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Encuentros. Reseña de “La comunidad de los corazones rotos”, dirigida por Samuel Benchetrit

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El concepto es similar al de Historias mínimas (Carlos Sorín, 2002): acompañamos en forma cruzada tres historias paralelas, pequeñas con respecto a lo que suele esperarse de eventos “cinematográficos”, aunque importantes en las vidas de esos personajes emotivamente desvalidos. Casi todo transcurre en un monobloc mal mantenido en un suburbio de alguna ciudad francesa, donde reside al menos uno de los personajes de cada una de las tres historias. La película se rodó en Alsacia, pero en la historia la ciudad nunca se identifica, y podría ser cualquiera. De hecho, refleja en parte las vivencias y testimonios del propio director Samuel Benchetrit, plasmadas también en su novela autobiográfica Crónicas del asfalto, que transcurre en las afueras de París.

Las historias suceden al mismo tiempo, pero son independientes. Como los personajes son vecinos, a veces un ruido fuerte de una historia es escuchado por los personajes de la otra, o pueden cruzarse eventualmente con los mismos pibes que se pasan todo el día boludeando en la escalera. Pero los protagonistas de historias distintas nunca aparecen juntos y ni siquiera se refieren los unos a los otros, lo que acentúa la melancólica sensación de aislamiento.

Cada una de las historias involucra un encuentro que va a implicar una esperanza de compañía, un mimo en el alma para esas existencias solitarias. Uno de los personajes básicos (los residentes en el monobloc) es un veterano cuyo egoísmo contribuye con su torpeza social para apartarlo de cualquiera, que no parece hacer casi nada salvo mirar televisión (uno adivina a su mamá ya fallecida como una idishe mame, ya que su apellido es Sternkowitz). Otro es un adolescente (probablemente el álter ego del director, actuado por su hijo Jules Benchetrit) que, aunque nominalmente vive con su madre, en la práctica es la única persona que está en casa. La tercera es una señora argelina cuyo hijo está internado en un psiquiátrico. La historia de ella agrega un elemento de absurdo y farsa, apenas insinuado en las otras dos, porque la persona con la que se va a encontrar es un astronauta estadounidense cuya cápsula espacial, por error, aterriza en la azotea del edificio. En esta historia, a lo insólito de la situación se suman los intentos de comunicación entre personas que hablan idiomas diferentes y el contraste gracioso entre la relativa trascendencia implícita en una misión espacial y el prosaísmo de la señora: cuando ella entiende que la cápsula cayó muy lejos de donde debería y John está aguardando ser rescatado, su comentario es “¡Pobre!”.

La manera de filmar y narrar es austera y responde a uno de los tres o cuatro paradigmas formales del cine-arte actual: una gran cantidad de encuadres planimétricos (con la cámara perpendicular a la superficie del fondo y con la composición simétrica o casi); el corte simple como única opción entre un plano y otro, lo que a su vez refuerza el efecto abrupto de las elipsis; casi ningún movimiento de cámara; sonido casi exclusivamente diegético (aunque sí hay música incidental, una bella pieza de Raphaël, que se reitera en unas pocas ocasiones). El formato clásico de imagen (casi cuadrado) confina a los personajes en los encuadres de la misma manera que están confinados mayormente en sus apartamentos apretados.

Esa manera de filmar contribuye siempre a poner en relieve algunos juegos formales, como cuando Sternkowitz prueba la cámara fotográfica y cortamos al parlante de John –mismo color negro, forma similar, ocupando la misma zona del encuadre–. Algunos elementos son contados en forma muy sintética: vemos a Sternkowitz desfallecido en su apartamento y escuchamos a los vecinos que golpean su puerta; corte, Sternkowitz en el hospital; corte, Sternkowitz depositado por la ambulancia en una silla de ruedas en la entrada del monobloc: toda la situación en 15 segundos. El fuera de campo tiene una importancia enorme, y da pie a algunos elementos poéticos (el ruido misterioso del barrio, que cada personaje interpreta a su manera) o a pequeños chistes de un tono levemente surreal: de pronto, en una escena, sobrevienen unos ruidos fuertes pulsados y se van, y no tenemos idea de qué fue eso; media hora de proyección más tarde, en una escena exterior, volvemos a escuchar el sonido, ahora sincronizado con un auto que pasa, es decir que se trataba del sistema de audio demencialmente potente con que el tipo se pasea por ahí imponiendo al vecindario la música bailable que él disfruta.

Ese formalismo se combina con una serie de apuntes (chistosos, casi siempre) metacinematográficos: a 2001: odisea del espacio, a Duro de matar (cuyo título en francés, Piège de cristal –es decir, “trampa de cristal”–, juega irónicamente con la situación de John atrapado en un edificio mucho menos sensacional que el del blockbuster), a los doblajes al francés predominantes en televisión, a Los puentes de Madison, a Daniel Auteuil y a Amantes (La dentellière, de Claude Goretta, 1977, con Isabelle Huppert, haciendo las veces de una película ficticia que Jeanne protagonizó en sus tiempos de gloria).

Las películas sobre personas solitarias que se encuentran son todo un género dentro del cine-arte, sobre todo el francés. En esta, como en casi todas, se recurre al artificio de que una de las personas de pronto muestra una disposición y una persistencia fuera de lo común y no muy motivada por llegar a la otra. Chocolate por la noticia: si las personas fueran buenas, tolerantes, abiertas, interesadas y dispuestas a compartir, no habría tantos casos de personas solas. Lo inverosímil queda recargado por el hecho de que son tres historias distintas que ocurren al mismo tiempo en un mismo espacio.

De todos modos, el acercamiento afectivo es siempre algo conmovedor; los personajes son adorables o al menos despiertan nuestra compasión, la película está realizada con sensibilidad y sabiduría, hay chistes buenísimos, un interesante tono poético velado, momentos emotivos y sorpresas, y uno sale del cine con una curiosa mezcla de tristeza y alegría.

La comunidad de los corazones rotos (Asphalte). Dirigida por Samuel Benchetrit, basada en una novela de su autoría. Con Gustave Kervern, Isabelle Huppert, Tassadit Mandi. Francia, 2015. En Cinemateca 18.

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