El último título que publicó el psicoanalista argentino y doctor en Filosofía Luciano Lutereau, Contactos frágiles (Paidós, 2024), es un libro que trata de volver a pensar la vincularidad en un contexto de creciente individualismo. Para eso expone los síntomas de la sociedad contemporánea, entre ellos una pulsión de seguridad entre sujetos temerosos, que demonizan al que se les ponga enfrente. Mientras el lenguaje del marketing va permeando las relaciones interpersonales, no extraña, señala Lutereau, que “los vínculos estén cada vez más estallados”. Se trata del segundo libro que escribe junto al doctor en Ciencias Sociales e investigador del Conicet Esteban Dipaola, y se lo dedican a sus respectivos hijos. De una nutrida obra, en la que Lutereau va profundizando sobre crianza, parentalidad, masculinidades y arreglos de pareja, es quizás el trabajo en el que más convergen estos temas.
¿Cuál fue el detonante para que decidieran escribir este ensayo como un puente de Durkheim a Freud?
Este es un libro que empezamos a pensar en el contexto de la pandemia, y sobre todo partir de una reflexión general sobre los vínculos, sobre el lazo social. Efectivamente, parte de los fundadores del psicoanálisis y de la sociología, que son Durkheim y Freud, y llega hasta nuestros días, a la sociología contemporánea y al psicoanálisis actual; las sociedades, como se las llama a veces, posindustriales, pospatriarcales. En definitiva, la idea de lo posmoderno también. Nos interesaba mucho esa idea del después. O sea, pareciera que estamos viviendo un tiempo que es el del después, que no sabemos muy bien en qué consiste y se nos presenta completamente difuso, ambiguo, frágil. Nos importaba, y entendemos que la pandemia un poco lo fue mostrando, cierta desaparición de ritualidades, de estructuras simbólicas que aseguran los vínculos. Con la pandemia llegamos a ver lo que ocurría con los ritos funerarios; los rituales relativos a la muerte siempre fueron fundamentales para la estructuración de una sociedad. En la pandemia nos afectó mucho ver que la gente se moría y no contaba con seres queridos que la acompañaran, y estos tampoco sabían qué hacer.
Pareciera que frente a una sociedad de otro tiempo en la cual principalmente primaban el deseo y sus variables, hoy en día al deseo lo reemplazó el miedo. La gente vive aislada, con muchos problemas relativos a cómo relacionarse con los otros, lidiando con la propia soledad, en grupalidades que son fragmentarias; quiero decir que la familia se volvió cada vez más chica y el trabajo dejó de ser un lugar de pertenencia. En ese contexto se expande el individualismo, la fantasía de la realización individual como la máxima potenciación de nuestras capacidades, con lo cual, obviamente, nos pusimos a reflexionar sobre este nuevo mito de un individuo capaz de realizarse a sí mismo. Sin dudas es el mito más destructivo de nuestra forma de vida.
En un momento trazan el pasaje de la valoración colectiva al individuo extractivista, que trata de sacarle lo máximo a la vida.
Lo encontramos en distintas experiencias: desde la idea de que una pareja tiene que sumar, la idea de que lo que hacemos tiene que servir y que si sufrimos tiene que ser un aprendizaje, o sea que tiene que sernos útil para algo. A todo hay que extraerle algún tipo de beneficio o de rentabilidad. Creo que lo que caracteriza al individuo actual no tiene nada que ver con el individualismo del siglo XVIII. Hoy lo que se llama realización personal tiene que ver con una lógica totalmente distinta, que es mucho más instrumental, que es lograr a todo sacarle algo.
Es una época que uno podría definir como del capitalismo financiero, que sostiene básicamente la lógica de la inversión y del beneficio en base a la especulación. Nosotros vivimos en este contexto. No hay más que ver lo que ocurre en las relaciones de pareja, donde todo el mundo piensa en cómo beneficiarse y no tanto en lo que tiene para aportar. Con Esteban ya habíamos escrito un libro juntos –se llamaba Cuando el otro es Otro– y teníamos siempre la idea de volver a hacerlo, y la pandemia nos permitió demostrar este paralelismo que hay entre las formas sociales y las formas individuales. En definitiva, vivimos en una sociedad que moldea nuestro modo de vivir y algo que se volvió cada vez más significativo para nosotros fue que seguimos teniendo, en diferentes espacios de enseñanza, una reflexión crítica ante los discursos de época que proponen pensarse como un empresario de sí mismo y a los vínculos como un negocio, que hay que gestionar –es notable la aplicacion de términos del management–, que plantean que el otro es tóxico, que si no te hace bien, dejalo. Frente a esos discursos que reproducen la idea de que todo lo que no te sirve hay que alejarlo de vos, nosotros respondemos que la gente ya está demasiado sola como para andar aislándose más. No podemos pensar el amor propio si uno no se abre al amor por los demás. Los conflictos se volvieron intolerables.
Ustedes hablan de un “marketing de la armonía” que es fogoneado por una culpa de fondo: es necesario encontrar un propósito y perseguirlo. ¿Nuevamente está la presión del éxito?
Absolutamente. Creo que otro imperativo de la época es que en distintas instancias a las personas se les dice: “Vos tenés que saber qué querés”. Esa también es una relación instrumental con el deseo, como si uno fuese un sujeto que es capaz de conocer la experiencia antes de vivirla. Ahí hay una paradoja, porque si yo primero tengo que saber qué es lo que quiero, ¿qué experiencia hago y qué experiencia descubro? El conocimiento más bien es el efecto de haber vivido algo; la tolerancia respecto de la incertidumbre. El deseo y el saber van por caminos paralelos y muchas veces excluyentes. Hay que haber tolerado no saber qué iba a pasar para finalmente descubrir qué es lo que uno quería. Eso, justamente, el eslogan de que uno tiene que saber qué es lo que quiere, va de la mano de “que nada te haga perder tiempo”, “que nada te incomode”, en última instancia, que nada sea una frustración. El contragolpe de eso es que en última instancia todo el mundo vive en su zona de confort.
¿No es curioso que ahora se haga tanto hincapié en el concepto de “vivir la experiencia”, como si fuera algo que nos tienen que armar?
Parte de este capitalismo actual es que ya no se venden bienes, se venden servicios y fundamentalmente experiencias, como cuando te dicen “vení a ver y emocionarte con el paisaje del glaciar”. El sujeto actual planifica todo el tiempo y, claro, lo único que corrobora es la decepción, salvo cuando consume. Por eso para nosotros una cosa que es muy potente en el libro es que en la modernidad el modelo del sujeto era el ciudadano, y en la contemporaneidad el sujeto es el consumidor. Hay un antagonismo radical entre pensarse como ciudadano y pensarse como consumidor.
Toman como marco las “sociedades del riesgo” en las que se carece de garantías. Se vive una anomia, una sensación de falta de sostén.
Esto se relaciona con lo que decía al principio respecto del miedo. En las sociedades del riesgo las personas pagan por garantías debido al temor con el que viven. El consumidor desplazó al ciudadano y el miedo desplazó al deseo. Por eso el sujeto del miedo vive siempre preocupado de que lo estafen. En la consulta, cuando hay un conflicto dentro del vínculo, cuesta mucho no pensar que el otro me estafó. Si yo no encontré lo que esperaba, si me ilusioné dentro de un vínculo y eso no se cumple, ese otro me estafó, me mintió, me engañó, es que es un psicópata. Esto va de la mano de algo que está muy en auge, que es la demonización del otro, con todo lo que eso implica, porque obviamente lleva a otro contrapunto: en la época de Freud, en la modernidad, el modelo era el neurótico, y hoy diríamos que al neurótico lo desplazó el paranoico, el que vive pensando que el otro es una persona tóxica.
Otro señalamiento que hacen es cómo se valora el no dudar y el apresuramiento creciente en cancelar al otro, con todo el daño que conlleva.
Hay todo un capítulo dedicado al problema de la cancelación y sobre todo a las contradicciones de las posiciones progresistas que terminan muchas veces reproduciendo actitudes que son más bien reaccionarias. Así como ponemos en jaque los discursos de autoayuda, también asumimos una actitud crítica contra los discursos progresistas que terminaron funcionando de forma totalitaria.
Incluso denuncian en el libro que hay colegas que callan públicamente estar en contra de ideas como la asexualidad.
El psicoanálisis no escapa a la moral. Creo que uno de los problemas del psicoanálisis actual es que se volvió políticamente correcto. Esto es algo que en su momento postulaba Silvia Bleichmar [1944-2007] cuando decía que en los años 70 un psicoanalista hablaba y escandalizaba a la sociedad. Hoy el psicoanalista habla y no escandaliza a nadie, porque es un asimilado y está mucho más pendiente de estar acorde a los discursos de la época que realmente de plantear lo que le cabe, que es una subversión de los discursos dominantes. En ese punto –por supuesto que el libro de [Theodor] Adorno y [Max] Horkheimer es mucho mejor– Esteban y yo escribimos nuestra pequeña Dialéctica del Iluminismo.
Parece bastante sintomático que ahora existan aplicaciones no sólo para tener citas sino para hacer amigos. En ese panorama, ¿este es un ensayo que busca cómo volver a convivir?
Tampoco la gente encuentra lugares de pertenencia en donde la amistad pueda desarrollarse. Porque también la amistad tiene condiciones institucionales, digamos. Por ejemplo, alguien podía hacerse amigos en el trabajo, cuando todavía podría contar con que iba a estar en ese trabajo durante un tiempo. Pero en condiciones rotativas, de precariedad laboral, o donde nunca va a la empresa y trabaja sola, muchas veces las condiciones vinculares de la amistad no se pueden desarrollar. A mí me parece interesante que se esté volviendo a pensar el tema de la amistad, sobre todo porque creo que generacionalmente teníamos una mayor predisposición a pensar la vincularidad desde el punto de vista de la pareja, con que alcanzaba con tener pareja. Si las apps de citas al final terminaron demostrando que no sirven para eso, a ver si sirven para producir otro tipo de vínculo. Es difícil pensar que sirvan para algo que requiere espontaneidad, lo que no quita que haya personas que se encuentren a partir de esa vía. No es que la virtualidad impide algo o lo propone. Creo que tiene que ver con algo más profundo, que es el lugar del usuario de la aplicación en la red.
A pesar de tener distintas concepciones críticas, este es un libro que lo pienso muy optimista, porque me parece que tiene el fin de plantear algún tipo de orientación, no con la idea de que está todo perdido, sino que el propósito es tratar de mostrar algunos caminos que se plantean como muy seductores pero que al mismo tiempo son muy falsos. Entonces, las vías de encuentro son otras, lo que no quiere decir que no haya encuentros.
Contactos frágiles. De Luciano Lutereau, Esteban Dipaola. Paidós. 184 páginas. $ 890.