Los textos memorialísticos no abundan en el panorama literario del departamento de Colonia. Una excepción al respecto es el libro del maestro Juan Fontana Mendoza, el cual recrea la vida social y cultural de Colonia del Sacramento al comenzar el siglo XX. Elaborado en base a “retratos” y “anécdotas”, según declara Adolfo Rodríguez Mallarini en el prólogo, deja entrever, con una evocación no carente de humorismo, las nuevas conductas, las recientes pautas de consumo y tecnológicas (del automóvil al cinematógrafo), que iban convirtiendo a la pequeña aldea en una ciudad.
Su autor, Juan José Fontana Mendoza, se desempeñó como maestro y director en varias escuelas del departamento, figurando como fundador del liceo popular de Nueva Palmira, lugar donde vivió muchos años. Acerca de este libro, en un artículo publicado por la revista Estampas Colonienses (Nº 52, febrero 2005), se afirma: “Fontana fue nuestro primer historiador popular: el primero que rescató la historia reciente y cotidiana”.
Si bien es cierto que señala el foco en lo popular y cotidiano, el texto se constituye en una fuente histórica más que en historia. No sólo por la separación metodológica que existe entre memoria e historia, sino porque su aproximación al pasado, de tono sobre todo anecdótico y teniendo por meta divertir, elude cualquier intento serio de cronología o de veracidad en el acontecer. Esto no ocurre solamente porque el autor privilegia el registro oral sobre cualquier indicio de registro escrito, sino porque el texto se construye en general apelando a la ficción, a una narración casi novelada. Por eso hay nombres que se alteran o se cambian. No obstante, esto no impide que el libro, ya visto desde los aspectos de la disciplina histórica, resulte estimable por sus visiones de lo social y lo cultural, por el señalamiento de comportamientos y pequeños gestos que se daban en esta ciudad en transformación. Al respecto, cabe citar sus datos invaluables sobre el polifacético intelectual y humorista Washington J Torres, alias Pajarito, y el grupo carnavalero La Piolita. Su estilo ameno, asimismo, lo hace un texto por demás transitable, tanto desde la historia como desde la literatura.
En este artículo deseamos destacar algunas escenas sociales e históricas que el escritor recoge, y cómo pueden dar cuenta de una mentalidad o sensibilidad coloniense de principios del siglo XX. El autor, como rasgo señalado de estos recuerdos, apela a lo visual, a una descripción detallada y casi táctil de los personajes y paisajes que se presentan: “Veo el Dique, la Punta de San Pedro, La Comandancia, la Barraca de Caraciolo, la Farola, el Fuerte de Santa Rita, los murallones coloniales, la Playa Honda, el Barrio Sur, el Barrio de Las Quintas, el viejo Cuartel y mil lugares más” (página 8).
En sus memorias de la infancia evoca un racismo ambiente, el cual tendría lejanos precedentes en la sociedad de castas o en las más nuevas teorías del darwinismo social. Esa sociedad sin indios, que deseaba ser el Uruguay del 900, en su búsqueda de la homogeneidad tampoco habilitaba otras disidencias. “Mi madre tenía una malhadada costumbre. Supongo que no hacía discriminación racial pero, evidentemente, le molestaba que yo hubiera nacido morocho. Por lo tanto me prohibía que anduviera al sol. Por otra parte, antes de salir a la calle (yo hacía mandados a lugares cercanos) me empolvaba el rostro” (p. 22).
Aquí, además del racismo, se esboza otra clave que el escritor irá ofreciendo a lo largo del libro, clave que constituye el meollo de la sociedad coloniense: el deseo de aparentar. Numerosas anécdotas girarán sobre este tópico. La fisionomía de la ciudad misma estará moldeada por esta impostura, por esta vocación de la máscara.
Un ejemplo de este aparentar es el de un matrimonio, cuyo esposo, por “medio de triquiñuelas políticas”, logró conseguir “un cargo en una Oficina Pública”. En su anhelo de ascenso social, la pareja intentaba demostrar una cultura letrada que no poseía. Con sorna, señala Fontana Mendoza: “Los vecinos sonreían cuando al pasar frente a la ventana del comedor observaban la biblioteca, puesta ex-profeso bien visible y donde lucían almanaques, semanarios y toda suerte de cachivaches literarios que no valían su peso en papel” (p. 55).
Podemos imaginar que muchos miembros de la clase media emergente, tendrían este arte de fingir como norma de vida. La Colonia del momento, cabe advertir, abundaba en empleados públicos y dependientes de comercio, casi las únicas actividades que tenía la ciudad capital. Las ínfulas y el darse dique serían el único consuelo disponible en medio de las estrecheces cotidianas, en vista del diminuto espacio de producción y consumo que deparaba la ciudad.
La autenticidad, por lo tanto, no estará aquí, sino en los sectores populares, en las fiestas, el humorismo y los carnavales. El autor recuerda el Barrio Sur y la calle Ángel Hernández (actual San Pedro), donde habitaban mujeres que tenían “mala fama”. En la costa, sobre las rocas, las “pobres lavanderas trabajaban de sol a sol, enjabonando, restregando y golpeando las ropas” (p. 106). Un aire entre familiar y extraño se le presentaba al autor durante sus paseos infantiles por el barrio, entre los “restos de edificación colonial y los pocos vestigios que de ella permanecían intactos” (p. 105).
Otros recorridos infantiles lo acercaban al mundo obrero: “Recorrimos los médanos; llegamos al muelle Ferrando y nos entretuvimos observando el embarque de arena y la ruda tarea de los paleros, que sudorosos arqueaban sus cuerpos y enterraban las enormes palas con morbosa pasión. Sin embargo, el arenal parecía no empequeñecer nunca” (p. 128). En este encorvarse de los cuerpos, en este gesto común a paleros y lavanderas, ambos en tenso diálogo con la naturaleza, emerge una realidad desnuda, donde el dolor aleja cualquier rastro de mentira.
El humor, la fiesta y el carnaval se condensan en las figuras de Washington J. Torres y el bar La Barra. Los empleados de la estación del ferrocarril, al llegar la noche, se “trasladaban a La Barra y allí rendían culto a los cuarenta cartones y al Dios Baco” (p. 139). Allí también se reunían los integrantes de la “agrupación jocosa” llamada “La Barra de los Piolas”. Pajarito Torres era su letrista y los dirigía tañendo su flauta. En las mesas de La Barra o en los días de carnaval, surgía una sociabilidad popular, la cual vulneraba las jerarquías y ponía el mundo del revés. Entonces la máscara, la locura de Momo, no era sinónimo de engaño, sino de una vitalidad apasionada, urgente y sin tapujos. Cabe aclarar que Torres, como funcionario público, no era ajeno a la otra vida gris del simulacro.
El alma de la ciudad, además de en la impostura, se basa en la fatalidad. Esa atracción de la ruina, surge en el diálogo con un anciano memorioso, don José. Uno por uno se enumeran los emprendimientos que la ciudad tuvo y cómo fue que fracasaron. La fábrica de cola de Juan Irigaray, establecida al comenzar la década de 1880, funcionó “unos pocos años y no marchó más” (p. 153). El saladero de los hermanos Drabble a “los pocos años dio quiebra”. El muelle quedó “de regalo”, pero “la acción del tiempo lo destrozó…” (p. 154). Todo parece suceder “pa peor”. “Se van las fuentes de trabajo. Las industrias no prosperan. Los oficios caen en desuso o se degeneran” (p. 154).
La sentencia de Míster Manton, vuelta casi como una profecía, parece marcar con el signo de la ruina a todo lo que quiera hacerse en la ciudad. El propio empresario estadounidense vivió en carne propia esta fatalidad: “Y el pobre Manthon [sic] vio caer por tierra todos sus sueños. Los que no se mofaban de él eran enemigos encarnizados de sus anhelos de adelanto” (p. 155). ¿La impostura será un imán de la ruina? ¿La ciudad que se finge ser algo termina por no ser nada? Difícil saberlo: quizás el carácter fronterizo del lugar, su vocación de “tierra de nadie", esté en el fondo de todo.
A través de los ojos de Fontana Mendoza, de ese niño que alguna vez fue, emerge esta ciudad entre melancólica y fantasmal. El tiempo, como a cualquiera, no la perdona: “En el barrio de Las Quintas no se ven los muchachos [...], con sus trompos y ‘chauras’ en la mano. Nadie juega a las bolitas en la calle ni en los baldíos.” (p. 230). Será a través de la memoria y lo escrito como, una a una, caigan las máscaras.
Juan J Fontana Mendoza, Allá lejos... Estampas evocativas (Historias de mi ciudad), Nueva Palmira, 1969.