.

Risa conflictiva

Un aspecto que define al personaje es su risa incontrolable. La risa parece una expresión típicamente humana; sin embargo, tiene correlatos similares en otros animales: los chimpancés ríen mostrando los dientes cuando conocen a alguien y forman nuevos vínculos sociales; los perros, ratas y pingüinos, cuando juegan, emiten sonidos cordiales parecidos a carcajadas. El neurocientífico Scott Weems, autor de Ja, la ciencia de cuándo reímos y por qué, escribe: “Según Freud, deseamos constantemente cosas como comida y sexo. Al mismo tiempo nuestras ansiedades nos impiden actuar según esos deseos, lo que conduce a un conflicto interior. El humor, al tratar con ligereza estos impulsos prohibidos, nos permite aliviar la tensión interior: en otras palabras, nos permite expresarnos de maneras anteriormente prohibidas. Por eso los chistes que triunfan tienen que ser al menos un poco provocadores. [...] Aunque hoy en día pocos científicos se toman en serio a Freud, casi todos reconocen que hay al menos algo de verdad en su teoría. Los chistes que no consiguen ni siquiera incomodarnos un poco no triunfan. Es el conflicto de querer reír, y al mismo tiempo no estar seguros de si deberíamos, lo que hace que los chistes sean satisfactorios”.

En el caso del personaje Arthur Fleck, su risa era incontrolable y seguramente producto de una lesión orgánica, cuyo síntoma se llama usualmente epilepsia gelástica (o también enuresis risosa, fou rire prodromique o risus sardonicus). Al decir de Weems: “La risa patológica nos dice mucho acerca del cerebro, porque nos muestra cómo el humor precisa la interacción de muchas partes diferentes. [...] La risa se relaciona con el humor al igual que un síntoma se relaciona con la enfermedad subyacente: es una manifestación externa de un conflicto interno. Aunque ese conflicto a menudo aparece en forma de chiste, no tiene por qué. Puede ser provocado por la tensión, la ansiedad o, en casos de risa patológica, por una actividad excesiva debida a una lesión nerviosa”. Esta característica puede darse acompañada de otros síntomas (falta de alegría, euforia, confusión de placer con dolor, reducción de la inteligencia o de la memoria), pero también puede aparecer sin ningún efecto adicional.

Otra forma de lidiar con la ansiedad y el conflicto es la violencia. Risa y agresión son dos respuestas diferentes a un conflicto interior. Cuando este Joker ríe no recurre a la violencia, y cuando recurre a la violencia no ríe. Como dice el etólogo y premio Nobel Konrad Lorenz: “Los perros que ladran a veces también muerden, pero los hombres que ríen nunca disparan”. Respecto de la risa incontrolada y sus causas, en este caso problemas sociales, existe el sorprendente reporte de una epidemia de risa que ocurrió en 1962 en Kagera, una región de Tanzania (entonces llamada Tanganica). Un martes de enero de ese año, tres alumnas de un internado religioso femenino empezaron a reír en forma descontrolada. Esa risa pronto se extendió a las aulas más cercanas y casi un centenar de jóvenes estaban riendo en forma incontrolable. Si bien el personal docente no se vio afectado, la risa de las alumnas continuó por un mes y medio. La escuela se vio obligada a cerrar. Al estar las alumnas en sus casas la epidemia terminó, pero cuando la escuela abrió nuevamente, más de un tercio de las alumnas volvieron a reír igual que antes y la escuela volvió a cerrar. La epidemia se extendió al resto de la población, llegó a provocar el cierre de 14 escuelas y se estima que más de 1.000 personas se vieron afectadas. Finalmente, un año y medio después, la risa se terminó y la epidemia se extinguió.

Respecto de las causas de dicha epidemia, que parece salida de una historieta de Batman y Joker, se ha especulado en algunos trabajos científicos. Ninguno encontró evidencia de la presencia en la región de sustancias tóxicas o agentes biológicos capaces de provocar los ataques. Las entrevistas mostraron que las niñas afectadas querían, con todas sus fuerzas, parar de reír. Todo parece indicar causas sociales. La principal interpretación es que experimentaron una histeria colectiva provocada por un importante cambio social. Un mes antes, en diciembre de 1961, el país se había independizado de Gran Bretaña y la escuela había abandonado la segregación racial, integrando a todas sus alumnas adolescentes, que en muchos casos estaban entrando en la pubertad. Era además una época de intensa sensibilidad cultural. Tal vez aún nos esté faltando una comprensión profunda de esta epidemia, pero agrega otros ingredientes a nuestro análisis: las desigualdades sociales y la ansiedad que generan.

Pobreza y desigualdad

En su libro Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva, la antrópologa física Kate Pickett y el economista especializado en epidemiología Richard Wilkinson analizan la relación de la desigualdad social y su impacto con muchos indicadores de salud pública y bienestar. La principal conclusión es que no es la riqueza de un país lo que explica un mayor nivel de salud y bienestar de su población, sino el nivel de equidad.

La pobreza en que viven Arthur Fleck y su madre en la ficticia, pero claramente estadounidense, Ciudad Gótica, está bastante lejos de la pobreza que conocemos en muchos países de Latinoamérica y en África. En el inicio de la película, Arthur no parece tener problemas importantes para alimentarse, vestirse o trasladarse al trabajo. Dispone de un apartamento con varias habitaciones, luz eléctrica (televisión, heladera, etcétera), agua corriente y saneamiento. Pero se encuentra en una sociedad muy desigual, que en el polo opuesto al suyo, en la escala de riqueza y prestigio, tiene a personas como el millonario y candidato a alcalde Thomas Wayne.

Por otro lado, la vulnerabilidad social de Arthur se evidencia en su falta de recursos para acceder a la medicación psiquiátrica que parece necesitar, a lo que se suma la pérdida de su trabajo y la finalización de los programas sociales de apoyo a casos como el suyo. Wilkinson y Pickett nos muestran, basados en datos estadísticos y un profundo análisis científico, que en una sociedad rica pero desigual, tanto el rico como el pobre sufren de ansiedad, depresión, soledad, drogadicción, desconfianza, violencia, problemas de salud y otros males que en estos tiempos electorales nos importan tanto (¿otra explicación del éxito del Joker de Todd Phillips en el Río de la Plata y más allá?).

Tiempos violentos

La violencia, expresada como homicidios, rapiñas, violaciones y ataques, aunque no se la experimente directamente, genera una sensación de inseguridad que afecta la libertad y la salud de las personas. Más allá de posturas políticas específicas al respecto, el impacto de la desigualdad sobre la violencia está ampliamente aceptado y reconocido entre los estudiosos del tema (ver por ejemplo, R. Wilkinson, Why is violence more common where inequality is greater? en Annals of the New York Academy of Science, 2004). Escriben al respecto Wilkinson y Pickett: “La asociación entre desigualdad y violencia es estrecha y sólida; esta asociación ha quedado demostrada en períodos de tiempo y entornos diferentes. Los recientes indicios de la estrecha correlación entre los altibajos en la desigualdad y la violencia prueban que si la primera disminuye, también lo hace la segunda. Y la importancia evolutiva de la vergüenza y la humillación proporciona una explicación plausible de por qué las sociedades más desiguales padecen mayores índices de violencia”.

Sobre las mencionadas bases evolutivas de la agresión y la violencia entre individuos de una misma especie también se ha investigado. Un libro fundamental y especialmente sugerente es Sobre la agresión. El pretendido mal, del ya mencionado Konrad Lorenz. Allí propone que la agresión entre individuos de una misma especie es algo beneficioso desde el punto de vista evolutivo, al permitir una distribución regular de los individuos dentro de un mismo territorio y favorecer el aprovechamiento de los recursos en una región. Pero la agresión también logra que, mediante la competencia entre machos, se seleccionen los mejores para engendrar a la próxima generación. En este sentido es que la agresión es vista por Lorenz como un “pretendido mal”, ya que en realidad se trataría de un instinto indispensable para la conservación de una especie.

Pero si esta agresión llevara reiteradamente a lesiones graves o a la muerte de los individuos, las desventajas serían mayores que las ventajas. De este modo, en muchas especies se han desarrollado señales y rituales que permiten que el conflicto se dirima, la mayor parte de las veces, sin llegar a dañar al rival. En el caso de animales que poseen armas naturales mortales, como los colmillos y garras de los depredadores, el riesgo es mayor, por tanto se hace necesaria la inmediata inhibición de las conductas agresivas cuando un rival muestra signos de sumisión. A modo de ejemplo dice Lorenz: “Tal es el caso en el perro: a menudo he visto al vencedor, cuando el vencido tomaba súbitamente la actitud de sumisión y le presentaba el cuello sin defensa, hacer los movimientos de zarandear a muerte ‘en el vacío’, o sea, apresar por el cuello al moralmente vencido, pero con la boca cerrada y sin morder”. Estas inhibiciones suelen ser tan fuertes, en algunos animales carnívoros, que prácticamente podemos decir que sufren un bloqueo que les impide morder a su rival vencido. Pero ¿qué pasa en el caso humano?

Nuestras armas, creadas tecnológicamente en tiempos recientes, pueden resultar desconocidas y demasiado mortales para nuestros instintos ancestrales. Esto puede hacer que aquel instinto agresivo necesario en otra etapa de nuestra evolución pueda ser una carga demasiado pesada para la humanidad actual. Al decir de Lorenz: “Si uno pudiera ver sin prejuicios al hombre contemporáneo, en una mano la bomba de hidrógeno y en el corazón el instinto de agresión heredado de sus antepasados, los antropoides… no le auguraría larga vida”. Y precisamente en la película Joker hay un momento crucial para el desarrollo de la tragedia. Un compañero de trabajo le da a Arthur Fleck un revólver con varias balas dentro de una bolsita de papel marrón, argumentando que le podría ser útil para defenderse de posibles agresiones. Nuestro bagaje instintivo como especie no nos ha preparado para manejar eso: “Las profundas capas emocionales de nuestro ser, sencillamente, ya no registran el hecho de que apretar el gatillo significa destrozar con el tiro las entrañas de otro individuo. Ningún hombre mentalmente normal iría jamás a cazar conejos si hubiera de matarlos con los dientes y las uñas, o sea sintiendo plenamente, emocionalmente, lo que hace”, argumenta Lorenz.

Un interesante mecanismo para encarrilar la agresión por vías inofensivas es la desviación o reorientación del ataque, un mecanismo muy corriente en la naturaleza. Un notable ejemplo de esto se da en una escena de Joker. Luego de que un grupo de jóvenes le quita a Arthur un cartel publicitario y lo usa para propinarle una paliza, su jefe lo intima a pagar el costo del cartel. Entonces se produce uno de los mejores momentos interpretativos de Joaquin Phoenix. En respuesta a la ansiedad que le provoca la situación, su rostro se divide entre las dos posibles respuestas, risa o agresión: su boca empieza a dibujar una sonrisa cada vez más amplia, mientras su mirada transmite una ira intensa. En la siguiente escena se muestra una típica acción de desviación de la agresión: Arthur, en un callejón, patea con desesperación unas bolsas de basura en vez de emprenderla contra su jefe. Pero la personalidad de Arthur Fleck, capaz de lidiar razonablemente bien con su agresividad, terminará dando paso a Joker. Un elemento central de esa transformación es el uso de colores intensos.

Color, agresividad y humillación

Lorenz inicia su libro haciendo una constatación de la extrema agresividad de algunos peces de arrecife contra sus congéneres: “Si hacemos un examen de los intolerantes y los más o menos tolerantes, se patentiza al punto la relación entre coloración y agresividad”. Los peces más coloridos suelen ser los más agresivos; incluso dentro de una misma especie, las hembras y los machos jóvenes, menos agresivos, son menos coloridos. En el mundo natural, la forma usual de señalar el estatus social de un individuo no es el dinero o la capacidad de consumo. Allí, entre otras cosas, se suele recurrir al color (en ocasiones acompañado de movimientos especiales parecidos al baile, como hacen muchas aves). Esto genera una asociación inmediata con el proceso de transformación de Joker.

El psiquiatra de la Facultad de Medicina de Harvard, James Gilligan, escribió dos libros titulados Violence: Our deadly epidemic and its causes, y Preventing violence. En ellos escribe: “Los actos violentos son intentos de alejar o eliminar el sentimiento de vergüenza y humillación –un sentimiento que es doloroso y puede llegar a resultar intolerable– y remplazarlo por su opuesto, el sentimiento de orgullo”. Gilligan incluso llega a afirmar que nunca ha visto un “acto de violencia serio que no se desencadenara por la sensación de haber sido ultrajado y humillado [...] que no representara un intento por recuperar ‘la honra perdida’”.

El proceso de Joker en la película muestra su intento de construir un orgullo personal a través del color, el baile y la violencia. De algún modo, en una sociedad que no le ha permitido destacar por los caminos usuales, Joker recorre uno más propio del mundo natural. Debemos reconocer que el libro de Lorenz mencionado puede estar desactualizado, por varias décadas, en muchos detalles, y que además los peces y sus colores no están demasiado cerca de los humanos en la historia evolutiva. Pero existen trabajos más recientes que muestran que las ideas de Lorenz sobre la relación entre color y agresividad se pueden aplicar también a nosotros, los primates.

En una serie de monos, entre ellos los mandriles, la intensidad de sus colores es un indicador del rango social que ocupa un macho, y tiene un fuerte impacto en las actitudes agresivas de unos hacia otros. Normalmente aquellos machos más coloreados tienen más actitudes agresivas entre ellos que con otros menos coloreados. En un experimento reportado en 2001 por Melissa Gerald, de la Universidad de California, en la revista Animal Behaviour, se coloreó artificialmente la zona genital de los cercopitecos verdes y se pudo ver que el patrón de agresividad entre machos se veía alterado. Aquellos que fueron maquillados se tornaron más agresivos y a su vez recibieron más agresiones por parte de machos con color intenso natural. Esto tiene una interesante analogía en la película Joker: al estar vestido como payaso recibe brutales agresiones injustificadas, primero por parte de un grupo de jóvenes (a los cuales Arthur no guarda rencor e incluso comprende) y luego de un grupo de ejecutivos al viajar en el metro (quienes desencadenan su primera acción de violencia extrema). Destacar por color puede ser riesgoso en el arrecife de coral, en el mundo de los cercopitecos y también en Gotham City.

Más sugerente aun es lo que ocurre entre los mandriles, de acuerdo a un estudio publicado en 2005 por Joanna Setchell y Jean Wickings en la revista Ethology. Los mandriles presentan una coloración en el rostro que coincide con los colores del maquillaje de Joker: blanco, azul y rojo. Además, en otras zonas de su cuerpo presentan zonas de coloración roja. La intensidad de esta coloración también está relacionada con la agresividad, y resulta ser un indicador de estatus y dominancia dentro del grupo. El efecto de estos colores, en particular el rojo, está bastante generalizado entre los primates, grupo al que los humanos pertenecemos. La actitud final de Joker de utilizar esos colores tanto en su maquillaje como en el vestuario, junto a movimientos de baile y un comportamiento más seguro y crecientemente violento, resulta algo profundamente simbólico. De algún modo, Arthur recurre a elementos más básicos de nuestra herencia evolutiva, como vertebrados y como primates, para afirmar una dominancia que los códigos de su sociedad le han negado.

Empatía y comprensión

Los primates también nos caracterizamos por la empatía. Como dice en su libro Primates y filósofos el experto en conducta de primates Frans de Waal: “La prueba más atractiva de la fuerza de la empatía en los monos la encontramos en [...] que los monos rhesus se niegan a tirar de una cadena que les trae comida si con ello causan una descarga a un compañero. Un mono dejó de tirar durante cinco días y otro durante 12 después de ver que uno de sus compañeros sufría una descarga. Estos monos estaban, literalmente, muriéndose de hambre con tal de evitar hacerse daño mutuamente”.

En la película Joker se logra generar una gran empatía con un personaje que termina actuando de un modo que calificamos de criminal. En este sentido, hay dos tipos de comentarios que me han llamado la atención. Por un lado, quienes dicen que la violencia que más les conmovió de la película es aquella ejercida contra Arthur Fleck, a pesar de lo extremo de la violencia ejercida por el propio Arthur. Y por otro, quienes se sintieron profundamente incómodos al experimentar empatía por un personaje cuyas acciones les resultaron profundamente detestables, llegando incluso a enojarse con el director Todd Phillips por haber hecho eso posible. Probablemente muchos de los que vimos la película estemos en alguna zona intermedia entre esas dos sensaciones.

La gran paradoja es que un personaje extremadamente violento, uno de los villanos más arquetípicos de nuestra cultura popular, sea quien haya puesto en marcha de un modo tan perfecto los engranajes que nos evitan hacernos “daño mutuamente”, como decía De Waal. En esto debemos estar agradecidos a la película Joker. Esa empatía entre integrantes de una sociedad es otras de las cosas que se ven afectadas por la desigualdad. Es, además, un proceso deseable para avanzar en la comprensión hacia los otros, y un disparador para aprender sobre las causas y los caminos de la violencia y otros males.

La atención que ha generado esta película y la empatía que nos despierta pueden ser bien encaminadas y ayudarnos a mejorar nuestras sociedades. La empatía que produce Joker es una que intenta comprender. Y comprender siempre puede ser el primer paso para arreglar lo dañado. Como escribió Lorenz: “Tenemos buenas razones para pensar que la agresión dentro de la especie, en la situación cultural, histórica y tecnológica de la humanidad, es el más grave de todos los peligros. Pero son pocas nuestras perspectivas de hacerle frente si la aceptamos como algo metafísico e ineluctable, y tal vez sería mejor buscar el encadenamiento de sus causas naturales. Siempre que el ser humano ha conseguido domar los fenómenos de la naturaleza ha sido gracias al conocimiento de las causas que lo determinan”. Por otro lado, a nivel personal, el viaje de algo más de dos horas junto a Arthur (y Joker) a través de la soledad, el sufrimiento, la mala suerte, el desprecio, el fracaso, las agresiones, el maquillaje, el baile, los disparos, la ira y la empatía puede ser la oportunidad de hacer algo con nuestras sombras y nuestros errores.

Tal vez nuestra relación con Joker merezca el mismo destino que la de Ged, el protagonista de Un mago de Terramar, de Ursula K Le Guin, con su sombra: “En silencio, hombre y sombra se encontraron cara a cara y se detuvieron. En voz alta y clara, rompiendo aquel viejo silencio, Ged pronunció el nombre de la sombra, y en el mismo instante, habló la sombra, sin labios ni lengua, y dijo la misma palabra: Ged. Y las dos voces fueron una sola voz . Ged soltó la vara, extendió los brazos y abrazó a la sombra, a la negra mitad que reptaba hacia él. Luz y oscuridad se encontraron, se fusionaron, se unieron. [...] Dijo: –La herida ha sanado. Estoy entero. Soy libre. –Y bajó la cabeza, y escondió el rostro entre los brazos, y lloró como un niño”. Un abrazo con la sombra, con Arthur, con Joker, con nosotros mismos. Tal vez sólo se trate de eso.

Ernesto Blanco es divulgador científico, autor de los libros Los Beatles y la ciencia y Los Rolling Stones y la ciencia, es biomecánico y docente del Instituto de Física de la Facultad de Ciencias de la Universidad de la República.

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