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The Florida Project.

El llanto tras las hélices

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En un momento plácido de The Florida Project, Moonee (Brooklyn Kimberly Prince) se encuentra a solas con su amiga y, con una plasticidad metafórica casi accidental, le pregunta: “¿Sabés por qué me gusta este árbol? Porque está torcido y sigue creciendo”. El árbol es enorme y parece crecer arrastrándose hacia los costados, en medio de la nada. Su imagen calza a medida con esa idea de tierra de la fantasía a la que es tan proclive el imaginario infantil: un pequeño claro en un bosque es una fortaleza secreta, una caja vacía de refrigerador es un barco y cinco almohadones apilados son una trinchera. Sin embargo, la Orlando retratada en The Florida Project parece poder construirse a sí misma al nivel de estas fantasías, sin ayuda de la imaginación infantil. Todo el tejido urbano por el que transitan los protagonistas está conformado por una sucesión de autopistas en la que crecen, como cucumelos entre las huellas de las vacas, comercios chillones que reproducen en dimensiones gargantuescas el producto que venden.

En estas eternas caminatas (y corridas) que se pegan los niños, Sean Baker elige muy astutamente mantener el plano fijo, con estos locales (una frutería que es una enorme naranja, una tienda de juguetes con la forma de un mago de dimensiones siderales, un expendio de helados que funciona dentro de un cono gigante) centrados en el cuadro. Y en vez de seguir el movimiento de los personajes, estos entran en la escena desplazándose como si estuvieran entrando y saliendo de una sucesión de postales que parecen remitir a una presencia prácticamente innombrada pero, a su vez, omnipresente y trepidante en el fondo de The Florida Project: Disney World. De hecho, el título de la película alude al enigmático nombre que se le había asignado al predio en el que se construiría el famoso parque infantil.

Todas estas peculiaridades parecen crecer a imagen y semejanza –aunque como copia barata o defectuosa– de ese mundo de fantasía que conforma el Magic Kingdom. Lo interesante es que en la película se trata también a los complejos habitacionales como algo tan absurdo e irreal como Disney, con el costado vaciado de esa fantasía que son las miles de casas que quedaron abandonadas tras la crisis inmobiliaria.

Para esta noción se podría repasar Tangerine (2016), la fascinante obra anterior de Baker. Allí se ofrecía la historia coral de un conjunto de travestis, el chulo/amante de dos de ellas, un taxista y su familia, que transitaban de un lugar a otro en una ciudad que se conformaba también como un personaje. Lo que permanecía de fondo, el centro vital y moral de Tangerine, era la dignidad de las travestis en su empeño para montar su mundo al nivel de su fantasía, aun cuando este parecía darles la espalda. Así, el malestar, las peleas, el ostracismo y la pobreza estructural se solucionaban con brillantina, maquillaje, parches y peluca, pero sobre todo con un ciego autoconvencimiento y, no pocas veces, autoengaño, que les permitía seguir adelante. De algún modo, en The Florida Project la función de esa brillantina la ocupa la pintura rosada con que Bobby (Willem Dafoe) pinta el condominio de apartamentos. El nombre del lugar, Magic Castle (cualquier similitud con el Magic Kingdom de Disney World no es pura coincidencia), es similar al autobautismo camp que una travesti podría llevar a cabo citando a Lola Montes o a Carmen Miranda. Es decir, si ahondamos en las nociones urbanas que se agitan de fondo en The Florida Project podríamos animarnos a decir que el motor interno de la ciudad se construye a partir de lo que cabría denominar arquitectura drag.

Estas interpretaciones podrían ser consideradas un gratuito devaneo teórico, pero la noción psicogeográfica parece ser el centro de la incipiente filmografía de Baker. Sus películas tratan sobre personajes que tienen que crearse pequeños oasis de fantasía para poder paliar las presiones y la aridez del mundo, aun cuando todo lo que los rodea sea mentira, aun cuando ellos mismos, para poder sostenerlo, terminen cavando su propia fosa. En Tangerine, por ejemplo, una de las protagonistas promocionaba con bombos y platillos un concierto que daría, y después descubríamos que ella misma había contratado aquel espacio. En The Florida Project estos oasis imaginarios no se dan sólo en la mente de los niños, sino también en los adultos como Halley, que intenta combinar sus dudosas actividades con el cuidado de su hija, a la que mantiene jugando en la bañera de su cuarto de hotel. Y aunque se nos crispan los nervios ante la incapacidad de anticipar la avalancha institucional que se les viene encima, no podemos sino entenderla. Esta empatía con seres tan ambivalentes y fallados es uno de los grandes aciertos del director. En sus películas todos distan de ser perfectos, pero al mismo tiempo todos tratan de hacer de su vida lo mejor o lo más bello que pueden, aun cuando en ese proceso lastimen o traicionen a sus seres queridos. Es difícil, en una cinematografía crecientemente marcada por la moralina, encontrar productos así.

The Florida Project logra superar a Tangerine al mostrar un friso social todavía más amplio. Y todos los personajes, hasta los más insignificantes, tienen sus dos o tres segundos de dignidad. En uno de los momentos más graciosos de la película, Moonee y Scotty pasean a su nueva amiga por el condominio y le van contando quién vive en cada apartamento: “El hombre que vive acá luchó en unas guerras; este tipo tiene una enfermedad que hace que sus pies sean grandes; acá hay una señora que dice que está casada con Jesús; el que vive acá es arrestado muy seguido”. Ahí, en una breve escena, se nos abre el micromundo de The Magic Castle: veteranos de guerra, enfermos, locos, drogadictos, pero todos presentados con una inocencia que es, a la vez, tremendamente lúcida; se los presenta por lo que hacen o hicieron y no por lo que son.

Disney World recién aparece al final, como un escape fantástico, como una tierra de ensueño en la que todo el drama podría resolverse de un solo brochazo. Sin embargo, a su alrededor hay una ciudad que sigue creciendo hacia los costados, doblada, como el árbol que tanto le gusta a Moonee, y como ella misma y sus amigos, remachados con lo mejor que su entorno pudo hacer por ellos. Pero en el fondo sólo se escuchan las hélices, las mismas putas hélices de esos helicópteros contratados por turistas que quieren ver Orlando desde los aires, sin caminar sus calles.

The Florida Project | Dirección: Sean Baker. Elenco: Brooklynn Prince, Willem Dafoe, Bria Vinaite, Caleb Landry Jones. Estados Unidos, 2017. Life Cinema 21.

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