El país más grande del mundo tiene una relación numéricamente invertida, comparada con otros, en materia de preferencias sobre animales de compañía. Según una encuesta del grupo de investigación Dalia, 59% de los rusos tiene al menos un gato, seguido por Ucrania y, en tercer lugar, Estados Unidos. Ese porcentaje de los soviéticos supone 10% más que en cualquier otro lugar, y la explicación está arraigada en una tradición que en el siglo XVIII impuso Isabel Petrovna Romanova. La emperatriz abrió las puertas de su palacio a un gran número de felinos con un claro propósito: el exterminio de las ratas que lo azotaban.
Tal es el apego de los rusos con los mininos que tienen su propio día del gato, el 1º de marzo, independientemente de los días que utiliza Europa (17 de febrero), Estados Unidos (20 de febrero o 29 de octubre) y la fecha internacionalmente instaurada por la International Fund for Animal Welfare, el 8 de agosto.
Si se visita San Petersburgo, existen varios guiños referidos al mundo felino y uno puede irse con múltiples souvenirs temáticos, como imanes, postales, paraguas, remeras y otras cuestiones cuyo protagonista principal es un felino doméstico. La recurrente figura del gato se debe, entre otras cosas, a historias relacionadas con el pasado de la ciudad, más precisamente, a tiempos de guerra.
Cuando los nazis sitiaron Leningrado (hoy San Petersburgo), la cosa se puso fea. Entre 1941 y 1944, tiempo que duró el cerco alemán, más de 600.000 personas murieron de hambre y las que no, intentaban sobrevivir cuando lo poco que tenían a mano era, entre otras cosas, cinturones de cuero y pegamento de carpintería. Y cuando el tema se complicó de verdad, la necesidad de paliar el hambre llevó al consumo de mascotas.
Tras una baja considerable de perros y sobre todo de gatos, los que empezaron a copar la parada fueron los roedores, más que nada las ratas. Además del destrozo en los graneros y el creciente ascenso de enfermedades, eran tantas las ratas que, accidentalmente o no, ocurrían ataque a personas.
Ante la situación, las autoridades desplegaron diferentes estrategias para perseguir y eliminar la plaga. El uso de armas de fuego e incluso de tanques para aplastarlas tuvo resultados penosos hasta que el sitio nazi terminó, allá por enero de 1944.
Luego, aunque no existan documentos oficiales que registren el momento, la “división maullido” se hizo cargo del problema. Según cuentan los sobrevivientes, cuatro vagones llenos hasta la manija de gatos llegaron a la zona problemática provenientes de Yaroslavl y de algunas ciudades de la región de Siberia. Algunos ejemplares fueron enviados a los depósitos de alimento y otros, regalados directamente a la población en la propia terminal ferroviaria. Según cuentan, más de 5.000 gatos hambrientos (se evitó a propósito alimentarlos durante el viaje) de un día para el otro coparon la urbe rusa y, en poco tiempo, la casa estuvo en orden.
Al igual que lo sucedido en Europa en tiempos de peste negra, fueron los gatos los que en Leningrado hicieron el trabajo silencioso, ese que no se relaciona con ponerle el pecho a las balas en el frente de batalla pero que, aun así, es indispensable para el desarrollo sanitario y económico de los centros urbanos y sus habitantes.
En memoria del servicio prestado por los descendientes de los felinos de Yaroslavl y sus parientes siberianos, en el año 2000 fueron erigidos varios monumentos en San Petersburgo para honrar y recordar a estos felinos, claves en la recuperación de la ciudad portuaria en épocas de posguerra. Uno de ellos se encuentra sentado en una especie de pedestal, donde mira y vigila eternamente a los habitantes de la ciudad.