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Luciano Luterau.

Foto: Federico Gutiérrez

Luciano Lutereau: “Nunca como antes nuestra generación está obsesionada por hacer las cosas bien”

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Autor de “Más crianza, menos terapia” y “Esos raros adolescentes nuevos”, busca posicionarse lejos de la doctrina para exponer la angustia que implica acompañar el crecimiento.

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La noción de familia viene reconfigurándose y las transiciones generacionales son más débiles, confirma el psicoanalista argentino Luciano Lutereau, además doctor en filosofía y en psicología, quien tiene al menos dos trabajos de divulgación sobre el tema. Hace diez días, invitado por la Coordinadora de Psicólogos del Uruguay, vino a presentar Más crianza, menos terapia. Ser padres en el siglo XXI (Paidós, 2019, distribuye Psicolibros Waslala), en la víspera del seminario “Síntomas actuales en la infancia”. Claro que sumarse a una charla de psicoanalistas comprende ir a escuchar de crianza y terminar debatiendo sobre linaje, pulsiones y deseo, ya que “el niño de nuestra época no es el niño freudiano; ahora muchas veces trabajamos para que el deseo de saber aparezca”. Lutereau, que es hijo de un pediatra y pasó por análisis por primera vez a los cinco años, dice que “nunca hay que perder de vista la artificialidad del dispositivo”, y que escribe “contra la intención normativizante”. Con una cadencia que aparenta ser inalterable, habla en base a su doble experiencia, desde la clínica y la paternidad, y luego de acercarse a investigar los espacios de crianza alternativos: “Nunca como antes nuestra generación está obsesionada por hacer las cosas bien. Y cuando uno se obsesiona, hace todo mal. Uno tiene que descubrir su forma singular de relacionarse con su hijo y nadie le puede decir de qué manera hacer las cosas mejor”.

En un mundo donde proliferan los manuales de crianza y los consultores en sueño y destete, temas como el colecho dividen las aguas. ¿De qué lado estás?

Tomando la cuestión del colecho, no se trata de estar a favor ni en contra. Las decisiones de crianza las tienen que tomar los padres, y no hay un saber profesional que les pueda decir qué conviene hacer y qué no. Hay casos en los que el colecho funciona y está buenísimo, y hay casos en los que es un problema. El tema es cómo se implementa en cada familia. Quienes nos dedicamos al trabajo con padres debemos tener siempre la precaución de no sugestionar ni hacer bajadas de línea ni, de alguna manera, moralizar. Justamente, uno de los grandes problemas que hay hoy en día en cuestiones de crianza es que los padres están más inseguros, tienen más miedos, y eso hace que busquen saberes que les garanticen qué es lo que tiene que hacer. Responder a eso es casi como quitarles su lugar. Entonces, no creo en el especialista en paternidad. Sí creo, como terapeuta y como padre, que la crianza es angustiosa, que cualquiera que tenga que acompañar a un niño en sus primeros años se va a sentir seguramente desvalido; que el mundo actual no es el mejor para criar a un niño, y que la respuesta no es por el lado de la receta mágica sino volviendo a implementar redes de contención o espacios sociales donde, como le gustaba decir a Nelson Mandela, a un niño se lo cría en una comunidad. Donde hay lazos de parentalidad los padres se pueden apoyar en otros padres y, a su vez, entre varios, ir estableciendo consensos acerca de cómo ir acompañando a los hijos.

Desde la portada transmitís esa idea de colectivo, porque quienes están expectantes, viendo qué va a hacer ese niño, parecen ser dos mujeres y un hombre.

La foto de tapa surgió en contraposición a una conocida imagen de un fotógrafo vienés de fines del siglo XIX: una familia en la cual van el padre y la madre delante, con los brazos cruzados en la espalda, y el niño pequeño detrás, imitando el gesto. Esta tapa lo que hace es mostrar una configuración familiar totalmente distinta. Tenemos tres personas que podrían ser el padre, la madre y el novio de la mamá, o la novia del padre, o una familia homoparental... ya no es la concepción de familia que teníamos hace 50 años. Aparte de que un aspecto muy importante es que el tiempo que pasan los niños con sus padres es mucho menor. En otra época quizás era más común que después de cierta hora el espacio doméstico fuera cerrado, un espacio que quedaba clausurado porque una vez que los padres llegaban de trabajar no había una conexión con el afuera, incluso llamar a una casa después de cierta hora era mala educación. Hoy en día, con las nuevas tecnologías, el afuera está adentro todo el tiempo.

También pasan mucho más encerrados.

Al mismo tiempo están más encerrados y están mucho más afuera. Una idea que desarrollo es lo que llamo la privatización de la crianza. Esto quiere decir que cuestiones que hasta hace unos años los padres no decidían, hoy tienen que hacerlo. Esto está asociado con cierta decadencia de la idea de Estado-nación o de criar hijos para que sean futuros ciudadanos. Hoy se crían hijos para que sigan siendo hijos (a veces durante toda la vida). Los padres pueden preguntarse si acaso quieren o no vacunar a sus hijos, cuando en realidad eso es una ley, ¿no? Si fuera más fuerte la idea del Estado-nación no nos preguntaríamos ciertas cosas. Y la idea de ciudadano es muy importante, porque implicaba que los hijos eran principalmente hijos del Estado. En ese sentido, la privatización de la crianza se ve muy claramente en Argentina con todo lo relativo a la educación sexual integral, donde el eslogan de un grupo de padres es “no te metas con mis hijos”. Los hijos cumplen una función de transmisión de un saber comunitario para que el día de mañana sean futuros ciudadanos, no para que sean mis hijos, separados del Estado donde vivo.

Esa crisis de autoridad, ¿se alimenta de un despiste de los padres que no quieren ser los que ponen límites?

Tiene que ver con una coordenada: el libro está dirigido a aquellos padres que hoy pueden tener entre 35 y 50 años; hay una interpretación generacional que hay que hacer ahí, que es la generación de padres que no quieren ser como sus padres; que, por ejemplo, en el momento en que se encuentran con tener que retar a un niño no quisieran pegarle, cuando hace 50 años pegarle una cachetada a un niño era algo que no era mal visto socialmente. Entonces, nos encontramos con estos padres actuales que por un lado no quieren ser como sus padres, pero al mismo tiempo, de alguna forma, reproducen con sus hijos, por decirlo así, el querer reparar su propia historia. Eso hace que al definirse por la negativa terminen teniendo poca plasticidad. Pasan, por ejemplo, de no querer pegarle a un hijo a directamente no saber cómo retarlo. La autoridad tiene un componente simbólico pero también tiene un carácter físico. ¿A qué me refiero? Un fenómeno que nos tiene que preocupar es que actualmente son muchos los chicos que les pegan a los padres. ¿Qué ha pasado? que los padres buscan ser demasiado explicativos, pero el diálogo viene después de la sanción.

También están los padres que le pegan a la maestra.

Sin duda, y eso es una deuda o un efecto generacional de que los que fueron niños en las décadas del 70 y el 80 hoy son padres, y se encuentran sintomatizando su propia relación de hijos. Lo ves muy claro porque son los padres que hoy en día, cuando sus hijos no se portan bien, les dicen: “Le voy a decir al abuelo”. O sea, cuando tienen que invocar una autoridad, se remiten a la de sus padres.

Tampoco hay que perder de vista que esa generación vivió en sociedades represivas.

Absolutamente, pero lo fundamental ahí es que quienes tenemos entre 35 y 50 y pico de años nos hagamos cargo de nuestros propios síntomas como hijos, porque en buena medida somos hijos que tuvimos hijos sin dejar de ser hijos. Son muchos los padres que tienen hijos de 18 años y les cuesta acompañarlos para que salgan al espacio público, para que se autonomicen. Un ejemplo típico son aquellos casos en los que los padres se van de viaje y prefieren dejarle la comida hecha al hijo para que no cocine, porque no sabe. Ya no es común que le expliquen a un hijo cómo se arregla un enchufe, pequeños rituales de autorización de la experiencia de un adolescente, que lleva a que hoy en día un gran problema que tengamos son esos jóvenes que tienen entre 16 y 25 años y no saben hacer nada: no saben cocinar, no saben cambiar una bombita, porque han quedado infantilizados.

¿Pero no se crean nuevos rituales?

Los nuevos rituales de los jóvenes muchas veces están vinculados a los consumos compulsivos –el ritual del alcohol quizás es el más claro de todos–, en los que justamente faltan formas de iniciación de la juventud. Los criterios de pasaje hoy en día no son muy definidos. Por poner un ejemplo trivial, yo tengo 40 años y me dicen “qué joven que sos”. Esta idea de seguir pensando en términos de juventud ampliada tiene consecuencias, principalmente éticas, sobre todo acerca de cómo pensar la idea de responsabilidad. En un caso que escuchaba en días pasados, a un muchacho de 22 años lo encontraron con una cantidad de marihuana tratando de ir de una provincia a otra y me decían “fijate lo que hizo, es un tarado”. Pero eso tiene una gran consecuencia jurídica. A veces cuesta que los padres puedan entender que hubo una dimensión delictiva, que la relación con la ley no admite el atenuante del “y yo qué sabía”. Volvemos a lo que hablamos antes de la ciudadanía. Es un problema en nuestro tiempo ese “no sabía” aplicado a las más diversas relaciones personales. No hace falta más que llevar esto al plano amoroso y, cómo muchas veces cuidamos poco el vínculo con el otro.

Al mismo tiempo se ponen de moda expresiones vacías como “me hago cargo”.

Es un hacerse cargo que no es responsabilizante, porque es “reconozco que soy culpable” pero sin consecuencias reparatorias. Es “sí, fui yo, y qué”. En los jóvenes de hoy en día, con la cuestión del poliamor, o al repensar sus vínculos en relaciones abiertas, más que una promiscuidad noto que están repensando la idea de responsabilidad de una forma mucho más interesante. Porque en muchos casos este tipo de formato, que no necesariamente pasa por la figura de la pareja, implica tener que recuperar que lo que te une al otro es el cuidado. Es una dimensión de cambio enorme, para no pensar que todo lo que les pasa a los jóvenes es negativo.

¿Qué rango de edades atendés?

Una cuestión que me sorprende de mi práctica es haber empezado a encontrarme casi que con bebés, diría, niños que vienen en brazos de sus padres, hasta adultos, personas grandes. Lo que caracteriza a Esos raros adolescentes nuevos [editorial Paidós] es que en realidad piensa en los adolescentes pero también en la ampliación de la adolescencia. De hecho, hace unos días se viralizó un video de Mick Jagger, recién operado del corazón, bailando. Hay algo ahí de esa añoranza de juventud que sin duda es una ampliación de la adolescencia.

Se alarga la adolescencia pero se habla de que se queman etapas. ¿La infancia es más corta?

Por un lado, hay un prolongamiento de la infancia hacia la adolescencia; existía en otra época una transición, que era lo que se llamaba el período de latencia, principalmente dedicado a que el niño pusiera su interés en los aspectos educativos y en la relación con los otros. Cada vez más ese período –que iba entre los cinco y los 13 años– se achica y más bien lo que hay es una continuidad de las relaciones familiares en el vínculo con otros. Por eso un problema muy común en los jóvenes es la dificultad para tener amigos. Algo que caracteriza a la época actual es que la relación con un compañero sexual es a veces previa a la aparición de pares donde estar incluido. El gran trabajo psíquico o mental de un adolescente es poder armar primero un grupo y luego salirse. Hoy encontramos jóvenes para los cuales ese grupo no se llega a armar. También están aquellos que permanecen en el grupo: me refiero a esas personas de 40 años que todavía siguen pensándose en función de “los pibes, los amigos”, siempre dependientes de su grupalidad.

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