Existe un mundo fuera de nosotros. Al menos eso es lo que nos dicen nuestros sentidos. Nuestro sistema nervioso ha evolucionado para poder capturar y analizar información que se nos presenta bajo la forma de luz, sonido, compuestos químicos, presión y temperatura. La información lumínica da lugar al sentido de la vista, la sonora al del oído, la química tanto al gusto como al olfato, mientras que la información sobre presión y temperatura la englobamos bajo el sentido del tacto.
Es justamente sobre ese último sentido en el que los investigadores David Julius y Ardem Patapoutian enfocaban su trabajo, el primero en la Universidad de California, en Estados Unidos, y el segundo en el Howard Hughes Medical Institut de California, también en el país norteamericano. Sus aportes desde hace décadas al campo de cómo percibimos información relacionada con la temperatura y la presión en la piel y otros órganos internos, desde el punto de vista molecular, les valieron ahora el premio Nobel compartido de Medicina, aun cuando en el mundo de la ciencia actual todos saben que esos descubrimientos implicaron el trabajo de un numeroso equipo de decenas de investigadoras e investigadores injustamente no reconocidos por esta premiación personalista que nada tiene que ver con la forma en que se hace investigación desde hace al menos unas décadas. En fin, la ciencia no escapa a la necesidad de caras y estrellas, en un trabajo que generalmente es colectivo y de bajo perfil. Veamos un poco en qué consiste el trabajo que ellos –¡y sus colegas!– realizaron.
¡Tan picante que quema!
¿A quién no le ha pasado comer una comida muy picante –por ejemplo, con jalapeños o chipotles mexicanos o con un buen ají catalán criollo– y sentir que la boca se prende fuego? Hay quienes quedan con el rostro enrojecido. Y no es infrecuente que tras la ingesta de picante, la frente se nos llene de sudor como si hubiéramos corrido 20 cuadras en una tarde de verano. David Julius sabía de esto y quiso ir más allá. Para ello se basó en el trabajo previo de investigadores e investigadoras que habían estudiado la capsaicina, compuesto que tienen los ajíes picantes y que provoca ese ardor en la boca tan particular y la sudoración. Si bien se conocían los efectos que causaban los picantes, ni el por qué ni el cómo estaban muy claros. Así que hacia allá fue.
A fines de los años 90, David Julius y sus colegas de la Universidad de California comenzaron a buscar el receptor de la capsaicina. Trabajando con roedores, dieron con esas células receptoras y con el gen que les confería esa capacidad de reaccionar ante el compuesto. Ese gen tenía instrucciones que afectaban a la membrana celular, estableciendo un canal iónico –algo así como una puerta de entrada y salida a la célula– no conocido anteriormente. Lo llamaron TRPV1 y vieron que ese canal se activaba ante temperaturas que se percibían como dolorosas, cercanas a los 40 °C. Para Julius –¡y sus colegas!– quedó claro que TRPV1 actuaba como un integrador de estímulos dolorosos de calor y de estímulos químicos. También vieron que este canal estaba activo en neuronas nociceptoras –que perciben el dolor– y no en otras. Por ello el tribunal que escogió a estos premiados sostiene que “el descubrimiento seminal de TRPV1 como canal de iones activado por calor y capsaicina en 1997 abrió el campo y representó un logro histórico en nuestra búsqueda para comprender la base molecular y neuronal de la detección térmica”.
Pero TRPV1 no sólo estaba relacionado con la percepción dolorosa de la temperatura. Trabajos posteriores establecieron que actuaba también en la percepción del calor en general, y otros investigadores encontraron otro canal, TRPM2, que podría oficiar de sensor de calor.
Por si esto no fuera suficiente, Julius –¡y sus colegas!– descubrió también un canal relacionado con la percepción del frío, ahora llamado TRPM8. El asunto es que no fueron los únicos en encontrarlo: el laboratorio de Ardem Patapoutian también lo encontró trabajando de forma independiente. Y entonces hacemos el puente para hablar del trabajo de Patapoutian y su equipo.
Mecánica celular
La identificación de receptores relacionados con la percepción mecánica en los mamíferos venía siendo esquiva. Las moscas Drosophilas y algunas bacterias, como la famosa Escherichia coli, ya nos habían revelado algunos secretos, pero los vertebrados no estaban tan abiertos. “Ardem Patapoutian, en Scripps Research, California, desarrolló un enfoque de detección novedoso para buscar ese receptor elusivo para la mecanopercepción en mamíferos”, dicen los miembros del comité del Nobel, olvidando una vez más a todo el equipo de gente que trabajó en tal empresa, aunque al menos menciona a su colega Bertrand Coste. Al igual que Julius, comenzaron identificando células sensibles a esa estimulación mecánica que podríamos llamar tacto y que percibe de cierta manera la presión. La encontraron y entonces fueron tras los posibles genes que le conferían esa sensibilidad que no estaba presente en otras células. Dieron con 72 posibles genes candidatos a afectar canales de membrana mediante proteínas. Así dieron con el gen FAM38A que expresaba la proteína PIEZO1. El nombre tiene su gracia: viene de piesi, en griego, “presión”. Luego encontraron otro canal mecanoperceptivo al que llamaron PIEZO2. Este último canal iónico sería el “principal transductor mecánico en los nervios somáticos y es necesario para nuestra percepción del tacto y la propiocepción”.
Sintamos más
“Las proteínas PIEZO representan una clase completamente nueva de canales mecanosensibles de vertebrados sin ningún parecido con las familias de canales iónicos previamente conocidas”, dicen los miembros del comité. Los canales TRP hacen lo suyo en la percepción del fío y el calor. De esta manera, sabemos más sobre cómo percibimos y traducimos la temperatura, el dolor, el tacto, la vibración y la propiopercepción. Los trabajos de Julius y Patapoutian –¡y sus equipos y decenas de colegas!– amplían las fronteras de nuestro conocimiento.
Los recientemente laureados por la fundación Nobel se suman al club de los que obtuvieron premios por hacer aportes al campo de cómo recibimos y procesamos información del mundo exterior. En 1906 los premiados fueron Camillo Golgi y Santiago Ramón y Cajal por sus trabajos sobre la estructura del sistema nervioso, incluyendo una descripción anatómica de las neuronas somatoperceptivas. En 1932 los premiados fueron Charles Sherrington y Edgar Drian, también por el trabajo acerca del funcionamiento de neuronas. Finalmente, en 1944 Joseph Erlanger y Herbert Spencer se llevaron su premio por su trabajo sobre la diferenciación funcional de las fibras nerviosas. En más de 100 años de premiaciones en este campo, hasta ahora se ha formado un Club de Tobi de la ciencia de los sentidos. Algo que no tiene ningún sentido.