Vivimos en una época que nos arrastra hacia el big data y nos obliga a pensar en servidores, data centers, conectividad e ingeniería de telecomunicaciones para preservar cantidades inmensas de bytes. Sin embargo, en este mundo digital sigue siendo todo un desafío preservar cantidades enormes de información contenidas en soportes materiales que no pueden ser convertidos en sucesiones de ceros y unos. Desde una biblioteca que preserva primeras ediciones a las colecciones científicas de los museos de historia natural, hay archivos que necesitan espacio y condiciones adecuadas no sólo para preservar su valor y luchar contra el voraz paso del tiempo, sino también para que puedan seguir siendo utilizados y contribuyan a producir conocimiento.
Cuando la historiadora de la ciencia y especialista en archivos científicos Lorraine Daston visitó Uruguay, uno de los temas sobre los que conversó con la diaria fue justamente el de que en cada conversión de formatos que se hace de un archivo, se pierde información. Y que en esta era digital hay archivos que no pueden ser suplantados por su versión digital. Hablamos de los herbarios, de cómo la clasificación pasó por distintas etapas y de que eso no hubiera sido posible si los ejemplares de las colecciones hubieran sido suplantados por versiones digitales. Cuando el investigador y docente de la Facultad de Agronomía y la Facultad de Ciencias Mauricio Bonifacino me escribió diciéndome que los herbarios de nuestro país estaban en peligro, no pude evitar pensar en la conversación con Daston.
El problema es mayor porque aún hoy, en pleno siglo XXI, los botánicos como Bonifacino y sus colegas siguen describiendo especies nuevas no sólo para nuestro país sino también para la ciencia. Es decir: no se trata sólo de que los herbarios deban ser preservador porque en ellos está el registro de nuestra biodiversidad, sino que además es gracias a los materiales que allí se guardan que los investigadores pueden comparar las muestras que traen del campo y comenzar sus estudios taxonómicos para poder afirmar que se está ante una nueva especie. Con esto en la cabeza, salgo disparado al encuentro con Bonifacino en la Facultad de Agronomía.
Entre diarias y pasillos
Cuando uno sube al primer piso del edificio Central de la Facultad de Agronomía y se dirige hacia el laboratorio de botánica es probable que se cruce con algunos armarios metálicos. Tras atravesar la puerta del laboratorio, lo primero que salta a la vista es que el espacio no sobra. Fardos de diarios y cartones se adueñan del lugar. Dentro de ellos, prensadas y secadas, hay muestras de plantas recolectadas en distintas partes de nuestro país. Algunas ya fueron identificadas, otras esperan pasar por el riguroso escrutinio de botánicas y botánicos.
Subiendo una escalera, en un entrepiso, está el escritorio de Bonifacino. Allí también, como si se tratara de un organismo invasor, los fardos de cartón, papel y plantas avanzaron y son el objeto dominante. El investigador me hace observar con atención una de esas pilas de papel y hierbas compactadas y sonríe: el diario que utilizan para secar las plantas es la diaria. “Cuando cambiaron de formato tuvimos que cambiar el formato de las nuevas hojas del herbario”, dice entre risas. Sin embargo, el motivo por el que estamos reunidos provoca más tristeza que alegría: salta a la vista que una de las dos colecciones botánicas más importantes del país debería estar en mejores condiciones.
“A veces, cuando se habla de una colección se piensa que es algo que no se toca, como si fuera una colección de sellos postales. Pero las colecciones de los museos de elementos relativos a la biodiversidad tienen un valor que va mucho más allá que eso”, comienza. “La percepción que tiene el ser humano de lo que lo rodea en la naturaleza, en este caso las plantas, no llega sólo de observar lo que hay en la naturaleza, sino también de observar muestras que se colectaron a lo largo de mucho tiempo”, agrega, y cuenta que muchas veces una especie nueva no se descubre en el campo sino analizando ejemplares que están en una colección.
Así como es difícil pretender conservar lo que no se conoce, Bonifacino se siente en la necesidad de dejar claro cómo un herbario, además de ser una archivo de biodiversidad, sirve para la investigación y la generación de conocimiento: “Al estudiar una planta no sólo utilizo el esfuerzo de colecta mío y de mi equipo, sino que me baso en el esfuerzo de colecta de otros investigadores a lo largo de décadas o a veces cientos de años. Mi percepción de qué es una entidad en la naturaleza mejora entonces sustancialmente, porque cuando salgo al campo puedo ver uno, tres o cuatro ejemplares, pero en una colección miro decenas o centenas de ejemplares colectados a lo largo de la historia y puedo entender mejor lo que está pasando”.
Bonifacino toma una de las numerosas hojas de la diaria que tiene en su escritorio prensadas con cartones. Me muestra unas hojas secas aún en su tallo junto con semillas y sus flores. En una etiqueta se consignan características de la planta, la localidad, la latitud y la longitud, quiénes la colectaron, cuándo, y un código de barras que permite acceder rápidamente a toda la información que hay sobre ella en una base de datos. Uno ya vio muchos herbarios –vengo de una generación en la que en el liceo había que hacer uno sí o sí– y sin embargo lo que tengo en frente es especial: se trata de un ejemplar tipo, es decir, el ejemplar con el que se describe una especie nueva para la ciencia. “Todavía estamos viendo qué nombre le vamos a poner” cuenta con una sonrisa que por primera vez, desde que comenzamos a hablar del herbario, le ilumina el rostro. Porque a pesar de lo ingrato del motivo de la nota, seguir descubriendo especies nuevas, tanto para el país como para la ciencia, es una actividad más estimulante que una taza de medio litro de café cargado y renegrido.
Planta nueva de herbario viejo
Uno supone que para tener la certeza de que lo que se tiene enfrente es una nueva especie de planta, el botánico debe fijarse en muchos otros ejemplares en colecciones, bases de datos y en bibliografía especializada. Para darme una idea, Bonifacino retoma la palabra. “Esta especie nueva es de Baccharis, el género de la carqueja, uno de los géneros de plantas más grandes que hay en el mundo. Tiene cerca de 500 especies que van desde Canadá hasta Tierra del Fuego. En Uruguay es el género con mayor número de especies de la flora nativa, con cerca de medio centenar”. El lector, y uno también, se va dando cuenta del trabajo que hay que hacer para asegurar con certeza de que la plantita que se tiene en sus manos se trata de una especie distinta a las que ya se conocen. Bonifacino continúa: “Primero tuvimos que determinar que no coincidía con ninguna de las 50 que se conocen en Uruguay. Pero si uno sube 200 kilómetros al norte de Artigas la diversidad explota, hay unas 200 especies de Baccharis en Brasil. Entonces hay que ver si la especie distinta no es una que vino del norte. Gracias al vínculo que tenemos, investigadores de Brasil nos ayudaron a ver que tampoco se trataba de una especie que ellos conocieran”.
Ante tanta diversidad cualquiera se sentiría abrumado. Pero el botánico experimentado tiene algunos ases bajo la manga. “Las comparaciones no las hacés a ciegas pensando en las 500 especies conocidas. Con las características que presenta la candidata a nueva especie, uno va acotando el margen de plantas a comparar. No tuvimos que mirar las 500 porque en base a la información que tenemos, realizamos una comparación más ajustada”. Tiene sentido: la taxonomía funciona como una linterna para guiarnos en la enmarañada y oscura caverna de la biodiversidad de manera que uno no ande a ciegas. Aún así, el trabajo no es menor.
“Estamos en una época donde todo es ultratecnológico. Vivimos en los tiempos del barcoding, ya hay aparatitos que muerden una hoja y te arrojan una secuencia genética que, al ser comparada con una base de datos, te da una identificación del ser vivo. Pero eso sólo es posible en base a un estudio inicial, que es este que estamos haciendo nosotros con esta especie nueva de carqueja”, señala el botánico. “En esta época en la que todo es tecnológico, en nuestro trabajo diario a veces tenemos que consultar referencias que van hasta 1753, cuando Linneo da el inicio a la nomenclatura de las plantas”, explica Bonifacino. Sobre este punto añade: “Muchas veces las herramientas que utilizamos y la aproximación metodológica para resolver cosas no difiere mucho de lo que se hacía en el siglo XIX. Tal vez somos un poco más estrictos, tal vez tengamos mejores lupas y el trabajo esté un poco más estandarizado, pero básicamente nuestra ciencia tiene sabores de la ciencia del siglo XIX, y eso a veces nos juega en contra cuando todo se concibe como tecnológico y extremadamente rápido”.
De hecho, incluso en caso de querer ir rápido, aún hoy nuestro país carece de un producto tecnológico básico para el conocimiento de sus plantas. “Uruguay no tiene una flora publicada, hay sólo aportes parciales”, dice Bonifacino extendiendo su brazo hasta un estante del que extrae un libro. “Esta es una flora parcial, porque abarca sólo a las leguminosas”, explica ante la ausencia de un libro en el que conste toda al flora del país, con su descripción, ilustraciones, sistematización, distribución geográfica, períodos de reproducción, suelos asociados y cualquier otro dato relevante para conocer lo que tenemos.
Por eso, dentro de su proyecto Flora 2030, Bonifacino quiere que, a 200 años de inicio de la vida del país, tengamos al menos un libro que recoja su biodiversidad de plantas. Para él se trata de un acto de soberanía. “En Uruguay tenemos poco más de 2.500 especies de plantas nativas. Como los distintos tipos de aproximaciones a una flora nativa estuvieron separados por años y no estaban dentro de un programa general, no ha habido una consistencia ni en la cantidad de información que se presenta ni en el formato”, afirma. “Para poder identificar una planta tenés que tener la misma información de todas las plantas. Eso te lo da la consistencia y tener un plan”.
Conservando las muestras
Entendido el papel de las colecciones botánicas, volvemos al estado de los herbarios. Bonifacino nos cuenta que antes las muestras se preservaban en un medio químico. Hasta 2003 en la Facultad de Agronomía se empleaba el bicloruro de mercurio, una sustancia altamente cancerígena, por lo que ahora emplean otros métodos de conservación. “Las muestras, luego de ser secadas en las prensas de cartón corrugado y papel, son descontaminadas (eliminado plagas que puedan haber venido de la naturaleza al momento de ser colectadas) mediante el uso del frío durante días, y quedan entonces en condiciones de entrar a una colección. Este método sustitutivo exige un monitoreo muy cuidadoso, que implica cada tanto colocar las plantas en el freezer y envasarlas en bolsas selladas, ya que, de lo contrario, los insectos se las comen”, señala. Claro que una colección requiere ciertas condiciones de humedad, aislamiento y temperatura. “No es el caso del herbario de la Facultad de Agronomía, una de las dos colecciones más grande del país”, dice, “lo que es evidente si se toma en cuenta que parte de esa colección está en los pasillos de la Facultad”.
“La idea de una colección es tener todos los ejemplares recolectados de una determinada especie en un determinado lugar, de manera de que cuando alguien necesita estudiarlos los puede recuperar rápidamente. En este momento, para poder lidiar con esta situación en la que no tenemos la infraestructura adecuada y en la que no queremos envenenar las plantas con el bicloruro de mercurio, lo que hacemos es colocar los paquetes en bolsas de nailon grueso, los sellamos, los descontaminamos y dejamos la bolsa en un depósito que tenemos abajo”, confiesa. El corolario de todo esto es evidente: “El tiempo que perdemos en ir a buscar la muestra, sacarla, abrir el sobre, estudiarla, volver a descontaminarla y volver a sellar el sobre es enorme. No es como debería trabajar la ciencia en pleno siglo XXI”, dispara. Por otro lado, señala que ya no tienen espacio para colocar más muestras. “Y no es que una vez que tenés cinco muestras de una especie ya estás hecho, porque uno va colectando en distintos lugares, va ampliando la distribución de la planta, va a encontrarla con hojas más grandes o más pequeñas, lo que amplía nuestro conocimiento sobre la diversidad de la especie”, explica.
El asunto es un poco más preocupante aun: “Ninguna de las colecciones botánicas que hay en Uruguay está en condiciones óptimas. En Agronomía tenemos cerca de 100.000 muestras. El Museo Nacional de Historia Natural tienen otras 100.000, el Jardín Botánico, unas 60.000, la Facultad de Química unas 10.000 y en la Facultad de Ciencias hay un herbario con alrededor de 5.000 muestras. Podemos decir que en todo el país tenemos unas 275.000 muestras”, calcula el investigador.
En un país pequeño como el nuestro, Bonifacino y su grupo sueñan con algo que suena lógico: tener todo centralizado en un único lugar que cumpla con las mejores condiciones de conservación y que sea de fácil acceso para todos quienes necesiten trabajar con las colecciones. Su sueño, además, es más rentable: “Lo que buscamos es racionalizar el uso de los recursos, centrando todo en un mismo lugar, lo que además les facilita la tarea a los investigadores. Es una situación win-win por donde la mires: se gasta menos y se puede trabajar mejor”, sintetiza.
Bonifacino y los suyos sueñan con un nuevo herbario que reúna, al menos por el momento, las colecciones botánicas de la Facultad de Agronomía y la del Jardín Botánico. Sin embargo, hay peros: “En este momento hay cierta incertidumbre sobre dónde estaría ese nuevo herbario. Hay un proyecto arquitectónico para hacer un nuevo edificio dentro del predio de la Facultad de Agronomía, pero luego surgió la propuesta de expandir la ubicación actual del que ya existe. Hacer algo fuera del edificio central duplica los costos, y hacerlo dentro implica desplazar a otros investigadores, aún usando estanterías compactables”. Ante este panorama complejo, el proyecto hoy está “en una zona gris de indecisión”.
Bonifacino dice que ya que se construye algo, habría que pensar en lo que se va a colectar en las próximas décadas. Hoy, colectando muestras hay cinco investigadores con cargo en la Universidad y una decena de estudiantes. “Somos unas 15 personas. Podríamos colectar más muestras de las que efectivamente colectamos, pero no lo hacemos porque no tenemos más espacio”, dice con una tristeza que uno comparte: colectar menos implica conocer menos. “Salir al campo es una inversión de tiempo y plata tan grande que no traer todo lo que ves en cada lugar es un desperdicio de recursos”, añade. “Estamos un poco de manos atadas en nuestra investigación por un tema infraestructural, y también estamos muy presionados por la academia, porque el trabajo que hacemos se ve como ciencia del siglo XIX. Y es cierto, tiene ribetes de ciencia del siglo XIX, pero por un lado es aún una metodología válida y por otro en Uruguay ese trabajo aún no está completo”, concluye.
¿Cuántas nuevas especies de plantas hay aún por descubrir en nuestro país? ¿Cuántos muestreos más son necesarios para dar con ellas? ¿Cuántas especies nuevas están depositadas en las colecciones científicas aguardando que alguien las clasifique? ¿Qué propiedades, proteínas o potencial biotecnológico pueden tener las nuevas especies e incluso aquellas que están en la colección y aún no han sido lo suficientemente investigadas? ¿Quién nos va a decir a dónde ir a buscar aquella especie que tenga una proteína que mañana o pasado sea potencialmente útil para acabar con alguna enfermedad o permitir un nuevo tipo de célula fotovoltaica? Los herbarios pueden ayudar a responder estas preguntas e incluso plantear mejores (uno es apenas un divulgador).
Según la lista de especies prioritarias para la conservación del Sistema Nacional de Áreas Protegidas elaborada por la Dirección Nacional de Medio Ambiente, hay 688 especies de plantas que Uruguay debe esforzarse por proteger porque están en peligro debido a distintas amenazas como la urbanización y el desarrollo turístico, la agricultura, la forestación, la colecta irresponsable o la acción de plantas exóticas invasoras, entre otros. Bonifacino comenta que el estudio para hacer esta lista de especies a proteger “se hizo en base a las colecciones”, lo que evidencia la importancia de nuestros herbarios para conocer, y por tanto, trazar estrategias de conservación de nuestra biodiversidad. “Yo creo que la colección botánica es un bien país, es algo que trasciende a la Facultad de Agronomía o a los botánicos de cualquier institución. Uno de los acervos importantes que tiene Uruguay, aparte de su gente, son los recursos naturales y la biodiversidad”, agrega el investigador.