A mediados de la década de 1960, un movimiento cinematográfico brasileño se plantó frente al colonialismo narrativo hollywoodense y a la visión paternalista sobre Latinoamérica, y se embarcó en una de las apuestas más ambiciosas. Así, el Cinema Novo eligió como protagonistas al hombre rural y al migrante de la favela, y sostuvo una revolucionaria propuesta cinematográfica, que se propuso explorar las contradicciones de la realidad y contribuir a su transformación, visibilizando la miseria y la exclusión, y distanciándose del folclorismo y la denuncia. El sábado, a los 89 años, falleció el cineasta Nelson Pereira dos Santos, padre y teórico del Cinema Novo.
En enero de 1965, Glauber Rocha escribió –poco después de estrenar la notable y radical Dios y el diablo en la tierra del sol– su escrito “La estética del hambre”, en el que advertía: “Mientras América Latina lamenta sus miserias generales, el interlocutor extranjero cultiva el gusto de esta miseria”. De modo que “lo que hizo del Cinema Novo un fenómeno de importancia internacional fue justamente su alto nivel de compromiso con la verdad; fue su propio miserabilismo, que, antes escrito por la literatura de los años 30, ahora fue fotografiado por el cine de los 70; y si antes era escrito como denuncia social, hoy pasó a ser discutido como problema político”.
Dos Santos filmó su primera película a los 26 años. Se llamó Río, 40 grados (1955), y se postuló como una crónica de la vida en las favelas cariocas, en la que registró el devenir de varios niños que trabajaban como vendedores ambulantes. En su momento, Río... marcó a jóvenes directores, entre los que se encontraba Glauber Rocha, y se convirtió en la obra que anticipó la inminente transformación del Cinema Novo. Años después, el paulista Dos Santos recordó que llegó a Río de Janeiro en 1952, cuando se chocó “de frente con las favelas verticales”, contrarias a la geografía de San Pablo, “donde las favelas son horizontales y distantes de la clase media: no se ven. Ahí miré y pensé: aquí está mi texto neorrealista, e inventé la historia e hice el film que ya marcaba el aspecto de la violencia urbana que empeora cada vez más. La situación sólo mejorará cuando hagamos las reformas agrarias y urbanas”, advertía.
Después siguió con Boca de oro (1963), y la estrenó pocos meses antes del golpe de Estado que derrocó al presidente João Goulart en 1964: basada en una obra de Nelson Rodrigues (dramaturgo versionado en varias ocasiones por elencos locales), la historia se centra en el asesinato de un conocido bandido, admirado por el pueblo, y la insistencia de un periodista en investigar el caso. Ese mismo año logró concretar un largo proyecto, la magistral Vidas secas, que marcó un hito en su carrera, documentando el sertón y la furia aterradora de la seca. Como en otras ocasiones, Dos Santos adaptó una novela homónima de Graciliano Ramos y dio forma a un mundo visceral, masacrado por la violencia, la desgracia y la ausencia eterna de oportunidades (“–¿Viviremos como antes? / –¿Quién sabe? Tal vez sí, tal vez no. / –¿Por qué no podremos ser como la gente algún día?”, se preguntan los personajes en un momento).
Después, continuó indagando en registros y certeras observaciones, como Qué sabroso era mi amigo francés (1971), que presentó en el Festival de Cine de Berlín, y por la que fue conocido internacionalmente; Memórias do Cárcere (1984, que ganó el premio de la crítica internacional en el festival de Cannes); Cine de lágrimas (1995) y Brasilia 18% (2006), sobre la corrupción política brasileña, con las que logró alcanzar una verdad y un realismo impactantes, y desentrañar el alma, en definitiva, de lo que registró con su cámara.