En Uruguay la conservación de la fauna no suele acaparar minutos en los informativos o los programas de debate ni protagonizar las portadas de los medios escritos. A lo sumo, los animales aparecen destacados por hechos anecdóticos o curiosos, como cuando se dejan ver en ambientes urbanos, entran en conflicto con los seres humanos o son suficientemente “raros” para que su solo avistamiento llame la atención. La pérdida de biodiversidad, por dramática que sea en todas partes del mundo (incluyendo Uruguay), no es un tema central de agenda. Ni la mediática ni la política.
En mayo de este año, sin embargo, se convirtió por varios días seguidos en la estrella del debate nacional. Un decreto aprobado por el actual gobierno, que introducía una serie de flexibilizaciones a la caza en el país, fue ampliamente discutido en medios y redes sociales desde varios ámbitos: político, académico, social.
Hay varios motivos por los que este tema despertó, justificadamente, el interés de la prensa, la sociedad y la clase política. Por un lado, generó una arena de lucha político-partidaria que poco tenía que ver con la fauna o su interés en ella, propiciada por una serie de desaciertos del gobierno. Entre ellos, haber aprobado un decreto cuya redacción fue facilitada por una parte interesada, como la Asociación Nacional de Cazadores del Uruguay y los empresarios dedicados a la caza turística.
Por el otro, el texto dejaba en evidencia inconsistencias serias de redacción, desconocimiento en la materia y cometía la incoherencia de justificar su existencia para el control de especies exóticas invasoras, pese a no contar con el asesoramiento de la comunidad científica especializada en el tema. A nivel de conservación, planteaba una interrogante por su posible afectación a la fauna nativa (al flexibilizar una práctica en la que a menudo “todo va para la bolsa”), y en el plano social abría la puerta a la discusión de “nuevas” sensibilidades, al despertar reclamos de organizaciones animalistas.
“Se discutió mucho este decreto que afecta, según mi impresión, a menos de 1% de los actos de caza que se llevan a cabo en el país, mientras que al mismo tiempo el sistema político, las organizaciones de la sociedad civil, los técnicos del gobierno y todos en general parecen ignorar la realidad en un mecanismo psicológico muy conocido, por ejemplo, cuando se te muere alguien, que es el de la negación, en este caso, haciendo de cuenta que no existe el resto de la caza, cuyo 99% ocurre por fuera de los límites de la ley. Está perfecto discutir lo del decreto, pero afecta muy poco a la realidad de la caza en el país”, dice el mastozoólogo Enrique González, encargado del Departamento de Mamíferos del Museo Nacional de Historia Natural.
González, que lleva más de tres décadas estudiando la fauna del país y viendo la realidad de la caza en el campo, predica en el desierto desde hace años. Él mismo se reconoce cansado de repetir algunos tópicos sin que nada se modifique con el paso del tiempo: la escasez de estudios de nuestra biodiversidad, las carencias de la Ley de Fauna, el desfasaje de las normas con la realidad. Quizá por eso está convencido de que es necesario cambiar de paradigma antes de que tengamos que pagar una factura carísima por no haber invertido a tiempo.
La naturaleza por los cuernos
En su reciente ensayo La caza para consumo humano en Uruguay desde la perspectiva de los sistemas socioecológicos, González explora los mecanismos que han permitido (y permiten) que la caza ilegal se perpetúe extensamente por fuera de cualquier control, y plantea la necesidad de generar nuevos mecanismos que unan a varias disciplinas y den respuestas integrales a un problema con muchas aristas. En otras palabras, lo que dice es que es imposible abordar y solucionar este tema si no entendemos que articula mundos distintos, que necesitan conectarse y colaborar. Pero antes de profundizar en ese aspecto, nos invita a retroceder algunos casilleros y explica por qué el sistema actual no funciona y requiere un cambio.
La caza se ha convertido en un asunto polémico (y un problema) en tiempos modernos, pero jugó un rol fundamental en nuestra evolución. Las percepciones culturales al respecto también han evolucionado, por supuesto. Aunque en algunos sectores sociales de varios países la caza sigue siendo fundamental para la subsistencia, una gran parte de la población tiene hoy una percepción negativa de esta práctica por varios motivos: éticos (la discusión sobre los derechos de los animales), culturales (el rechazo a esta práctica es más fuerte en determinadas especies o grupos carismáticos) o ambientales (la desaparición local o global de especies impulsada por la caza).
En Uruguay, sin embargo, se conoce poco sobre quiénes y cuántos practican una auténtica caza para consumo, y también sobre la presión que la caza en general podría estar suponiendo para las especies nativas.
“Si la caza sigue sin control, ¿qué va a pasar dentro de 20 o 30 años? ¿Cuál será el problema? ¿Seguirá todo más o menos igual? ¿El carpincho y la mulita serán resilientes? Si empezamos a mirar especie por especie quizá descubramos que no, porque a la caza hay que sumar el avance de la frontera agropecuaria, la intensificación productiva, la eliminación del campo natural por muchos factores (las pasturas implantadas, la urbanización, la forestación). La caza es uno más de todos estos temas, al que tradicionalmente en Uruguay no se le ha dado corte. Es interesante que un país que tiene gente comiendo mulitas, carpinchos, tatúes y otra cantidad de bichos día a día haya hecho desde siempre la vista gorda”, reflexiona González.
El propio González y el biólogo Juan Andrés Martínez Lanfranco plantearon en su libro Guía de mamíferos del Uruguay (2010) que en el país se estarían consumiendo anualmente al menos 18.000 mulitas, 9.000 tatúes, 5.800 carpinchos y 5.000 apereás, por nombrar sólo especies emblemáticas.
En este panorama Uruguay parece estar actuando como si fuera dueño del cuerno de la abundancia de la mitología griega, cuyo contenido exacto era impreciso y variado pero inagotable. La realidad es que los escasos datos que tenemos no son suficientes para saber si el cuerno de nuestra fauna se vaciará a corto, mediano o largo plazo, por comunes que sean las especies mencionadas. En buena parte esto se debe a “la poca cantidad de gente que hay dedicada al estudio de la fauna en Uruguay”, señala González.
Que la Ley de Fauna prohíba expresamente la caza de estas especies no parece estar haciendo gran cosa por evitarlo. La norma, que se remonta a la década de 1940, brinda una amplia protección legal a la fauna en general, pero, tal cual señala González en el artículo, “en general no se cumple y no existen prácticamente evaluaciones de campo de las especies que son objeto de caza, por lo que se desconoce el estado de las poblaciones de las especies y sus tendencias”. “El Estado uruguayo se encuentra en la actualidad mayormente omiso en las materias que le competen respecto a la conservación de la fauna”, remata.
Que la Ley de Fauna no se haga cumplir no es su único problema. La normativa desconoce además una realidad que es evidente para cualquiera que recorra el país, como si quisiera hacer cumplir literalmente aquella máxima del filósofo George Steiner: “Aquello que no se nombra no existe”.
Cada cual para su caza
“La ley no define y por lo tanto no reconoce la caza para consumo, y el Estado, por lo tanto, actúa como si esta no existiese”, señala el ensayo.
Para peor, hay algunas zonas grises que navegar en la terminología. En Uruguay la caza para consumo humano “puede solaparse con la caza comercial minorista, cuando se consume parte de un animal y se vende el resto o cuando se guardan algunos de los ejemplares capturados y se venden otros”, escribe González.
El tema se vuelve espinoso, porque a diferencia de otros países en los que hay una caza de subsistencia más fácilmente reconocible, como la que practican grupos aborígenes en la Amazonia, en Uruguay son pocos los que hacen “caza por subsistencia” –en el sentido de que ese sea el principal recurso alimenticio– y son difíciles de identificar. En el artículo González la denomina “para consumo doméstico por parte de la población rural”, pero sea cual sea el nombre que le queramos poner o lo que opinemos de ella, es un hecho que existe, que no está mencionada en la ley y que no está bien controlada actualmente.
Sin embargo, que el marco legal sea “inadecuado para gestionar la actividad de caza para consumo humano” no significa que se pueda solucionar simplemente modificando la ley y reconociéndola. “Podemos cambiarla, pero si no podemos actuar sobre la realidad, difícilmente se cumpla”, reflexiona González.
“Para avanzar en la normativa es imprescindible modificar antes el escenario. En las actuales condiciones de debilidad de las capacidades nacionales para investigar, gestionar y controlar el uso de la fauna, el reconocimiento legal de la caza para consumo en el medio rural podría ser aprovechado por personas a las que no les corresponda el derecho, ante la falta de fiscalización”, apunta el ensayo. Lo que nos lleva a otro asunto complejo, que es definir a quiénes corresponde justamente este derecho.
Aunque admite que es “un tema delicado”, González recuerda que en Uruguay existen antecedentes para guiarnos, por ejemplo, en la pesca artesanal, en la que se da autorizaciones a personas radicadas en el territorio para hacer uso de recursos naturales locales. Como la caza se practica en todo el país hay que tener en cuenta las escasas posibilidades de control, pero esa carencia podría ser paliada en parte por los distintos niveles del gobierno y también por organizaciones de la sociedad civil.
“Una estrategia para mejorar la gestión de la fauna en Uruguay no puede pretender de entrada trabajarse en todo el territorio”, aclara González. “Lo lógico sería tomar una zona demostrativa y realizar algún tipo de experiencia de cuantificación de las poblaciones y de la caza, caracterización social de las personas que cazan, valoración económica del recurso. De ahí saldría un primer bloque para empezar a comprender el fenómeno y delinear alguna estrategia para su gestión racional”, agrega. El trabajo de asistentes sociales, por ejemplo, podría determinar “qué personas tienen la necesidad de utilizar la fauna como parte de su dieta o de su cultura”, apunta.
Este le puso la sal, este lo cocinó...
Si bien la caza es una amenaza directa para la conservación de algunas especies nativas ya escasas en Uruguay (como puede ocurrir con el venado de campo o el tatú de rabo molle, por ejemplo), la mayor presión se concentra en un puñado de especies nativas que se cuentan con los dedos de una mano, como el carpincho, la mulita, el tatú, el aperéa o la perdiz (además de las exóticas, como el jabalí, el ciervo axis y la liebre, cuya caza es libre o está regulada). En el supuesto de que se identifique a un grupo de personas con necesidad de cazar y se autorice que lo hagan, ¿qué cantidad de animales se podría extraer de la naturaleza sin comprometer la conservación de las especies?
Nuestra realidad hoy hace imposible saberlo. La configuración actual del sistema “resulta inadecuada para garantizar la persistencia de las poblaciones de las especies cazadas y por tanto la actividad de caza”, indica el ensayo. “Varias de las especies que son objeto de caza han desaparecido de algunas zonas del país, como es el caso de los armadillos en la región metropolitana, del carpincho en la cuenca de la laguna del Cisne (Canelones) y de los cérvidos autóctonos en extensas regiones del país, con especies que se extinguieron a nivel nacional o regional (ciervo de los pantanos, venado de campo)”, amplía.
Llegar a una conclusión sobre la cantidad de ejemplares que se podrían extraer requiere conocer el estado de las poblaciones, “y si hay algo que en Uruguay desconocemos es en qué anda el bicherío”, resalta González. Para pensar en delinear algo así habría que fortalecer las instituciones que se dedican al estudio de la fauna y la fiscalización de las normas, todo esto en un área de actividad que no se caracteriza precisamente por la inversión.
Ante el argumento de que hoy es imposible hacer algo así por falta de recursos, González retruca: “Los recursos existen; hay que ver en qué los quiere poner uno. Si lo quiere poner en un plan de vivienda para gente carenciada, está perfecto; si lo quiere poner en la compra de tres aviones para la Fuerza Aérea, está perfecto, pero son decisiones”.
Sabe, y por lo tanto no lo plantea, que es imposible que se destine inmediatamente una gran cantidad de recursos para evaluar qué está ocurriendo con la caza para consumo humano en Uruguay, pero aclara que “sí sería bueno que el sistema académico político institucional de Uruguay hiciera algo más, tomando en cuenta que la caza es una de las presiones que sufre la diversidad biológica y el equilibrio del planeta para el presente y el futuro”.
Resumiendo, “no existen datos acerca de cuánto se caza, qué especies se consumen, cómo se reparte territorialmente la actividad cinegética para consumo humano, ni cuál es el estado y la tendencia de las poblaciones de las especies cazadas”, interrogantes a las que la realidad actual no puede proporcionar respuestas. Por lo tanto, es necesaria una “reconfiguración del sistema que modifique aspectos sociales y ecológicos, que adecue la legislación, fortalezca la institucionalidad pública y privada vinculada al tema, facilite la participación ciudadana y permita la recuperación de las poblaciones animales que son objeto de aprovechamiento”. Y es aquí, en la necesidad de esa reconfiguración, que volvemos a la interconexión y al cambio de paradigma.
Yo gobierno, tú gobiernas, él gobierna
Tal cual anuncia el ensayo en su título, la mirada que González propone para encarar el dilema de la caza para consumo humano en Uruguay es la de los sistemas socioecológicos, un enfoque relativamente nuevo que se basa en la teoría general de sistemas, que asume que “el todo es más que la suma de las partes”, que son interdependientes.
“El concepto de sistemas socioecológicos tiene que ver con la idea del ser humano inmerso en la naturaleza, la cual impone límites al ‘desarrollo económico'”, cuenta. Es decir, el Homo sapiens ha tenido tal influencia sobre la naturaleza que humanos y ecosistemas “en parte se han adaptado mutuamente y en otra medida se han enfrentado y afectado”.
Tomando la caza como sistema socioecológico, no es posible gestionarla apelando sólo al conocimiento científico, social, cultural o ético en forma aislada, sino que las distintas disciplinas deben “conversar” y trabajar en varios niveles. A veces “los científicos hacen una investigación, publican un paper y les da la impresión de que de alguna manera se cumplió con el objetivo, pero ese artículo tiene que pasar a ámbitos de divulgación y ámbitos técnicos gubernamentales”, ejemplifica González.
La necesidad de cambiar el enfoque radica en la “inoperancia de los sistemas sociales, en especial de los sistemas del poder que representan la política sumada a la economía”, que “pueden provocar consecuencias que afecten la diversidad biológica y las posibilidades futuras del ser humano de satisfacer sus necesidades vitales y aspiraciones de bienestar”.
Por lo tanto, “pasar de una concepción atomizada de la realidad a la idea de un gran sistema socioecológico global representa un cambio de paradigma cultural”, explica González en su ensayo.
En este caso, es necesario que colaboren “la comunidad académica, las clases políticas y empresariales, los movimientos sociales/ambientales y la sociedad en su conjunto, incluyendo especialmente a educadores y comunicadores”.
Los siete jinetes de la resiliencia
En su ensayo, González analiza la sustentabilidad de la caza para consumo humano en Uruguay desde esta perspectiva (o, dicho de otro modo, analiza cómo evitar que la caza afecte negativamente a las poblaciones de las especies cazadas) y enumera una serie de puntos que deben cumplirse para que el sistema sea resiliente.
Entre ellos, por ejemplo, mantener la diversidad y la redundancia (no sólo de genes, especies, ecosistemas, sino también a nivel social, con organizaciones y actores que se involucren en los controles y monitoreos); gestionar la conectividad (en este caso entre el Poder Judicial, el Parlamento, los distintos ministerios, alcaldías y otros sectores involucrados en el tema); fomentar el pensamiento sistémico adaptativo y complejo (no limitarse sólo a conocimiento académico); ampliar la participación (los gobiernos departamentales y locales y las organizaciones sociales y civiles del interior tienen que ser parte de la estrategia), y estimular el aprendizaje.
En otras palabras, para garantizar la conservación de las especies, es importante que todos, desde las familias a los cazadores, desde los políticos a las empresas, desde el gobierno central a las oficinas de medioambiente de las intendencias, hagan su parte y se involucren. Incluso quienes se oponen a cualquier tipo de caza, porque “en este tema no se puede separar biología de antropología, tecnología, sociología e incluso psicología y moral”, dice González.
Cambiar de paradigma no es sencillo ni inmediato, y mucho menos cuando no se destinan recursos al tema, pero hay una serie de pasos que se puede ir dando.
De lo particular a lo general
Un primer paso de bebé, por ejemplo (y González lo dice con el terror paradójico de quien teme a las comisiones), es crear una comisión que integre al Ministerio del Interior, al Poder Judicial, al Ministerio de Ambiente, al Ministerio de Educación y Cultura (del que dependen tanto el Museo Nacional de Historia Natural como el Instituto de Investigaciones Biológicas Clemente Estable) e involucre también a organizaciones de la sociedad civil y la Universidad de la República.
Una instancia así permitiría generar una propuesta que ayude a despejar las contradicciones que la caza tiene hoy en Uruguay. “A nivel de todos los tipos de caza hay cosas que se pueden mejorar, pero esto no va a ocurrir mientras la clase dirigente no ponga la lupa en el tema y dé algún paso concreto. Si no se hace nada, no se va a avanzar en ninguna dirección”, lamenta.
En un futuro no limitado por la disponibilidad de recursos, “la conformación ideal del sistema incluiría poblaciones saludables de las especies objeto de caza, un territorio cuyo manejo garantice la persistencia de la vida silvestre, un marco legal adecuado y un Estado con instituciones fuertes vinculadas con el tema”, señala el ensayo.
En este panorama ideal, ese Estado autorizaría la caza para consumo humano conociendo el estatus y las tendencias poblacionales de las especies cazadas, “procurando enfocar el tema desde la perspectiva de la justicia social, controlando eficientemente la caza ilegal, involucrando a la mayor cantidad de actores (incluyendo a los cazadores, los gobiernos locales y la sociedad civil organizada) y valorando la contribución del consumo de fauna silvestre al bienestar humano, a la economía y a la conservación de las especies que son objeto de aprovechamiento”, agrega.
Pero sin normas que “reconozcan y ayuden a afrontar la realidad, instituciones fuertes, poblaciones animales ‘sanas’ y participación social” sería imposible monitorear y sostener en el tiempo el consumo de animales silvestres y al mismo tiempo garantizar su conservación. En lo práctico, según González, la propuesta más accesible es comenzar con pequeñas unidades. Realizar experimentos de gestión de fauna en territorios controlados en los que efectivamente se otorguen permisos y cupos para caza por subsistencia, pero se controle eficientemente la caza ilegal.
En resumen, “es preciso sensibilizar a la población y a las propias autoridades, viabilizar mecanismos adecuados de monitoreo, tanto de las poblaciones animales como de la caza, y fortalecer la institucionalidad abocada a la educación, la investigación, la fiscalización y la represión de los ilícitos contra la fauna”, algo que sólo se puede lograr con mecanismos innovadores. Es un proceso complejo, pero continuar con un sistema que niega la realidad de la caza en Uruguay y no aporta recursos mínimos para su control no augura un gran futuro para la conservación de nuestra biodiversidad. A no ser que creamos, siguiendo el mito griego de la cornucopia y la cabra Amaltea, que los animales son criaturas fantásticas que jamás dejarán de producir frutos para nosotros.