Yovoy, el flamante título que acaba de presentar Juan Manuel Díaz, el último día de la 41ª Feria Internacional del Libro, igual que su protagonista, ha tenido su propia travesía. Ampliación de El viaje, con el que el autor ganó el gran premio en la primera entrega del Premio Nacional de Ilustración que entrega el Ministerio de Educación y Cultura, en 2014, se publicó en Santiago de Chile este año, por el sello editorial Recrea, y se podrá conseguir en breve en Libruras (Ana Monterroso de Lavalleja 2056) y Libros del Parque (Constituyente 2046).
Yovoy es un libro ilustrado, y eso significa que no hay texto lingüístico, no hay palabras a excepción de los paratextos, que, por supuesto, tienen mucho que decir. Dedicatoria y agradecimientos ubican la creación en un entorno que lo hace posible. El epígrafe –“No está marcado en ningún mapa: los sitios de verdad no lo están nunca”, de Herman Melville– lo sitúa en una tradición literaria y, al mismo tiempo, funciona como premisa que llena de sentido a la travesía que se narra. Que no haya palabras no significa, de ningún modo, que no haya texto: hay narración, hay historia, hay sentido y hasta diría que hay poesía en las imágenes que componen el libro.
Yovoy es la historia de un navegante. Un niño emprende una travesía –“un viaje silente, casi onírico”, se describe en la contratapa– en un pequeño velero, con una preciada carga: una planta en una maceta. Las ilustraciones –bellísimas, ricas en detalles– recuerdan Las casas que regresaron flotando, del alemán Einar Turkowski, no tanto por cuestiones técnicas o estilísticas sino por la maravilla que generan en el lector: la mirada de ojos abiertos como platos ante un mundo al mismo tiempo posible e imposible que quiere salir del papel.
La línea de flotación divide la página en dos –cada mitad es un mundo– y funciona como eje del relato: la vida y los seres del mundo marino y del submarino; lo que está oculto y lo que surge a la luz. Al mismo tiempo, marca la temporalidad: es la línea que sigue el viajero, a la manera de una cronología, página a página, de izquierda a derecha. En el viaje, el niño atravesará tormentas y mares calmos, en una travesía que emprende en soledad pero en la que ocurre el encuentro con otros, con los que comparte momentos singulares tanto arriba como abajo.
En esos dos mundos que a veces se comunican, a veces son antagónicos, en general transcurren independientes e ignorantes uno del otro, se teje un relato que, si bien admite una lectura lineal, anecdótica, abre multiplicidad de posibles lecturas a partir de los márgenes, de los detalles, de los objetos y de criaturas familiares y cotidianas mezcladas con las fantásticas e irreales, de aquello que no es el foco pero está ahí. En ese extrañamiento está la clave de Yovoy, un libro que invita a navegar y que se ofrece como una verdadera belleza. Ojalá sean muchos los ejemplares que crucen la cordillera para arribar a las aguas amarronadas del Río de la Plata.
Lo hizo de nuevo
En 2015, la ilustradora Pato Segovia salía al ruedo con Mi primer libro de rock, ópera prima que daría inicio, además, a una serie que continuaría con Mi primer libro de cine en 2016 y en la que ahora se inscribe Mi primer saludo al sol. En los dos títulos anteriores, que ya reseñamos oportunamente (ver http://ladiaria.com.uy/UT9 y http://ladiaria.com.uy/UTa), la autora recorría sus obsesiones en clave infantil, jugando con el blanco de la página, el humor y el guiño, y se sacaba el gusto de rendir homenaje desenfadado y gozoso a sus preferencias musicales y cinematográficas. Resultaba difícil etiquetarlos como libros para niños, y esa dificultad era, al mismo tiempo, una de las fortalezas. Son libros que dialogan con los niños pero cuya clave parece radicar en una situación de lectura habitual para los lectores más pequeños: la lectura compartida, el momento esperado y mágico en que el adulto lee para el niño.
Si bien Mi primer saludo al sol tiene diferencias con respecto a sus predecesores, se inscribe claramente en lo que ya podríamos considerar una colección y parece sumarse, a la manera de una pieza de puzle, en la construcción de un hipotético padre/madre lector. En este caso, el universo abordado es la práctica del yoga; para ello Segovia trabajó en colaboración con Carol Figares, profesora de esta disciplina especializada en niños pequeños. El tema determina que el libro se distancie de los dos anteriores: ya no hay una galería de personajes a presentar, sino una serie de posturas.
A priori podría parecer un asunto árido o difícil de hacer atractivo para los más chicos. Sin embargo, apelando a la rima, a lo lúdico y a la referencia a animales, las autoras logran una rutina de ejercicios en rima deliciosa, que apela –una vez más– al juego y la interacción entre una pareja lectora. Con ilustraciones en el estilo despojado y expresivo que caracteriza a Segovia, es un libro para jugar, para moverse, respetuoso de la disciplina que aborda pero que no deja por fuera al lego.
Mi primer saludo al sol, de Pato Segovia y Carol Figares. Topito, 2018. 40 páginas. Yovoy, de Juan Manuel Díaz. Recrea, Santiago, 2018. 44 páginas.