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Alexander Laluz

Foto: Santiago Mazzarovich

La cocina del sonido: con el musicólogo Alexander Laluz

7 minutos de lectura
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“El estado crítico. Semiótica, musicología, crítica: apuntes para una discusión sobre las formas de producción de sentido en y con la música” se titula el curso a cargo del musicólogo y periodista Alexander Laluz, que tendrá lugar en la Escuela Universitaria de Música a partir del 6 de noviembre. Es la excusa perfecta para conversar con él sobre qué hay detrás del arte de entrelazar notas.

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¿De qué se trata el curso?

Es una propuesta que conjuga tres campos disciplinarios: la musicología, la semiótica aplicada a la música y la crítica –algo parecido a la Teoría Crítica, sin estar emparentada con la Escuela de Frankfurt ni nada por el estilo–, y tiene como objeto central discutir cómo se produce sentido con la música. La idea de hacer un curso de esta naturaleza partió de que en Uruguay casi no hay desarrollos en esos territorios del pensamiento, y fuera del ámbito académico tampoco hay trabajos, salvo cosas puntuales, como las de Fernando Andacht, por ejemplo; no hay una reflexión en serio, sistemática, en torno a qué pasa con el artefacto musical en distintas situaciones de la sociedad: cómo la gente usa esos artefactos para producir sentido y, de alguna manera, se inserta en un proceso de gestación de comunidad.

Dado que es un lenguaje abstracto y que, por ende, en ese sentido implica más complejidad que el cine o la literatura, ¿cómo abordás la significación en la música?

Hay una materialidad distinta a la imagen o el lenguaje verbal. Tiene una naturaleza muy especial y un funcionamiento muy particular, que ha generado enfoques distintos. En el siglo XIX se pensaba que la música era esencialmente un fenómeno autorreferencial, es decir, que el signo era su propio objeto. Eso es una utopía un poco alocada. En esa época, todo aquello que podría significar por fuera de lo musical era un valor negativo. Pero el hecho musical está inserto en una actividad social y humana, que lo introducen en otros campos de significados, por lo tanto, pasa a significar cosas que no son necesariamente musicales.

En el siglo XIX la única manera de escuchar música era en vivo, y en la actualidad se escucha de muchas maneras y en todos lados, con una oferta inmensa.

Sí, la música es una prótesis fundamental para activar lo emotivo, afectivo o corporal en un contexto de entretenimiento. En la actualidad, es evidente que la dispersión de ofertas crea un problema adicional, que es cómo valorás críticamente esos productos que están puestos en una especie de circulación histérica: hay mucha cosa y todo se debe consumir. A esas formas de significación hay que ponerles un pensamiento crítico lo más filoso posible, en la medida en que la crítica es aquello que fisura un estado de cosas y, al fisurarlo, genera nuevos sentidos sobre esos procesos. Ese es uno de los objetivos fundamentales que debería tener el ámbito académico y quienes escribimos en los medios: generar una fisura sobre esos fenómenos que empiece a decir “no todo vale”, y cómo esas formas de apropiación hiperfragmentadas y sobresaturadas se convierten en mero dato que no significa nada. Eso además dice mucho sobre nuestra sociedad, que vació las cosas de sentido. Todo pasa por ser eficiente, ágil y comunicable. Es mero dato, pero el dato no sirve para nada si no está en conexión con el proceso de significación.

Es como Wikipedia.

Exacto, el dato al cuete. Por Spotify podés acceder a cualquier cosa, por Youtube quizás a más, ¿pero con qué oído estás interactuando con esos productos musicales? Ese es uno de los puntos importantes que me interesa trabajar en el curso, sobre todo porque está destinado a una masa crítica vinculada a la producción musical.

Decís que no todo vale, pero ¿quién se encarga de señalar qué es lo que vale o no y con qué criterios?

Esa es una discusión amplia y puede no acabar nunca. El asunto es desde qué marco vos decís que todo vale. En el consumo de músicas populares, que es donde más impacta ese fenómeno de la hipersaturación de datos, lo que no vale es todo aquello que contribuye a reciclar ese fenómeno, es decir que estética, artística y técnicamente lo único que hace es trabajar con grandes paquetes musicales que no provocan ningún trabajo interpretativo en quien lo recibe: está todo dado. Vos te das cuenta en el fenómeno pop, que es el ejemplo paradigmático, o en todo el rock local, que generó una especie de estado de cosas en el que prácticamente no pasa nada. No hay un abordaje de lo compositivo desde el punto de vista más crítico; es decir, tomo un repertorio de materiales –en el plano armónico, por ejemplo– y con eso no hago más que repetir lo que ya se hizo, porque también hay una estupidización del consumo, que a la industria le sirve y lo fomenta. Tiene que haber más modelos reproducibles industrialmente para que el mercado siga funcionando. A eso hay que fisurarlo. Si hay una cosa que se mantiene uniforme, no hay posibilidad de generar significado, porque, justamente, el significado surge por oposición: ese acorde que no funciona dentro del conocimiento disponible.

O sea que pensás que en la música todavía no está todo inventado.

Sin duda que no. Porque, por ejemplo, la música popular, que ha trabajado con sistemas tonales y modales que tienen una historia milenaria, con esos materiales pudo generar hechos y prácticas que fueron realmente renovadoras. El material sigue brindando posibilidades valiosas para producir cosas no necesariamente nuevas, pero sí que fisuren lo establecido y provoquen el crecimiento de los estilos. Sería como el camino opuesto a que estalló una banda como No Te Va Gustar o La Vela Puerca y alrededor de ese fenómeno proliferaron diez millones de bandas que son la réplica casi exacta.

¿En el curso tratás el tema de qué es hacer música uruguaya?

Los problemas de la identidad en relación con los hechos musicales ameritarían un curso aparte, pero sí, es un punto del programa. Siempre se pensó que para construir algo que tuviera que ver con la identidad local tenía que conectar –ya sea por la cita, la utilización de un gesto o de un recurso musical– con un trasfondo musical idealizado de géneros populares tradicionalizados desde el siglo XIX hasta el presente, es decir que tenían que aparecer, de alguna manera, la milonga, la chamarrita, el candombe, etcétera. Pero el asunto está en cómo el proyecto compositivo e interpretativo se pone a leer esos fenómenos y los hace dialogar con una realidad contemporánea, y que de repente no necesariamente pasa por la elección de una guitarra eléctrica, sino por cómo entendés ciertos gestos expresivos. Con eso empezás a disparar procesos de significación que tienen relación con ese sentido de lo propio. La identidad no es algo estático, no es la cédula, sino los procesos que los grupos sociales van haciendo en torno a la construcción de sus discursos y de la apropiación de los espacios. El rock, por ejemplo, es un vehículo que posibilita formas de identificación que quizás no son compartidas por todos pero que generan sentimientos de pertenencia y de comunidad en ciertos colectivos, entonces, resulta válido. El asunto es cuando vos establecés un proyecto totalmente plástico, de incorporar un coro de murga para hacer una canción que no tiene nada que ver con eso, y lo transformás en una especie de hit radial –todos sabemos a qué me estoy refiriendo–, con gestos absolutamente postizos. Para pensar en el otro extremo: Eduardo Darnauchans con su lenguaje generó muchos elementos para esa forma de construcción de identidad, sin apelar al gesto habitual de decir “hago una milonga” –aunque las compuso–. Creó su propia lectura de lo que andaba en el imaginario, y eso generó comunidad y sentido de identidad.

Pero es mucho más fácil copiar lo que anda en la vuelta que ser auténtico y romper con lo establecido.

Sí, darle otra vuelta de tuerca exige mucho trabajo, y hacer música bajo el control y la supervisión de esa imagen hegemónica del productor que enfila los intereses de la industria sin duda que es más fácil, porque hay un trabajo sobre esa idea de que necesitás hacer un hit con una producción seriada en base a fórmulas. La copia es más fácil de digerir, porque utiliza paquetes informativos que el escucha puede engarzar en el proceso de interpretación sin mayor dificultad; lo puede aprehender lavando los platos en la casa. Lo otro es más complejo.

En la actualidad se ha perdido el hábito de escuchar un disco entero y de corrido, más allá de la calidad de lo que tenga adentro.

Se disolvieron unidades de significación que eran muy importantes para la escucha. El disco, sobre todo en músicas populares, se constituyó no sólo en una entidad física sino también de obra –no necesariamente conceptual, en el sentido en que se maneja en la jerga rockera–, pero eso se fragmentó. El disco ya no significa como unidad de interrelación con un hecho artístico, y se instaló el picoteo. Las listas de reproducción son eso. Hay un apuro en la escucha: en el ómnibus, en el laburo y en tu casa limpiando. Ese apuro genera dificultades a la hora de entender lo que está pasando, porque la euforia casi histérica es ponerlo en circulación, y no que eso pase a tener significados. Es como el eslogan de una marca de refrescos: “Viví tu momento”. Vivís ese momento, lo absorbiste y chau, que pase a otra cosa. Se perdió la capacidad de jugar interpretativamente con la densidad de un hecho musical, y te quedás con la superficie. Eso es un problema, porque hay otros materiales que compiten con esas cosas, que por su propia naturaleza demandan una escucha más detenida. Esos materiales tienden a perderse, porque quizás en esa masa de datos no tienen la iluminación correcta para que sean observados.

¿Cómo ves la crítica musical en los medios?

No existe desde hace mucho tiempo. Hay que diferenciar: en los medios tenés una práctica relacionada con el pensamiento crítico estrechamente conectada con el reseñador de discos o de espectáculos, que vuelca un aparato conceptual y crítico muy estrecho y está mucho más conectado con la difusión que con la reflexión; la otra crítica, la que tiene un peso analítico mucho mayor, es un bicho raro. Por ejemplo, viene Roger Waters y sobre eso no pasa nada, más que difundir la magnitud del evento y la conexión con una historia idealizada del pasado. Pero no hay reflexión en los medios sobre qué significan esas cosas. Esos megaespectáculos que andan de gira no son otra cosa que la cabeza capitalista levantando sus monumentos: máximo volumen, máxima visibilidad y la cosa grandiosa. Sobre esas cosas no se piensa, se cree.

Para muchos Pink Floyd es una religión.

Exactamente, y ahí es donde empieza a haber problemas, porque no podés desligarte del ídolo para pensarlo de otra forma, y es un trabajo necesario, ya que el tipo que está ahí en el escenario es un ser humano inmerso en un sistema de funcionamiento económico que es muy poderoso.

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