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Ilustración: Ramiro Alonso

“Por el solo delito de ser negro”: abusos policiales contra los afrodescendientes en la antigua Colonia del Sacramento del siglo XIX

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La población afro sufrió marginación y criminalización incluso durante las décadas posteriores a la abolición de la esclavitud en Uruguay.

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Se ha divulgado hasta la saciedad, tanto desde la historia como por el turismo, la importancia de Colonia del Sacramento como puerto esclavista durante la época colonial. En 1722, en la gobernación de Vasconcellos, de una población de alrededor de 1.300 habitantes, 294 eran esclavos. De estos últimos, varios estarían destinados al comercio regional.

Un testimonio español anónimo escrito en 1766 comenta que anualmente los negros esclavos introducidos desde la colonia portuguesa nunca eran menos de 600. Estos son algunos datos que sustentan la relevancia del tráfico esclavista de Colonia.

A finales del siglo XVIII la población de origen africano era abundante, tanto en Colonia del Sacramento como en el Real de San Carlos. En este campamento militar en 1768, a una tropa de 500 efectivos, se le sumaban 63 africanos empleados en diversas tareas.

Para el siglo XIX la situación de los afrodescendientes es muy poco conocida. En el censo de Colonia del Sacramento de 1836, de una población de 762 personas, unas 95 son esclavas, cifra sin duda considerable. Para 1842, en medio de la Guerra Grande (1839-1851), fue abolida la esclavitud, y se incorporó a los afrodescendientes, de modo voluntario o a la fuerza, a los ejércitos (sobre todo al del Gobierno de la Defensa, con sede en Montevideo).

El general Fructuoso Rivera, en sus incursiones bélicas a Carmelo y el desaparecido pueblo de Las Víboras, llegó a mantener, para 1847, un campamento de 1.000 hombres, en su mayoría africanos, en la isla Martín García. Gran parte de estos soldados fallecieron durante el conflicto. En 1852, el conteo censal muestra una población para el departamento de 7.971 habitantes, entre ellos 422 individuos africanos (119 en Colonia, 180 en Rosario, 96 en Carmelo y 27 en Nueva Palmira). Aunque no contamos con cifras claras, el número global sin duda era menor que en la etapa colonial. En la segunda mitad del siglo tenderán a disminuir como grupo social, siendo invisibilizados en censos posteriores.

Levas y maltratos

En los archivos policiales (que están depositados en el Archivo Regional de Colonia) y en la prensa del momento puede percibirse la precariedad económica y social de la población de origen africano. Serán incorporados por la fuerza al Ejército y la Policía, siendo luego perseguidos y penalizados en casos de deserción. Reducidos en ocasiones a situaciones linderas con la esclavitud, fueron el principal objeto de abusos por parte de la Policía. Padecieron, finalmente, una constante marginación y criminalización.

Las informaciones y las filiaciones de la Jefatura Política y de Policía, ante contravenciones a la ley o deserciones, muestran sus perfiles. En mayo de 1876, se remiten tres presos desde Nueva Palmira. Uno de ellos, “negro de color”, fue enviado por desertor del ejército de línea, por ebriedad y por amenazar con un cuchillo a su patrón. En setiembre del año siguiente, ahora desde Carmelo, se avisa de la deserción a la Policía del “moreno” Juan Lesica, a quien se califica de “incorregible”.

Según las “averiguaciones practicadas”, huyó a las islas en una chalana. Desde la 1ª Sección de Policía Rural en San Juan, el 2 de abril de 1881, se comunica la deserción del guardia civil Estevan Rodríguez, adjuntándose su filiación. El detalle es el siguiente: “Patria Oriental. Edad 19 años. Estado soltero. Profesión Guardia Civil. Estatura Alto. Color negro. Cabello mota. Barba ninguna. Boca grande. Nariz chata. Ojos negros”.

El hecho de que algunas de estas personas fueran reclutadas por medio de la coacción, además de los abusos que podían padecer en el Ejército o la Policía, motivaba las deserciones. En el caso de la Policía la mayoría de los desertores eran hombres jóvenes. Su alejamiento tal vez respondiera a las causas anteriores, a las cuales se les puede agregar el atraso en los pagos y la no adaptación a las prácticas policiales.

En circunstancias excepcionales estos casos podían llegar a la Justicia. En junio de 1879, desde el juzgado letrado se eleva un reclamo a la Jefatura Política y de Policía. Pedro López, vecino de la 3ª Sección (Carmelo), expone allí que en febrero del año anterior fue remitido preso a Colonia por el subdelegado Manuel Patiño, que lo había encontrado en una “Academia de Baile” (o prostíbulo). Desde ese momento, aunque figura como “soldado de policía”, se lo destinó como cocinero en el domicilio del jefe político Máximo Blanco. Aunque varias veces suplicó por su “libertad”, para así ayudar a su madre, que es una “anciana octogenaria” pobre y sin recursos, su “habilidad de cocinero” influyó para que el jerarca no lo dejara marchar. Pero lo que más pesa en su tratamiento es el tema racial: “si mi condición de moreno ha imperado en el Señor Jefe Político para disponer de mi persona a su antojo hay que hacerle presente que la esclavatura ha concluido y que nadie está autorizado a proporcionarse criados a su voluntad”.

Foto: Ramiro Alonso

No sabemos qué sucedió con el trámite, pero la “cautividad” de más de un año y los infructuosos pedidos de liberación no son indicios de una solución satisfactoria.

A la Justicia también pasó el caso de Ramón Pérez, al parecer reclutado a la fuerza como soldado del piquete custodia de presos. El procurador Teófilo M Iglesias llevó su defensa. En su escrito, del 29 de marzo de 1881, alegó ante el juzgado: “1° - Mi defendido, Sr. Juez Letrado, es un pobre hombre de color bajo, tiene cincuenta años de edad y es el mandadero constante de infinidad de familias que le honran utilizando sus servicios. Su reconocido celo en el cumplimiento de sus deberes, a pesar de los achaques adquiridos en nuestras constantes luchas civiles, donde era por su color bajo, el soldado obligado, le hicieron adquirir la confianza del vecindario, ganándose lo suficiente para su sostén y el de su familia representada por una hermana y varios sobrinos. Por su edad, sus achaques y hábitos de trabajo creíase, mi defendido, seguro de escapar a la codicia de aquellos que poco les importa arrancar un ciudadano del hogar, dejar una familia en la orfandad, con tal de satisfacer sus deseos, por ser un soldado negro”.

En el segundo punto, el procurador alega que su defendido, “a pesar de las leyes que nos rigen, de su avanzada edad, de sus achaques y de sus hábitos constantes de trabajo”, fue conducido al departamento de policía y convertido en soldado “por el solo delito de ser negro” (subrayado en el original) y fue destinado “a una compañía urbana donde se encuentra de tambor”.

Esta puede ser una biografía arquetípica de numerosos afrodescendientes: en la juventud soldado, durante las guerras civiles; después sirviente y, como en este caso, metido otra vez por leva forzosa a integrar la tropa.

Iglesias, para reforzar la idea de vulnerabilidad de su defendido, usa la expresión “color bajo”: desde su interpretación, Ramón Pérez se encuentra, por su color, en un plano de inferioridad en la escala social. En términos actuales, y sin querer exagerar, se podría referir que el procurador incurre en un proceso de revictimización en el trámite presentado. La víctima, por su color de piel, es el doble de desdichada.

El jefe del piquete, José M Roldán, argumenta contrariamente y le saca gravedad al tema racial, pues el “tambor Ramón Pérez” firmó un contrato de conformidad, comprometiéndose a servir por tres meses.

Un día Roldán se lo cruzó en la calle Ituzaingó de Colonia del Sacramento y le propuso ingresar al piquete, entonces aceptó sin que “nadie lo citara ni menos lo condujera en arresto”. Aunque los asertos de Roldán fueran ciertos, sin duda que la asimetría entre ambos influyó de manera coactiva para la incorporación al piquete.

En otras oportunidades la prensa, ante la alarma de los vecindarios locales, denunció los maltratos hacia afrodescendientes. En 1888 el periódico carmelitano El Progresista señalaba las prácticas irregulares de varios funcionarios policiales, que de alguna manera eran una continuidad de los abusos que se venían dando desde el gobierno militarista del general Máximo Santos (1882-1886).

En enero de ese año, en Nueva Palmira, los hombres del subdelegado Mayor Isabelino Pérez flagelaron en la vía pública al “moreno” Raymundo Díaz. El subdelegado, conociendo los hechos, avaló la conducta de sus subalternos.

Las torturas fueron presenciadas por 50 personas; el vecindario de Palmira, integrado en su mayor parte por extranjeros, levantó una queja al jefe político José M Neves. El Progresista informó en varias ediciones acerca del episodio, en respaldo al accionar de los vecinos. Neves desestimó la denuncia, pero de todas formas trasladó al mayor Pérez como subdelegado a Rosario.

El apoyo hacia Díaz derivaba de su pobreza y condición racial. Las críticas al procedimiento tienen que ver con que aconteció frente a la mirada de todos, lo cual demostraba una conducta policial poco “civilizada”. El ataque a los grupos subalternos, si ocurría, debía esconderse. El moreno Raymundo Díaz representaba doblemente a los grupos populares: por su situación social y por su color de piel, y eso era algo que preocupaba en extremo al vecindario palmirense. El castigo “bárbaro” en su cuerpo, que venía a reforzar su marginalidad, era una prueba de la falta de tacto, del “mal gusto” de los funcionarios policiales. Por eso, quizás, la virulencia del reclamo.

Estos episodios, entre varios que no pudieron llegar a la Justicia y la prensa, revelan un racismo tolerado, naturalizado, tanto de parte del Ejército y la Policía como de los encargados de proteger a los afrodescendientes. Sólo se refieren a hombres, lo que estaría evidenciando que la situación de las mujeres era aún más vulnerable, del todo invisible.

En sus matices marcan un destino unitario: la pobreza constante, la criminalización y el maltrato, la permanente insignificancia social. Y el Ejército y la Policía, aunque su incorporación fuera forzosa, como un precario medio de ascenso económico y social.

Ante un brillante derrotero existencial de agricultores y comerciantes, que llegaron como inmigrantes a Uruguay y al departamento de Colonia durante la época, es oportuno rescatar esta otra contraparte, frágil y discriminada. Sus voces casi no fueron atendidas en su momento y la historia tampoco las recogió. Para no tolerar más el racismo, debemos comenzar a escucharlas.

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