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Ilustración: Ramiro Alonso

La regla de Bayes, tercera parte: contra el escepticismo

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En esta serie de artículos consideramos la propuesta bayesiana de aprender de la experiencia, y discutimos dos requisitos para jugar con Bayes: evitar el dogmatismo y tener acceso a la evidencia. La regla de Bayes es útil para actualizar creencias a la luz de nueva evidencia, siempre que la creencia de partida no constituya una certeza absoluta, por eso el primero de los requisitos establece que no están permitidos los argumentos de probabilidad 1. Si así fuera, la partida está perdida desde el inicio: la inclusión en el teorema de Bayes de una creencia a priori con probabilidad 1 da como resultado, con independencia del volumen y la contundencia a favor o en contra de la evidencia que ingreses a la ecuación, el mismo valor 1. Por otro lado, por más evidencia favorable que acumules respecto de una creencia con probabilidad inicial menor a 1, jamás asignará a tu creencia a posteriori el valor de certeza.

Es un requisito consistente con la promesa de la ciencia moderna, que se erigió en sus inicios como una alternativa al dogmatismo. Su surgimiento y su devenir hasta alcanzar las áridas tierras del escepticismo ocupa las últimas secciones de los gruesos volúmenes de la historia reciente del conocimiento en Occidente. En lo que podría considerarse apenas un índice, ocurrió del modo que expongo a continuación.

Hubo un tiempo en que decidimos conocer la obra del Creador, sin intermediarios. Llamamos a aquel tiempo Renacimiento. Nicolas de Cusa lo expresó de modo anticipatorio en 1400: “¿Cómo puede guiarse al hombre iletrado fuera de la ignorancia y hacia la ciencia? No mediante sus libros, sino los de Dios. ¿Cuáles son estos? Aquellos que escribió con sus propios dedos. ¿Dónde puede encontrárselos? En todas partes”. La sustitución de los textos sagrados por el Libro de la Naturaleza, como objeto de indagación, fue la impronta de aquella época. No sólo en las ciencias altas (física, química, astronomía) sino en las bajas (alquimia, astrología, adivinación). Los adjetivos no dan cuenta del tamaño intelectual de cada una de aquellas, sino sólo del lugar que terminaron ocupando en el podio del conocimiento institucionalizado.

Del nuevo libro abierto a nuestros sentidos y reflexión, no podíamos extraer las certezas que ofrecían los textos sagrados, escritos por los hombres (dogma). Esto condujo rápidamente a la asunción del carácter meramente probable de todo conocimiento. Incluso los astrólogos y alquimistas del Renacimiento admitieron que las marcas que el Creador había dejado inscritas en todas las cosas sólo podían ser consideradas, en nuestra humana limitación, como signos probables. Ian Hacking llegó a postular la tesis que “los objetos intelectuales sobre los cuales y en los cuales, los nuevos matemáticos [de las ciencias altas] pensaban, se habían formado en los crisoles de los alquimistas y en los frascos de los médicos”. Pero la asunción del carácter probable de todo conocimiento no supuso al inicio dejar de vérselas con Dios. Para algunos historiadores el surgimiento de la moderna teoría de probabilidades comenzó con una apuesta. Se la conoce como la apuesta de Pascal. Fue acerca de la existencia de Dios y su conclusión fue contundente: te conviene apostar a que existe.

Con el tiempo, sin embargo, aquellos nuevos objetos intelectuales se desentendieron del problema.

Cuentan que Napoleón, tras leer una obra de Pierre-Simón Laplace (se discute si fue su Exposición sistema del mundo o su Tratado de mecánica celeste) mandó llamarlo y le dijo: “Ha escrito usted este gran libro sobre el sistema del universo, sin haber mencionado ni una sola vez a su Creador”. A lo cual Laplace contestó “Sire, nunca he necesitado esa hipótesis”. Napoleón fue con la respuesta de Laplace a Lagrange, quien respondió al emperador francés: “¡Ah! [Dios] Es una bella hipótesis que explica muchas cosas”. Napoleón fue a su vez con la respuesta de Lagrange a Laplace, quién acotó: “Aunque esa hipótesis pueda explicar todo, no permite predecir nada”.

La oleada laica y relativista alcanzó las tierras de la moral. Si Dios había dejado de ser una variable relevante para especificar la ecuación del mundo, ¿por qué debía serlo al momento de considerar qué debemos pensar y cómo debemos obrar en él? Si la pérdida de certezas resultó en aire fresco, una especie libertad para el conocimiento acerca de las cosas, ¿por qué no reivindicar tal libertad en el espacio moral? Según cuenta Jean-Paul Sartre en su conferencia El existencialismo es un humanismo, “hacia 1880 algunos profesores franceses que trataron de constituir una moral laica dijeron más o menos esto: Dios es una hipótesis inútil y costosa, así que prescindiremos de ella”. Aunque el ateísmo de Sartre lo emparentaba con la conclusión, su lucidez lo alejaba de las premisas: “Por el contrario, es muy incómodo que Dios no exista, porque con él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener el bien a priori, porque no hay más conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista”.

Fernando Pessoa, en su obra El libro del desasosiego, describió dramáticamente las consecuencias de todo este proceso a principios del 900: “Cuando nació la generación a la que pertenezco, encontró al mundo desprovisto de apoyos para quien tuviera cerebro, y al mismo tiempo corazón. El trabajo destructivo de las generaciones anteriores había hecho que el mundo para el que nacimos no tuviese seguridad en el orden religioso, apoyo que ofrecernos en el orden moral, tranquilidad que darnos en el orden político. Nacimos ya en plena angustia metafísica, en plena angustia moral, en pleno desasosiego político. Ebrias de las fórmulas exteriores, de los meros procesos de la razón y de la ciencia, las generaciones que nos precedieron derrocaron todos los fundamentos”. Luego proseguía: “Ebrias de algo dudoso, a lo que llamaron ‘positividad’, esas generaciones criticaron toda la moral, escudriñaron todas las reglas de vida, y de tal choque de doctrinas sólo quedó la seguridad de ninguna, y el dolor de no existir esa seguridad. Y así fue como despertamos a un mundo ávido de novedades sociales, y que con alegría iba a la conquista de una libertad que no sabía lo que era, de un progreso que nunca definió”. Finalmente, el portugués decía: “Nuestros padres destruyeron alegremente porque vivían en una época que todavía tenía reflejos de la solidez del pasado. Era aquello mismo que destruían lo que prestaba fuerza a la sociedad para que pudiesen destruir sin sentir agrietarse al edificio. Nosotros heredamos la destrucción y sus resultados”.

Pero hubo más. Con inusual rapidez, la idea de que no era necesaria la hipótesis de un Creador para leer el Libro de la Naturaleza devino en otra que postulaba la imposibilidad misma de leer ese texto. Aún más: que no existía texto alguno que leer.

En su retirada, el demonio del dogmatismo dejó la puerta abierta, en la filosofía del conocimiento, al del escepticismo. En filosofía moral, al del nihilismo. Si el mundo del primero fue el de la irreflexividad, el del segundo resultó ser el del vacío.

El problema escéptico de la inducción

La hipótesis de Dios podría explicar, pero nunca predecir, argumentaba Laplace. David Hume sugirió que la razón no puede hacer ninguna de las dos cosas.

Respecto de la explicación, demostró que frente a la secuencia de dos eventos (luego de suceder A, sucede B) sólo podemos afirmar que dos eventos han sucedido de ese modo. El salto a la idea de causalidad (A es la causa de B) es sólo un artificio de nuestras mentes. “Cuando dos objetos están presentes a los sentidos, juntamente con la relación no existe una actividad del pensamiento o una acción propiamente hablando, sino una mera admisión pasiva de las impresiones a través de los órganos de la sensación”, hace notar Hume en su Tratado de la naturaleza humana. Luego continúa mostrando que, en ningún caso, “el espíritu puede ir más allá de lo que está inmediatamente presente a los sentidos o descubrir la existencia real o las relaciones de los objetos”. Según Hume, la idea de causalidad no se encuentra en la naturaleza, sino en nuestra imaginación: “¿Cómo damos sentido a esta simple relación entre objetos presentes? Tan sólo la causalidad produce una conexión que nos da la seguridad de la existencia o acción de un objeto que fue seguido o precedido por la existencia o acción de otro. Pero no existe nada en los objetos que nos persuada de que están siempre remotos o siempre contiguos, y cuando descubrimos por la experiencia y la observación que su relación en este particular es invariable, concluimos que existe alguna causa secreta que los separa o los une”.

¿Pero predecir? A fin de cuentas sólo basta que exista correlación para poder hacerlo. Hume también mostró que cualquier afirmación acerca de lo que sucederá mañana se funda en el principio metafísico de que el futuro se comportará como el pasado. No existe experimento que pueda poner a prueba tal afirmación. Nuevamente en sus palabras: “Todos los razonamientos referentes a la causa y el efecto están fundados en la experiencia, y todos los razonamientos de experiencia están fundados en la suposición de que el curso de la naturaleza continuará uniformemente igual. Nunca puede ser demostrado aquello que es posible que sea falso; y es posible que el curso de la naturaleza pueda cambiar ya que nosotros somos capaces de concebir ese cambio. No sólo eso; voy más lejos y afirmo que tampoco se podría probar, mediante argumento probable alguno, que el futuro debe ser conforme al pasado”.

No puede sostenerse que el futuro se comportará como el pasado argumentando que los pasados futuros se han comportado como los pasados pasados. Supongamos que así fuera. ¿Cómo puedes demostrar que los futuros futuros seguirán mostrando tal continuidad con sus pasados?

Tampoco se sostiene lógicamente la apelación a la probabilidad, como lo sugiere el propio Hume al final de la cita: afirmar que es probable que mañana suceda algo porque eso ha sucedido la mayoría de las veces en el pasado implica una apelación al mismo principio de inducción, que no puede jamás ser demostrado. Acordemos en que la probabilidad de ocurrencia de un fenómeno se ha mostrado relativamente estable en el pasado. ¿Cómo puedes demostrar que lo seguirá haciendo en el futuro?

Toda la ciencia empírica de tipo inductiva, afirmó más tarde Karl Popper, se funda en un principio no científico (no demostrable empíricamente). Mal cimiento, uno metafísico, para erigir un edificio que se ofrecía como una alternativa a la metafísica. Esta continúa siendo una de las mayores piedras en el zapato de la epistemología.

La evasión bayesiana

El argumento conduce a la imposibilidad de asignar una probabilidad a cualquier afirmación acerca del futuro. Pero así como no se puede partir de certezas, tampoco se puede jugar con Bayes introduciendo argumentos con probabilidad 0. Se trata de la otra cara de la moneda del dogmatismo. Si lo haces, el resultado siempre será 0.

El problema escéptico de la inducción de Hume no tiene solución. Pero como sugirió Ian Hacking, puede evadirse. Al fin de cuentas, cuando no puedes saltar un muro, buscas una forma de sortearlo por alguno de sus costados.

Ante la pregunta de cómo puedes demostrar que el futuro se comportará como el pasado, el bayesiano responde con otra: ¿y quién dijo que así fuera? Sólo tiene sentido cuestionar un argumento de continuidad, si tu interlocutor da por supuesto que tal cosa es así. Pero los futuros no se comportan siempre como los pasados. El agua que sale de las mangueras moja. La que cae del cielo también. Mientras tanto, las baldosas no mojan. Bueno, la mayoría de las veces. Apuesto a que el lector se vio alguna vez empapado hasta las rodillas al pisar una baldosa floja luego de un día de lluvia. Las sillas sostienen nuestro peso. La mayoría de las veces. Algunas ceden y caemos desparramados al piso.

El enfoque bayesiano no requiere la suposición de que el futuro será como el pasado. De hecho, asume que el mundo es algo cambiante, y que por tanto lo esperable es que mañana sea distinto a hoy. Asumiendo esto, nos propone ir ajustando nuestras creencias acerca de cómo funciona el mundo –digamos– a su ritmo. Y al nuestro.

Convengamos que el futuro podrá ser igual que el pasado, o podrá ser distinto. Sólo tienes que comenzar con tu grado de creencia hoy acerca de lo que hoy es. Ve recogiendo luego evidencia y confía en que la naturaleza se encargará de ir corrigiendo tu creencia inicial conforme pasa el tiempo. Tenemos un teorema para eso. Pero, por favor, no niegues a priori ninguna hipótesis empíricamente contrastable. Porque si lo haces no podrás jugar con Bayes.

La tríada de Peirce

A fines del siglo XIX, mucho tiempo después que naciera y fuera sepultado el Teorema de Bayes, Charles Sanders Peirce propuso otra alternativa al problema escéptico de la inducción. Como vimos, una buena forma de evadir una pregunta es haciendo otra. O unas cuantas si fuera el caso.

–¿Cómo puedes demostrar que el futuro se comportará como el pasado?

–No veo cómo podría hacerlo. ¿Y cómo puedes demostrar tú que el futuro no se comportará como el pasado?

–Tampoco puedo hacerlo.

–Entonces podemos acordar que el futuro podrá comportarse de millones de posibles formas, sólo una de las cuales será igual que el pasado.

–Ciertamente.

–Siendo así, tienes que apostar. Porque para actuar necesitas tener algún grado de creencia acerca de cómo seguirá siendo el mundo cuando des el siguiente paso.

–¿Y qué si así fuera?

–Sólo esto: ¿A qué crees que te conviene apostar? ¿A que el futuro se comportará como el pasado, o a que podrá comportarse de una de millones de formas posibles?

Actuar implica apostar. Siempre. Al dar el siguiente paso no tienes forma de justificar tu suposición de que el piso continuará siendo sólido (ni seco). Podría continuar siéndolo, o podría hundirse con tu peso. O podría largarte disparado como un trampolín. O desvanecerse. O mojarte hasta las rodillas. Formalmente no es posible justificar ni la primera afirmación ni cualquier otra. Pero si quieres dar el siguiente paso, debes apostar a uno de los millones escenarios futuros (de eso depende nada menos el que decidas dar el siguiente paso o no, y, si lo das, el tipo de precauciones que eventualmente tomarás). Te conviene apostar por la primera alternativa. No porque sea la apuesta más segura, sino porque es la menos costosa: ya sabes cómo caminar sobre piso sólido. Y de hecho lo vienes haciendo sin inconvenientes.

Apostar es, en este contexto, sinónimo de creer. Y creer es lo contrario al escepticismo. Pero cuidado: debes contar con un método que te permita modificar tus creencias si el piso dejara algún día de comportarse como apostaste que lo haría. De lo contrario ingresas en el mundo del dogmatismo. ¿Cuál era ese método para Peirce? En realidad, eran tres.

Nuestras creencias se generan por inducción: observamos que una cosa sucede de tal modo una vez, dos veces, mil veces. Llegamos a creer que las cosas del tipo a la que aquella pertenece se comportan de tal modo. La observación sistemática de algo que ha sucedido, y especialmente la experimentación (el poner a prueba si, en determinadas condiciones, continúa sucediendo) nos permite crear una regla (por ejemplo, siempre que avanzo al caminar, el piso me sostiene). En palabras de Peirce: “Su fin es, mediante su sometimiento a la prueba del experimento, conducir a la evitación de toda sorpresa y al establecimiento de un hábito de expectación positiva que no quede frustrado. ¿Qué hemos de entender por verificación experimental? En la respuesta a esto entra en juego toda la lógica de la inducción”.

Una vez que fijamos una creencia comenzamos a actuar por deducción: cada vez que observamos la cosa, aplicamos la regla (en el ejemplo, caminamos, porque debajo existe un piso que nos va a sostener). Nuevamente en sus palabras: “La inducción infiere una regla. Ahora bien, la creencia de una regla es un hábito”.

Pero en algunas ocasiones la naturaleza decide cambiar sus hábitos. En estos casos sobreviene la sorpresa (¿cómo es posible que tal cosa esté sucediendo?). La sorpresa no es más que la constatación de un caso que no se ajusta a la regla en que creíamos. Entonces, ensayamos hipótesis que nos permitan predecir lo que a la luz de nuestra antigua creencia se nos presenta como algo extraño. Es el momento de la abducción o hipótesis. Según Pierce, “la hipótesis se da cuando encontramos alguna circunstancia muy curiosa, que se explicaría por la suposición de que fuera un caso de cierta (nueva) regla general, y en consecuencia adoptamos esa suposición”. La hipótesis es siempre al inicio una conjetura. Se trata de “una proposición que, si se hubiera sabido que era verdadera antes de que el fenómeno (sorprendente) se presentase, hubiera hecho el fenómeno predecible, si no con certeza, al menos como algo muy probable. Así pues, hace el fenómeno racional, es decir, lo convierte en una consecuencia lógica, ya sea necesaria o probable”.

Ponemos a prueba la nueva hipótesis por inducción, es decir, por sucesivas observaciones y experimentos. Si la hipótesis se sostiene, actuamos por deducción. Hasta que nuevamente la naturaleza haga de las suyas. Otra vez una hipótesis (abducción), y así.

Inducción, deducción y abducción constituyen la tríada del proceso de conocimiento en la teoría de Peirce. Forman un círculo que, como todos, no tiene principio ni fin. La mayor parte de su circunferencia (vista de lejos, casi su totalidad) corresponde al momento de la deducción, es decir a aplicar viejas reglas a nuevos casos y actuar en consecuencia. Pero no toda la circunferencia. Cuando la naturaleza nos sorprende apelamos a la abducción, luego a la inducción y volvemos al espacio seguro de la deducción. Tengo un ejemplo para este asunto de la sorpresa. Un acontecimiento que podría definirse como de gran sorpresa planetaria. Uno que nos obligó a modificar nuestras creencias acerca de cómo actuar en buena parte de nuestra vida cotidiana, de la noche a la mañana: la pandemia por SARS-CoV-2.

En esta ocasión, el futuro no se comportó, en muchos aspectos, como el pasado. Y continuó sin hacerlo. El 14 de marzo de 2020 a la mañana, por ejemplo, mi teléfono me informó que el viaje de mi casa a mi trabajo me llevaría, dadas las actuales condiciones del tránsito, algo así como 14 minutos. Pero ese día, como todos los siguientes, el viaje sólo duró lo que tardo en subir la escalera que lleva a la habitación donde tengo la computadora. Teletrabajo fue el nombre que acordamos para eso.

Las paredes de la ciudad de la filosofía

Charles Peirce se enfrentó con vehemencia a los intentos de la filosofía por colocar a la duda en el inicio de cualquier proceso de conocimiento. Podemos leerlo arremetiendo contra Descartes y Hume: “Filósofos de muy diversas tendencias proponen que la filosofía establezca su punto de partida desde uno u otro estado mental en que ningún hombre, y menos un principiante en filosofía, se encuentra realmente. Uno propone que comience dudando de todo, y dice que hay una sola cosa que no puede dudarse, como si dudar fuera ‘tan fácil como mentir’. Otro propone que deberíamos comenzar observando ‘las primeras impresiones del sentido’, olvidando que nuestras percepciones mismas son el resultado de la elaboración cognitiva. Pero en verdad no hay sino un estado mental desde el que se puede ‘comenzar’, a saber, el preciso estado mental en el que uno en realidad se encuentra en el momento de ‘comenzar’; un estado en que se está cargado con una masa inmensa de conocimiento ya formado, de la cual uno no podría despojarse si lo quisiera; ¿y quién sabe si, si se pudiera, uno no habría hecho imposible todo conocimiento para sí mismo?”.

Con mayor sencillez y belleza lo expresó en otro sitio del siguiente modo: “No pretendamos dudar en filosofía, de aquello de lo que no dudamos en nuestros corazones”. Tendemos a creer. Necesitamos hacerlo. Somos buenos en el arte de creer. Y nos resulta de la mayor utilidad.

Pero su enfrentamiento al escepticismo fue también uno contra el dogmatismo. Porque de eso se trata: dos caras de una misma moneda. Dudar de todo es irracional, por imposible. Como también lo es quedarse satisfecho de una vez para siempre con un conjunto de creencias. Para el padre del pragmatismo, la “primera, y en cierto sentido única, regla de la razón, (es) que para aprender se debe desear aprender”. Esto es una apelación contra el escepticismo. El escéptico no desea aprender porque considera infructuosa cualquier empresa de tal tipo. Pero también que: “al desear esto, no quedarse satisfecho con lo que ya se está inclinado a pensar”. Es una apelación contra el dogmatismo. A todo lo cual “le sigue un corolario que por sí mismo merece ser inscrito en cada pared de la ciudad de la filosofía: no bloquear el camino de la investigación.”

La Regla de Bayes es, según creo, una afortunada expresión matemática de aquella otra regla. Y de su corolario.

Agradezco los valiosos comentarios al borrador de este artículo de Agustín Courtoisie y Jaiher Pintos.

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