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Lise Meitner y Otto Hahn en 1913.

Foto: Sin dato de autor

Por cada gigante de la ciencia reconocido hay muchos más en la penumbra

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La ciencia es una disciplina colaborativa y colectiva, pese a lo cual es frecuente caer en la tentación de hablar de fueras de serie.

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“Si vi más lejos es porque estaba parado sobre hombros de gigantes”, dijo el físico Isaac Newton en una carta de 1675. Ya habían pasado los tiempos del sabio autosuficiente al estilo Leonardo Da Vinci. En los últimos cuatro siglos la formación de conocimiento nuevo y relevante necesariamente se basa en la acumulación previa, y a eso es a lo que se refería Newton. Gracias a los conocimientos generados por Galileo y perfeccionados por Kepler, pudo avanzar en la formulación de la física que hoy, justamente, llamamos newtoniana.

Pero si Einstein, Galileo y Newton son nombres que resuenan familiarmente, también pasa que la narrativa histórica es caprichosa, a lo que hay que agregar el contexto sociocultural del momento. Por esto, a lo largo del tiempo se han ido acumulando actores no tan conocidos, y en muchos casos totalmente ignorados, a pesar de que sus contribuciones estuvieron a la par o por encima de las de colegas favorecidos con un reconocimiento más amplio.

Probablemente no muchos registren a Tycho Brahe. Sin embargo, este pintoresco noble danés, de nariz de plata en reemplazo de la original perdida en un duelo, completó una metódica y minuciosa acumulación de observaciones astronómicas, en especial de los planetas. Brahe falleció en 1601, ocho años antes de que Galileo construyera el primer telescopio práctico, por lo que Brahe realizó sus observaciones estrictamente a simple vista, con apoyo de aparatos de su invención, tablas que fueron el punto de partida para que Kepler formulara las leyes del movimiento planetario, leyes que Newton integraría más adelante en su construcción de dinámica geométrica.

Otras veces, factores socioculturales definitivamente tóxicos arrebataron reconocimiento legítimo a quienes alcanzaron logros decisivos. Probablemente los nombres de Lise Meitner y de Rosalind Franklin no sean de resonancia popular, pero todos sabemos que hay una cosa que se llama fisión nuclear y otra que se llama ADN. Discriminación y machismo hicieron que los méritos de estas dos científicas fenomenales no fueran reconocidos sino hasta años más tarde.

Rosalind Franklin, la ruta del ADN

Rosalind Franklin nació en Londres en 1920 en el seno de una familia acomodada de banqueros y recibió una educación correspondientemente destacada, incluido un pasaje por Francia. Su padre no aprobó la opción de estudiar ciencias en el colegio Newnham en Cambridge para el que Rosalind había aplicado y salvado la prueba de admisión. Pero una tía se hizo cargo de sostenerla hasta que, resignado ante su obstinación, el padre cambió de idea y volvió a darle apoyo. Se graduó rápidamente en 1941 y obtuvo una beca de doctorado en 1942 pero el esfuerzo bélico en plena Segunda Guerra Mundial la obligó a realizar estudios sobre el carbón relacionados para aplicaciones prácticas. Recién en 1946 pudo completar su doctorado. Una científica francesa refugiada, Adrienne Weill, la animó a ir a París a hacer estudios de posdoctorado en 1947, donde se especializó en la técnica de difracción de rayos X, la herramienta esencial que luego permitiría determinar la estructura de ADN.

A veces materiales sólidos adoptan bajo ciertas condiciones una disposición de sus átomos o moléculas en forma regular, por ejemplo como una pila de naranjas donde cada capa se acomoda en los huecos de la capa inferior y de esa manera repiten un patrón espacial. Cada material tiene su forma particular de acomodarse en esa estructura que se conoce como cristal, con distancias entre moléculas y ángulos en el espacio que son como su firma distintiva.

Cuando una muestra de material en forma de cristal se somete por ejemplo a un haz de rayos X, los fotones se desvían de su trayectoria de maneras particulares según la distribución espacial de las nubes de electrones pertenecientes a esos átomos o moléculas. Al replicarse la misma estructura a lo largo y ancho de toda la muestra, los rayos de fotones también se componen reforzándose o cancelándose en lo que se conoce como difracción, de tal modo que al incidir sobre una placa fotográfica por detrás de la muestra, se forma un patrón de zonas iluminadas y oscuras.

Entre 1912 y 1913 los físicos Bragg padre e hijo formularon el marco teórico para conectar la disposición espacial de moléculas o átomos en un cristal, con ese patrón de luces y sombras en la placa fotográfica expuesta a rayos X pasados por la muestra estudiada, lo que les valió el premio Nobel de 1915. Lo que hicieron fue explicar cómo la disposición específica en el espacio de los átomos, siempre que esa estructura se replique en forma idéntica en todas direcciones, genera un patrón de luces y sombras que es como la firma distintiva de ese cristal, con lo cual se abrió una ventana para conocer la disposición de átomos en un sólido, normalmente imposible de ver de otra manera.

En 1930 ya se conocía la existencia del ADN, pero recién en 1944 se demostró que contenía genes (antes se creía que residían en proteínas), con lo que el interés por determinar la estructura de la molécula se intensificó. Y en 1937 se había comenzado a aplicar la técnica de difracción de rayos X pero aún sin la calidad necesaria como para deducir de manera fiable la estructura espacial.

Rosalind Franklin ingresó a los laboratorios del King’s College de Londres en 1951. A diferencia de su experiencia en Francia, Franklin se encontró en Inglaterra con un ambiente académico machista en el que las mujeres no eran admitidas en la sala de profesores y, más allá de ser tratadas con respeto, se daba por supuesto que había posiciones a las que no podrían llegar.

El fotograma 51

Franklin se abocó a la cristalografía del ADN. En su pasaje por París había trabajado con compuestos de carbón y había publicado papers sobre el tema, por lo que traía un valioso bagaje de experiencia que pondría al servicio del proyecto. Dedujo que las dificultades para obtener una imagen de difracción adecuada de ADN radicaban a su vez en la dificultad de conseguir una preparación de muestra donde las moléculas estuvieran suficientemente alineadas (se sabía que era un polímero, una larga cadena de componentes primarios denominados bases) como para replicar una estructura lo más cercana a un cristal. Entonces se dedicó a perfeccionar técnicas de preparación hasta llegar a una muestra sobre la cual realizó una exposición de rayos X de 62 horas. El resultado fue el hoy famoso fotograma 51 de 1952, con una imagen de difracción de claridad largamente superior a las existentes hasta entonces.

De esa imagen Franklin pudo deducir, aplicando sus conocimientos de cristalografía, que la forma de la hebra de ADN era de hélice, que la hélice estaba formada por dos cadenas paralelas de bases y que se repetían escalones con un período de diez por vuelta completa, entre otras cosas. El análisis completo lo terminó a principios de 1953.

Franklin tenía un estudiante de doctorado, Raymond Gosling que había estado trabajando antes con Maurice Wilkins. Maurice Wilkins había obtenido en 1950 patrones de difracción de rayos X de ADN, pero no había llegado a depurar la técnica de preparación al nivel de Franklin, por lo que sus resultados no llegaron a determinar la estructura espacial de la molécula.

En 1953, James Watson visitó King’s College, donde Wilkins le mostró el fotograma 51, aparentemente sin conocimiento de Franklin. Watson rápidamente comprendió la importancia de la imagen y pudo deducir la estructura de doble hélice del ADN. Ese mismo año en la revista Nature, dos meses después de ver por primera vez el fotograma 51, James Watson y Francis Crick describieron la estructura y la propusieron como un posible mecanismo de replicación, trabajo por el cual recibirían a la postre el premio Nobel de 1962.

Rosalind Franklin en 1955. Foto: Laboratory of Molecular Biology

Rosalind Franklin falleció en 1958. Watson y Crick nunca negaron la importancia crucial del resultado obtenido por Rosalind en materia de preparación y obtención del fotograma 51, pero el comité Nobel no otorga premios póstumos, por lo cual su papel quedó en las penumbras de la historia de la ciencia. En setiembre de 2022, partirá la misión ExoMars de la Agencia Espacial Europea que llevará un nuevo vehículo a la superficie de Marte para proseguir la búsqueda de señales de vida pasada o presente. El rover se llama Rosalind Franklin.

Lise Meitner, entendiendo la fisión nuclear

Unos años antes que Rosalind Franklin, Lise Meitner fue protagonista de una saga con varios puntos en común. Nacida en Viena de una familia de buena posición, no pudo ingresar a la universidad sino hasta los 23 años, en 1901. Allí encontró en la física su vocación y tuvo a Ludwig Boltzman como maestro.

Boltzman fue un físico que contribuyó decisivamente al desarrollo de la termodinámica, al punto de que una constante lleva su nombre. En 1905 Lise fue la primera mujer en obtener un doctorado en la Universidad de Viena. Con el apoyo de su padre emigró a Berlín, donde concurrió al Instituto Kaiser Wihelm para estudiar bajo la dirección del ya renombrado físico Max Planck. Allí conoció a su futuro colaborador, el químico Otto Hann. El tema caliente era el reciente descubrimiento de la radiactividad y la aparición de nuevos elementos radiactivos, muchos de ellos isótopos de elementos conocidos (diferían de estos en la cantidad de neutrones en el núcleo alterando su peso y estabilidad, pero sin cambiar la función química).

Los elementos básicos que componen la materia que nos rodea y de la que estamos formados son una cantidad limitada como carbono, hidrógeno, oxígeno, hierro, etcétera. A Dimitri Mendeleev, químico ruso nacido en 1834, se le ocurrió tabular los elementos conocidos agrupados de acuerdo a determinadas afinidades de reactividad química, como tendencia a formar ácidos o bases y otras propiedades. La tabla que confeccionó y que lleva su nombre reveló más adelante ser la expresión de una realidad más profunda, que la disposición en forma de filas y columnas de manera periódica corresponde a las diferentes cantidades de partículas nucleares –protones y neutrones– y las cantidades de electrones orbitando, en especial en las capas más externas, donde se producen las interacciones químicas.

Con el descubrimiento, a principios de siglo, de que no todos los elementos son estables, sino que en algunos casos un núcleo puede soltar una partícula y convertirse en otro, se inició el estudio de la radiactividad y con ella apareció una nueva herramienta con la que jugar con átomos a ver qué pasa. Y de alguna forma revivir el sueño del alquimista de transmutar elementos.

Meitner avanzó en su carrera fuertemente centrada en la radiactividad y la transmutación de elementos, así como la depuración de técnicas de separación e identificación. No fue una carrera fácil debido a su condición de mujer: en el primer laboratorio tenía una puerta separada a la calle, no podía acceder al resto del edificio con sus colegas varones, no recibía paga y tenía que utilizar los servicios higiénicos de un comercio cercano. No obstante, su trabajo le valió creciente reconocimiento, al punto de comenzar a recibir una remuneración. En el umbral de la Segunda Guerra Mundial, su pasaporte austríaco dejó de ser reconocido en Alemania –Meitner era judía–, por lo que luego de muchas vueltas e intentos, y con la ayuda de prestigiosos colegas, entre ellos el propio Niels Bohr, pudo de forma novelesca fugarse a Dinamarca y luego a Suecia, donde se quedó definitivamente, aunque manteniendo el contacto con sus colegas de Berlín.

La fisión nuclear

En 1938 Otto Hahn, que seguía en Berlín, había realizado experimentos de bombardeo de uranio en los que en lugar de generar nuevos elementos más pesados por absorción de partículas, aparecían inesperadamente trazas de bario, un elemento más liviano que el uranio. Según cuenta la crónica, Meitner y otro físico, Otto Frisch, estaban analizando el misterio durante una caminata por el campo cuando Meitner dedujo correctamente que la explicación era que se había producido una fractura en el núcleo de uranio, y que dado que la suma de las masas de los núcleos resultantes era ligeramente inferior a la del original, la diferencia tendría que mostrarse como energía de acuerdo a la famosa fórmula de Einstein. La deducción de Meitner se confirmó brillantemente. Los resultados se publicaron en la revista Nature en 1939 y se propuso el nombre de “fisión” al proceso recién descubierto.

En 1944, Otto Hahn recibió solitariamente el premio Nobel de química por el descubrimiento de la fisión nuclear. Los archivos del Comité Nobel se abrieron en 1990 y en ellos se transparenta un sorprendente nivel de discriminación que hizo que Lise Meitner no fuera incluida en la distinción, a pesar del claro conocimiento de su participación decisiva. De hecho, Meitner fue propuesta para premios Nobel 19 veces por múltiples aportes a la química y 29 veces para el premio Nobel de física, sin haber recibido la distinción en ninguna oportunidad. Hay que recordar que para ser propuesto a consideración de un premio Nobel, la recomendación debe proceder de personalidades de reconocida trayectoria y prestigio, y así ocurrió en todos estos casos fallidos.

Tanto para Lise Meitner como para Rosalind Franklin, el reconocimiento a su mérito científico y la valoración de sus aportes a la ciencia llegaron en forma tardía o póstuma. Desde la creación del premio Nobel la distinción ha sido 15 veces más frecuente para hombres que para mujeres, con Marie Curie como notoria excepción con dos distinciones recibidas. Lejos de ser un dato que hable del papel de las mujeres u hombres en la ciencia, este sesgo de los Nobel muestra que hay demasiadas gigantes aún en las penumbras, así como pone de relieve la necesidad de retomar un control más justo y participativo sobre quién tiene la linterna.

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