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Foto: Andrés Cuenca

Señores de las cuatro décadas

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Aunque no parezca, nacieron separados. Eduardo Larbanois, en Tacuarembó, en 1953, y Mario Carrero, en Florida, un año antes. Hace 40 años formaron un dúo dinámico de música popular que se volvió indisoluble, al punto de que más de uno todavía debe confundir a uno con el otro o al otro con el uno. Hoy a las 21.00, en el Teatro de Verano, Larbanois & Carrero presentan la segunda y última función en la que recorrerán su carrera, en orden cronológico.

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Cuando empezaron como dúo, ¿qué los llevó a pensar que podía funcionar?

Eduardo Larbanois (EL): Nosotros nos propusimos trabajar juntos, pero nunca nos planteamos un dúo, porque éramos dos solistas. Yo ya había dejado el dúo Los Eduardos [con Eduardo Lago], tras diez años de trabajo. Empezamos a ensayar y nos acompañábamos. Luego empezamos a cantar cosas juntos y nos gustó el sonido de las voces. A mí no me gusta cantar solo –obligado pelea cualquiera–, sino el sonido de dos voces. Empezamos a trabajar así y se fue dando naturalmente, de tal modo que quedaron los apellidos. Quedó ese nombre porque en ese tiempo más que nada se usaban nombres genéricos: Los Zucará, Los Olimareños, etcétera. Nunca pensamos en un nombre; cuando quisimos ver ya estábamos en la carretera. Y tampoco era una creación, porque ya había antecedentes como Magaldi-Noda...

Simon & Garfunkel...

EL: Exactamente. Entonces no nos molestó para nada, al contrario. Y se afirmó así a tal punto que hoy en día hay una gran cantidad de gurises haciendo dúos con sus nombres o apellidos. Y ya te digo, nos gratificaba el sonido de las voces. La primera canción que cantamos juntos fue una española, “En qué nos parecemos”, como diversión, y después nos entró a gustar, y a las que cantaba cada uno les agregamos arreglos de dúo.

¿Qué recordás de aquellos primeros años?

Mario Carrero (MC): Obvio que vengo de una muy fuerte influencia de Los Olimareños. Cuando empecé a cantar con la guitarra y buscaba canciones, había básicamente folclore argentino, mucha cosa de Horacio Guarany, y obviamente Osiris Rodríguez Castillos, pero además música de todo tipo, porque en el programa Discodromo, de Rubén Castillo, escuchaba, por ejemplo, The Mamas & The Papas y Tom Jones. Pero recuerdo que en un viaje en tren a Florida escuché por la radio Spika que tenían unos pasajeros algo que me llamó poderosamente la atención, que fue “De cojinillo” [interpretada por Los Olimareños, compuesta por Rubén Lena]. Eso me marcó tremendamente, y a partir de entonces, no dejé de pasar discos de Los Olimareños. Lo que me abrió esa canción fue algo de lo que vas tomando conciencia después, porque esto no es nada que se planifique. Descubrí que yo quería hacer eso, contar ese tipo de cosas. Después, lo pasé por un diagnóstico mucho más pensado, cuando el maestro Lena decía: “¿Para qué le vamos a cantar a la luna tucumana si nosotros tenemos la luna del Olimar?”. Entonces entendí que lo que quería hacer era cantar. No le dediqué mucho tiempo a la guitarra, más bien le exigí que me acompañara cuando yo cantaba, y empecé a intentar componer de a poco; hasta hoy me gusta mucho y es algo que hago muy seguido. Pero no me había planteado nunca generar un dúo.

¿Ustedes tenían en mente el sonido de Los Olimareños a la hora de ensamblar el dúo?

MC: Lo teníamos fundamentalmente en el intento de que el dúo no sonara como una réplica de Los Olimareños –dicho esto con el mayor de los respetos, y con admiración, porque son un referente–, con la intención de generar un camino propio. Además, teníamos gente cerca que fue muy importante. El [Washington] Bocha Benavides, por ejemplo, que desde los primeros momentos estuvo, y Dervy Vilas, un compañero de teatro que para nosotros fue importante en muchos aspectos. Una simple anécdota que te pinta lo que fue. El canto popular empezó a crecer, llevó sus años, pero fue un hecho de causa y efecto, de censura y contracensura. La gente, que fue la que inventó el canto popular y lo sostuvo, porque en esos momentos no tenía ni partidos políticos ni sindicatos legalizados en donde moverse, empezó a encontrar allí un espacio fuerte de opinión para compartir. Pero el movimiento fue creciendo de tal manera que en un momento se hizo muy fácil y peligroso para el ego, porque diciendo determinadas palabras o utilizando determinada música, más de marcha, empezabas a tener mucho aplauso fácil, que estaba bien, porque también se buscaba generar eso; pero en un momento Dervy nos dijo: “Esto no va seguir toda la vida, a la dictadura le queda poco, esto es un proceso y vamos a tener que empezar a prepararnos para lo que va a haber que hacer después, cuando ya estén los sindicatos y los partidos políticos. Cuando vuelvan los compañeros y todos los uruguayos en general que andan por el exilio. Vamos a tener que prepararnos para que lo que hacemos siga siendo importante más allá de la dictadura”. Entonces nos propuso hacer un recital, en 1983, con Vera Sienra, que era toda una apuesta a canciones de amor, en todos sus aspectos, con una instrumentación muy simple. Se hizo en la Alianza Francesa. Me acuerdo que se utilizó una red de pesca sobre el escenario, en una especie de diagonal, y habían enganchadas unas gaviotas hechas con alambre y tela, que con las luces quedaban como volando por encima del recital. Fue una puesta escenográfica impresionante.

EL: Con respecto a Los Olimareños, nosotros no soslayamos ninguna de las influencias; no obstante, tuvimos la suerte de contar con todos esos apoyos pero, además, de descubrir de algún modo nuestra identidad. Aprendimos, escuchando a nuestros compañeros, tanto a [Alfredo] Zitarrosa como a Los Olimareños, a ser muy atentos al texto y a cómo cantarlo. Obviamente, cuando aparece eso, aparece tu impronta personal, es inevitable: nadie lee ni canta igual que otro. Además, nosotros tenemos alguna característica que nos distancia mucho, que es la del sonido. Los Olimareños eran dos cantores con una voz muy concreta. Braulio [López] es casi tenor y Pepe [Guerra] es un barítono, grave. Con esas dos voces hacés unísono u octavas y ya queda lindo por la diferencia. Pero nosotros no. Si bien Mario lleva siempre la melodía, fundamentalmente porque es la voz más timbrada pero también porque es un poquito más alta, la tesitura nuestra es muy parecida. Entonces yo no podía hacer unas notas muy alejadas, ni paralelas. Por eso siempre tuvimos que recurrir a la creatividad en la parte armónica. Si bien la segunda voz de cualquier dúo no hace lo mismo que la melodía, la nuestra es todavía peor, porque no sólo no es la melodía sino que es otra melodía. Entonces, si a mí me pedís que cante una canción del dúo, no la puedo cantar, porque no la sé. Yo sé mi voz, que no tiene nada que ver con lo que vos tarareás en el baño. Y además, también estaban las influencias de cada uno. Los Eduardos tenían ya esa impronta porque veníamos del norte, y las influencias eran diferentes a pesar de la pequeñez de nuestro país. Hay una forma muy peculiar de cada lugar. Los cantores de Rocha tienen una forma que los escuchás y ya los conocés, todos los de Treinta y Tres tienen otra forma, etcétera. Recuerdo que en Tacuarembó, como está rodeado de cerros, la comunicación en aquellos tiempos era muy difícil: escuchabas las radios de Montevideo a determinadas horas. Entonces, siempre hubo que crear un espacio cultural a partir de lo que tenías a mano.

MC: Eso pasaba por esos años en todos lados de Uruguay. En Rocha hay terminologías que me parecen brillantes, como cuando te dicen que no hay duda de algo, “ni que tal vez”, que es la forma más maravillosa de eliminar una duda. Después, en Artigas tienen la s bien marcada, y así. Todo eso le da una riqueza tremenda a la creación y, además, esto lo planteamos hace bastante tiempo cuando escribí “Santamarta” [2001]: que toda esa vorágine de cambios tecnológicos que vienen asociados a internet y las redes, esa cosa de que tenés el mundo ahí y te parece que sos el ser más libre y manejás la libertad total, es peligroso en cuanto vos perdés las características peculiares del colectivo. Hoy lo más común es el “boludo”. “¿Qué hacés, boludo?”, que es porteño, se nos metió. Eso era lo que yo planteaba en su momento en “Santamarta”, por más que generó un chisporroteo bárbaro, por ejemplo, con el tema de Halloween, que no es que no me guste, lo que no me gusta es cuando la cultura no tiene su genética y su raíz en nosotros, sino que es algo que viene comercialmente. Porque antes de Halloween, no hay supermercado o tienda que no esté pintada de violeta y negro. Vos estás haciendo algo que no sabes ni qué es.

¿Qué críticas generó “Santamarta”?

MC: Que estaba contra internet y el cambio tecnológico, que era reaccionaria. Yo reivindico mucho la palabra, la maravilla de la transmisión oral. Pero no estoy en contra de ningún avance tecnológico, siempre y cuando no me enrede tanto que yo pierda lo que fueron Juceca o Paco Espínola. El cuento “Rodríguez”, de Paco Espínola, es una maravilla y sólo se puede lograr en una rueda, un boliche o en un fogón. Ahora, ¿cómo hacés para que la tecnología potencie esas cosas y no empecemos a degradar el idioma? Algunos creen que pueden cambiar el mundo con 20 caracteres y así se va perdiendo la discusión.

Volviendo a Halloween y las raíces, ¿siempre tuvieron como meta seguir las raíces musicales uruguayas?

MC: Sí, porque nosotros somos de acá y queremos que cuando cantemos suene y se conozca que somos de acá; pero esto no implica que no podamos utilizar un elemento musical o arreglístico que de repente no sea santo y puro de acá. No necesariamente para ser de acá tenés que hacer tango, milonga, candombe o murga; podés hacer una mezcla de todo, o pasar el rock por el medio, como hicieron Dino, El Kinto y mucha gente. No nos preocupa demasiado el purismo estético. Si una milonga nos interpreta bien, vamo’ arriba. Por otro lado, en “Conclusiones” [canción incluida en el disco homónimo, de 2015] tenía mucha letra para decir y me vi en la disyuntiva: hago una milonga en décimas, tipo payador, o aprovecho esto que también anda ahí y que me gusta, que son los elementos del hip hop. Sin pretender hacer un rap, ni un hip hop ni repetirlo tal cual. Si me escuchan los raperos me van a matar. Eso es una especie de recitado medio entreverado. Incluso estuvo a punto de ser mas hiphopera, porque habíamos hablado con [Fernando] Santullo [de El Peyote Asesino]. Tuvimos un intercambio con él por mail –porque no estaba en el país– para que participara arreglando. Recuerdo que él resaltó que nosotros, sin ningún drama, hubiéramos asumido hacer un tipo de canción así.

EL: La historia de la cultura uruguaya es así, una acumulación de identidades de otros pueblos que formaron nuestra nación, y por las razones lógicas de ir juntándose, fueron creando su propia identidad a partir de lo que cada uno traía. Si buscás originalidad, terminás en el hombre de las cavernas. Y ni ahí, porque desde el momento en que uno visitó la caverna del otro se llevó algo. En la humanidad ha habido un intercambio constante. Fijate que hay músicos que han andado por Oriente y se asombran de ver a los turcos tocando chacarera, y en realidad es de ellos, no de Argentina. En todo caso, el nombre es argentino, pero el ritmo y la forma de tocarlo es de por allá.

“Santamarta” en una parte dice: “Juega al primer mundo, gracias a los shoppings, a las hamburguesas y a la comida rápida”. Por otro lado, “Conclusiones” habla de que cuando viene la muerte, “no hay riqueza del mundo que puedas llevarte, ni lo cero kilómetro, ni los muebles de la casa, ni todos los fast foods que te quepan en la panza”. Por último, “Adivina adivinador”, también del disco Conclusiones, dice que “un afiche anuncia la nueva Big Mac”. Es evidente que tenés algún problema con la comida rápida.

MC: Sí. ¿Vos cambiarías un chivito, una tira de asado o una milanesa con papas fritas y huevo frito por una hamburguesa, por más que te hagan una torta de hamburguesas bien alta con queso no sé qué? Es una obsesión que tengo desde siempre y que no la voy a perder. En 1986 fuimos a Australia por primera vez. Estuvimos un mes. Y uno de los lugares a donde nos llevaron los uruguayos, porque querían sorprendernos, era un tremendo shopping. Entonces, yo les decía que adentro de ese shopping en Australia o adentro del Montevideo Shopping no sabía en qué país estaba. Veías las marcas deportivas, de refresco, de comida rápida; todo eso es igual. No digo que esté bien ni mal, es mi posición, cada uno hace lo que quiere. Pero las hamburguesas tienen el mismo gusto en un shopping de acá que en uno en Malasia, no cambia nada. Entonces, ¿qué es lo que planteo? ¿Tomaste nota de cómo termina “Santamarta”?

“Árbol sin raíces no aguanta parado ningún temporal”...

MC: Ahí está, que aunque el mundo esté tan conectado, no se puede perder la raíz. El Laucha [Oscar] Prieto contaba la historia de un hombre que pasaba a caballo por un pueblo, montado al revés, mirando para atrás. Entonces, ante la pregunta de qué hacía así y cómo sabía para dónde iba, contestaba: “A mí me importa más saber de dónde vengo que para dónde voy”. Si yo sé de dónde vengo es mucho más fácil encontrar para dónde ir. Pero cuando vos tenés enredado tu origen y a todo nivel, es más difícil afrontar cosas. Una vez fuimos a una actividad multicultural en Madrid, donde había talleres con el tema identidad, y “Santamarta” fue una de las canciones a estudiar. Un gurí dijo: “¿Por qué no hay toreros en Alemania?”. ¿Vos creés que si [Albert] Einstein hubiera nacido en el Caribe hubiese sido Einstein?

No, estaría en la playa haciendo surf.

MC: Hubiera desarrollado la teoría de la relatividad pero un poco más tarde y capaz que con ritmo de guajira.

Cuarenta años después, ¿siguen teniendo la utopía de cambiar el mundo con canciones?

MC: ¿De qué otra forma podría ser?

EL: ¿Qué es más eficiente? ¿Un fusil o una canción? El fusil depende si lo tenés vos o lo tiene el otro...

MC: El otro puede usar tu fusil contra vos pero no tu canción contra vos.

EL: Y lo que decía Rubito, ¿te acordás lo de la canción y la moneda?

MC: Sí, en dictadura, el Rubio Lena, en la inauguración de un festival en la ciudad de La Paz, dijo que si vos tenés una única moneda y yo también, si las intercambiamos, al final vos tenés una moneda y yo tengo otra, estamos igual. Pero si vos tenés una canción y yo otra, y las intercambiamos, al final tenemos dos canciones cada uno. Lo único que se multiplica es la cultura. El capital no se multiplica un carajo.

Las entradas están disponibles en Abitab y sus precios van desde $ 400 a $ 1.200.

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