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Detector de materia oscura Lux-Zeplin. Foto: Matthew Kapust, Sanford Underground Research Facility.

Conjeturas y refutaciones: ¿cómo pararnos ante las teorías que se consideran siempre-verdaderas?

13 minutos de lectura
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Las teorías son instrumentos intelectuales que nos permiten describir, clasificar, relacionar y predecir fenómenos. Sin embargo, a veces pasamos a considerarlas el verdadero relato de cómo deben ser las cosas en el mundo y buscamos adaptar los hechos a ellas.

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Leído por Abril Mederos.
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El objeto del pensar es tornar al mundo predecible. Como afirmó Charles Sanders Peirce, la realidad de las cosas “consiste en su persistente impulsarse a sí mismas bajo nuestro reconocimiento. Si una cosa no tiene tal persistencia, es un mero sueño. Así pues, la realidad es persistencia, es regularidad. En el caos original, donde no había regularidad, no había existencia. Todo era un sueño confuso. Podemos suponer eso en un pasado infinitamente distante. Pero a medida que las cosas fueron siendo más regulares, más persistentes, fueron menos sueño y más realidad”.

Para predecir (decir algo acerca del mundo antes que eso suceda) tenemos que hallar regularidades. En buena medida nuestras vidas, como las de otros animales no humanos, dependen del desarrollo de este arte.

¿Cómo descubrimos (o construimos) la persistencia de los fenómenos? Evito aquí la discusión respecto de si lo regular es una característica del mundo o sólo existe en nuestras mentes. Tenemos dos métodos.

Inducción

Se trata del más sencillo y familiar. Así funciona: (1) Observa algo. Puede ser una entidad, un atributo de una entidad, la ocurrencia de un fenómeno, de dos fenómenos que parecen suceder conectados de algún modo, o lo que sea. Observas, por ejemplo, para citar un caso famoso, que un cisne es blanco. (2) Continúa observando otros casos de la clase que motivó tu primer interés, tomando nota de cuántos son o suceden del mismo modo. Volviendo al ejemplo, cuántos de los muchos sucesivos cisnes son también blancos. (3) Si luego de un número muy grande de observaciones adviertes que el objeto de tu observación se presenta sistemáticamente del mismo modo, te verás inclinado a concluir que las características de tus casos observados son las de todos los que conforman la clase a la que aquellos pertenecen. Para volver al ejemplo, concluirás que todos los cisnes son blancos. Te encuentras así en condiciones de predecir el color del próximo cisne.

Las conclusiones del tipo Todo A es B o Siempre que A, entonces B son típicas del método. O sus formas no deterministas, como cuando afirmas que es más probable que A sea B a que sea distinto de B, o que dado A, entonces es más probable que suceda B a que suceda algo distinto de B.

Utilizamos a diario la inducción para realizar predicciones. Sin embargo, el método presenta un problema muy serio. Uno tan grande que motivó su condena por buena parte de la filosofía de la ciencia.

En un pasaje de La lógica de la investigación científica, Karl Popper cita a Reichenbach, quien parece haber afirmado que “la totalidad de la ciencia acepta sin reservas el principio de inducción, y nadie puede tampoco dudar de este principio en la vida corriente”. Popper responde con la sentencia más pedante que haya leído en un trabajo de filosofía de la ciencia: “No obstante aun suponiendo que fuese así –después de todo, ‘la totalidad de la ciencia’ podría estar en un error– yo seguiría afirmando que es superfluo todo principio de inducción, y que lleva forzosamente a incoherencias (incompatibilidades) lógicas”.

El filósofo Charlie Broad dio cuenta del tamaño de la disputa cuando afirmó que “la inducción es la gloria de la ciencia, y el escándalo de la filosofía”.

La crítica al método inductivo puede resumirse en dos preguntas: ¿Cómo sabes que todos los cisnes son, aquí y ahora, blancos, si sólo has observado a un pequeño grupo de ellos? Y luego: aun si consigues observar a todos los cisnes que aquí y ahora existen, y confirmas que todos son blancos, ¿cómo sabes que el próximo cisne que nacerá, o un cisne que nacerá dentro de 20 años, será blanco?

En este punto entra en juego la teoría de probabilidades. Toda ella es un intento por superar (o al menos mitigar) estos dos problemas. Con sus intervalos de confianza, la probabilidad de frecuencias, si bien no consigue determinar con exactitud lo que sucede en una población, permite especificar (a partir de una muestra aleatoria) entre qué valores se encontrará muy probablemente el valor poblacional que queremos conocer. Se trata de la solución que hemos encontrado al problema del aquí y ahora de la inducción. Respecto del problema del futuro, la estadística bayesiana nos ofrece un método, que si bien no permite asegurar qué sucederá mañana, hace posible que vayamos ajustando nuestras creencias acerca del futuro, conforme vamos acumulando evidencia. Dedicamos algunos artículos a tratar estas estrategias de solución del problema de la inducción. O, como bien plantea Ian Hacking, de evasión del problema, ya que formalmente no tiene solución.

Pero aun si pudieran sortearse aquellas dificultades (incluso cuando afirmas que algo es meramente probable, debes demostrar que tu teoría de probabilidades, que ha funcionado en el pasado, lo seguirá haciendo en el futuro), el método inductivo no resuelve una inquietud humana fundamental. John Dewey la presentó del siguiente modo: “En el sentimiento [...] de que los hechos con los que los sentidos se topan directamente no agotan la historia, de que hay algo más detrás de ellos y que de ellos mismos provendrá algo más, reside el germen de la curiosidad intelectual”. No sólo queremos saber que algo es regular. Queremos saber lo que está detrás de esas regularidades.

Un segundo método nos promete sortear el problema de la inducción y además aportar explicaciones a las persistencias que observamos.

Deducción

Procede del siguiente modo: (1) Formula una teoría general acerca de cómo funciona el mundo (una parte del mundo, digamos). (2) Deduce de ella algunas hipótesis particulares que puedan ser puestas a prueba empíricamente. El procedimiento es como sigue: Si mi teoría general T fuera cierta, entonces, en circunstancias X debiera suceder A. (3) Observa si en una circunstancia X sucede A. Si efectivamente sucede, punto para tu teoría general. (4) Continúa procurando sumar puntos con sucesivas puestas a prueba de estas y de nuevas hipótesis empíricamente verificables, deducidas de la teoría general.

En este caso es la teoría, no las observaciones previas, la que predice las nuevas observaciones. Si muestra ser buena (por haber pasado las pruebas las hipótesis deducidas de ella) podemos utilizarla para predecir lo que sucederá con la parte del mundo a que refiere la teoría. Es más: podremos entender por qué suceden esos fenómenos (¡tenemos una teoría general para eso!). Veamos un ejemplo. Que sea uno estelar.

La gravedad

¿Por qué caen los objetos? ¿Por qué los satélites, como nuestra Luna, giran en torno a los planetas? ¿Por qué los planetas giran alrededor del Sol? Isaac Newton propuso a finales del siglo XVII que esto sucedía debido a una fuerza misteriosa que atraía a los objetos entre sí. Afirmar sólo esto es casi como no decir nada. Los objetos caen porque existe una fuerza que los hace caer. Pero Newton consiguió especificar cómo opera esa fuerza. Una sencilla ecuación, que considera la masa de dos objetos en cuestión (con tres las cosas comienzan a complicarse) la distancia entre ambos objetos y una constante, permitía predecir con bastante exactitud los movimientos de los cuerpos en el Sistema Solar. De casi todos (dejemos a Mercurio fuera). Y si sabes cómo funciona algo, estás en condiciones de realizar predicciones.

La gravitación universal de Newton es una típica teoría inductiva. Comienza con observaciones de masas y distancias, formaliza esas observaciones en ecuaciones y consigue así predecir movimientos de objetos. De un conjunto de observaciones singulares llega a una conclusión general que le permite predecir nuevas observaciones (la mayoría de las veces). Y es descriptiva: nos dice cómo se comportan los objetos en el espacio, no por qué lo hacen de ese modo y no de otro.

A principios del siglo XX Albert Einstein propuso una teoría bien distinta acerca de lo que conocemos por gravedad. La gran diferencia fue que aquí no había ninguna fuerza involucrada. El espacio y el tiempo forman una especie de malla en la que se encuentran todos los objetos del universo. La masa de estos objetos distorsiona el espacio-tiempo. Lo curvan, por decirlo de algún modo. Los objetos poco masivos que se desplazan cerca de uno muy masivo (por ejemplo, la Tierra que se desplaza cerca del Sol) viajan en ese espacio distorsionado, describiendo lo que llamamos órbitas.

Una representación muy utilizada es la de una tela, en cuyo centro colocamos un objeto pesado. Si te paras en el centro de una cama saltarina (esas que se utilizan en los cumpleaños infantiles) la tela se hundirá. Si alguien lanza un objeto al ras de la tela, como una pelota de tenis, se desplazará en los bordes de la distorsión producida por tu presencia, hasta quedar pegada a tus pies.

La teoría de Einstein requiere un abordaje hipotético deductivo. Puedes medir directamente la masa de dos objetos y sus distancias para confirmar las predicciones de Newton. Pero ¿cómo medir la distorsión del espacio-tiempo? Pues por sus efectos observables.

Einstein realizó algunas predicciones en el sentido presentado párrafos arriba. Si su teoría fuera cierta, sostuvo por ejemplo, al interponer un objeto muy masivo entre nosotros y las estrellas que observamos en el cielo, veríamos que cambian de posición. De hecho, llegó a predecir la diferencia entre una posición y otra: 1,75” (grados de arco). De acuerdo con su teoría, la luz viaja desde las estrellas a nosotros en línea recta, cuando no existe en su camino un cuerpo celeste con mucha masa. Pero si colocáramos en su trayecto un cuerpo muy masivo, la distorsión en el espacio-tiempo que este produciría debiera distorsionar el recorrido de la luz. Y en consecuencia veríamos a las estrellas como corridas, respecto de cómo las vemos sin el objeto masivo en medio.

Tenemos entonces que producir las circunstancias que requiere la hipótesis. Pero no podemos manipular un objeto súper masivo en el espacio. Sin embargo, tenemos uno cerca: nuestro Sol. Pero no podemos ver la luz de las estrellas detrás del sol, debido a su luminosidad. A menos que esperemos a un eclipse total de Sol. Como cuenta Laura Morrón Ruiz, “el método para contrastar la predicción teórica con la realidad consiste en fotografiar un campo de estrellas alrededor del Sol eclipsado y compararlo con una fotografía nocturna de la misma zona unos meses después, cuando el Sol no se interpone entre ellas y la Tierra”. Si las estrellas se encuentran en posiciones distintas en una y otra fotografía, punto para la teoría.

Las dificultades que debieron sortearse para conseguir lo anterior fueron enormes. Desde tener que abandonar las mediciones debido a las nubes, hasta investigadores arrestados como prisioneros de guerra. Intentos de fotografiar eclipses en Brasil, Venezuela, Estados Unidos, Rusia. Finalmente en 1919 se obtuvieron varias medidas rudimentarias y no consistentes. Fue gracias a la fe que el británico AS Eddington y sus colaboradores tenían en la teoría de Einstein, que los resultados aportados por varios astrónomos pudieron ser armonizados hasta llegar a valores consistentes con la teoría.

Cuentan que el propio Einstein no estaba convencido con los resultados. Pero el fenómeno, junto con otros predichos por la relatividad general, fue demostrado sistemáticamente con niveles crecientes de precisión en los siguientes años.

El día después

¿Qué sucede luego de que obtenemos evidencia favorable a una teoría general? Tenemos la tendencia a responder que se ha demostrado que la teoría es verdadera. Bas van Fraassen presentó esta inclinación del pensamiento en los siguientes términos: “La ciencia se propone darnos, en sus teorías, un relato literalmente verdadero de cómo es el mundo; y la aceptación de una teoría científica conlleva la creencia de que es verdadera”. En su lugar, el autor propone una fórmula más sensata: “La ciencia se propone ofrecernos teorías que son empíricamente adecuadas; y la aceptación de una teoría conlleva solamente a la creencia de que es empíricamente adecuada”.

Atribuir carácter de verdad a una teoría es cuestionable tanto en términos formales como por sus consecuencias prácticas. La obtención de evidencia empírica en favor de una teoría sólo permite afirmar, como indica Van Fraassen, que ambas son consistentes. Pero otras teorías podrían proponerse que también lo fueran respecto de esas mismas piezas de evidencia. De hecho, dos teorías distintas podrían serlo para la misma evidencia en un mismo momento. Por lo demás, futuras evidencias podrían resultar contrarias a la teoría, como ha sucedido a lo largo de la historia de la ciencia.

Respecto de las consecuencias, la atribución de verdad (de verdad de aquí y para siempre) conduce a aberraciones lógicas como las que veremos al final del artículo.

La teoría de Einstein mostró ser empíricamente adecuada, en miles de observaciones y experimentos. Más aún en sus aplicaciones tecnológicas. Pero mostró otra cosa, que es característica de las buenas teorías: su capacidad de sugerir la existencia de fenómenos que ni siquiera imaginábamos. Y que ni imaginábamos, si es que existieran, que pudiéramos llegar a observar. El desarrollo de las ecuaciones de Einstein por parte de Karl Schwarzschild permitió inferir la existencia de lo que más tarde llamaríamos agujeros negros. Se dice que Einstein declaró que debía haber algún error en sus cálculos, pues la naturaleza no podía producir algo tan horrendo. Sin embargo, salimos en su búsqueda, alentados exclusivamente por las predicciones de una teoría. Y finalmente dimos con ellos.

¿Qué puede suceder, además? Pues que algunas observaciones resulten contrarias a lo que la teoría predice.

Materia oscura

Durante la mayor parte de su historia, la física postuló la existencia de una sustancia omnipresente, conocida como éter. Nadie la había observado nunca, pero tenía que estar ahí. ¿Por qué? Pues porque si no estuviera, algunas teorías acerca del mundo físico no se sostendrían. El lector seguramente haya advertido aquí una peligrosa variación en el método.

Algo similar podría estar sucediendo con la llamada materia oscura. Se dice que está en todas partes, se ha estimado cómo se distribuye en el cosmos y cuánto representa del total de la masa del universo. Pero jamás la hemos observado. Entonces, ¿por qué insistir en su existencia?

Porque algunas cosas no suceden como predice la relatividad general. La masa total estimada en muchas galaxias, por ejemplo, es mucho menor que la que sería necesaria para mantener a sus estrellas más lejanas en las órbitas y con las velocidades que observamos en torno a sus centros galácticos. Si sólo tuvieran la masa observable, de acuerdo con la relatividad general, la mayoría de sus estrellas deberían haber salido disparadas hace tiempo en todas direcciones. De modo que debe haber una cantidad enorme de materia, que no conseguimos ver. Debe haber eso, o la teoría es inadecuada.

Los esfuerzos de la física por detectar materia oscura son gigantescos. Se han hipotetizado media docena de nuevas partículas (como axiones, gravitinos, fotones oscuros, neutrinos estériles, wimps). Se realizan enormes inversiones (como aparatos de medición a un kilómetro de profundidad de la Tierra o grandes telescopios). Miles de hombres y mujeres se esfuerzan por encontrar algo que debería estar allí.

Los resultados de más de 30 años de trabajo no parecen alentadores. Murdock Gilchriese, director del LUX-ZEPLIN (un gigantesco experimento orientado a detectar esta supuesta cosa), declaraba en 2020 a Smithsonian Magazine que “una de las características molestas de la materia oscura es que realmente no tenemos idea de qué se trata”. Y agregaba: “Se podría decir que somos los mejores del mundo en encontrar nada. Quiero decir, la gente ha dicho eso y hasta ahora, en realidad, es cierto”.

En simultáneo, se desestiman observaciones que contradicen abiertamente la existencia de una hipotética materia oscura. El astrofísico Pavel Kroupa, de la Universidad de Bonn, sostiene que la llamada materia oscura es nuestro nuevo éter. Algo que debería estar ahí, si la teoría de la relatividad general fuera cierta. Así de fuerte es la tendencia de los seres humanos a preservar sus creencias.

No sabemos qué sucederá con nuestro nuevo éter. Quizás lo encontremos, como a los agujeros negros. O quizás no, en cuyo caso habrá que revisar la teoría completa.

Aberraciones

Esta es la parte feliz de la historia: las predicciones de una teoría se confirman. O se continúa en la búsqueda de una confirmación, lo cual también es positivo siempre que se asuma que entre las posibles respuestas al enigma se encuentra la que postula que la teoría no es empíricamente adecuada.

Pero en algunas oportunidades nos aferramos tanto a una teoría, que adoptamos una forma aberrante del método hipotético deductivo. Podemos formularla del siguiente modo: (1) Esta teoría es verdadera. (2) Para toda observación, en toda circunstancia, debe proponerse una interpretación coherente con la teoría. Esta forma de razonar no puede sostenerse lógicamente (al menos no fuera de algunos monasterios).

En un artículo de 1979, Stephen Gould y Richard Lewontin, del Museo de Zoología Comparativa de Harvard, mostraron cómo tal cosa sucedía en ciertas oportunidades en biología, con el programa adaptacionista que estaba en boga. Tratando de que todo fuera coherente con la teoría de la selección natural, había quienes postulaban que cada rasgo individual de un organismo debía haber evolucionado de acuerdo con aquel mecanismo hasta ser perfectamente adaptativo. Los autores mostraron que la evolución de los organismos implicaba un compromiso entre rasgos seleccionables y otros que no, y que no había que presuponer en toda circunstancia el mecanismo de selección natural.

Es que cuando una teoría obtiene de manera sistemática evidencia en su favor, tendemos a olvidar que se trata apenas de un instrumento intelectual, que nos permite describir, clasificar, relacionar y predecir fenómenos, mientras continúe siendo empíricamente adecuada. Y la pasamos a considerar el verdadero relato de cómo deben ser las cosas en el mundo.

Algunas teorías degeneran en ese sentido con el paso de los años. Otras parecen haber nacido así. Karl Popper arremetió contra algunas muy apreciadas en su tiempo, que parecían adoptar aquella forma desde sus inicios. Una de ellas fue el psicoanálisis. Alan Chalmers ilustra de este modo la crítica de Popper: “Un principio fundamental de la teoría de Adler es que las acciones humanas están motivadas por sentimientos de inferioridad de algún tipo”. Ponía entonces un ejemplo caricaturesco: un hombre se encuentra en la orilla de un río peligroso en el momento en que un niño cae en él. “El hombre se tirará al río intentando salvar al niño o no se tirará. Si se tira, el adleriano responde indicando cómo apoya esta acción su teoría. Evidentemente, el hombre necesitaba superar su sentimiento de inferioridad demostrando que era lo suficientemente valiente como para arrojarse al río a pesar del peligro. Si el hombre no se tira, también el adleriano puede pretender que ello apoya su teoría. El hombre superaba su sentimiento de inferioridad demostrando que tenía la fuerza de voluntad de permanecer en la orilla, imperturbable, mientras el niño se ahogaba”.

Se trata de teorías-siempre-verdaderas, por llamarlas de algún modo. Nos resultan atractivas, aunque en realidad no expliquen nada. Probablemente nos agraden por la sensación que producen de predictibilidad absoluta. Actualmente tenemos varias que, en algunas de sus versiones, asumen esa forma.

En la perspectiva hipotético deductiva, para cada hipótesis confirmatoria del tipo: en circunstancias X sucederá A, existe una que refuta la teoría. Una que afirma que en circunstancias X sucederá algo distinto de A. Típicamente esta segunda hipótesis se encuentra implícita, acompañando a la que busca confirmar la teoría. Cuando Einstein afirma que al pasar un haz de luz cerca del Sol, la posición aparente del objeto del cual proviene se distanciará en tantos grados de su posición real, está afirmando que si no se observa esa distancia (incluso si se observa una de distinta magnitud) la teoría no es empíricamente adecuada.

Popper consideraba que la virtud de una teoría científica debía buscarse en las posibilidades que ofrecía, no tanto de ser verificada, como de ser refutada. Lo importante era intentar derribar las teorías. Sólo las buenas resistirían tales intentos. En eso consiste su método de conjeturas y refutaciones.

Esta es una buena forma de identificar una teoría-siempre-verdadera. Podemos preguntar a quien la defiende: ¿qué cosa, si sucediera, mostraría que tu teoría no es adecuada? Si tu interlocutor no puede mencionar ningún hipotético evento que contradijera la teoría, es buena idea descartarla.

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