"Y tú, ¿por qué no estás llorando?”. La pregunta que le hacen a la pequeña Frida (Laia Artigas) cuando está a punto de mudarse con su familia adoptiva es el eje invisible sobre el que gira la película española Verano 1993. La información se ofrece por cuentagotas, casi como si nosotros estuviésemos igual de desorientados que la niña. La película, férreamente autobiográfica, trae a pantalla el primer verano de orfandad de su directora, Carla Simón, luego de que se murieran sus padres por los estragos del sida.
Esta enfermedad es un fantasma que va creciendo en la medida en que no es nombrado. En este sentido, la elección del sida, más allá del componente autobiográfico, también es una historia lateral de España. La película podría haber planteado sin ningún problema la muerte de los progenitores por un accidente automovilístico, un suicidio o alguna otra enfermedad, pero el sida (puesto en relieve por la fecha incluida en el título) también termina hablando de una generación arrasada: la de los jóvenes del destape español, que en medio de la fiesta de sus libertades obtenidas luego de una larguísima dictadura, se enfrentaron a una enfermedad que partió su mundo en dos; de hecho, hay pocos países donde la referencia al VIH tiene un impacto tan grande y mitologizado en su comunidad artística como este.
Nunca se llega a hacer un retrato exacto de los padres de Frida. Lo que obtenemos apenas lo podemos imaginar en base a algunas cosas que deslizan sus familiares, y en especial a partir de la escenificación que la protagonista realiza en uno de esos juegos típicos de los niños, en el que uno interpreta a un adulto que es atendido por un mozo. Frida se queda descansando en una reposera, con maquillaje, botas de vaquero, lentes negros y algo que simula un cigarrillo, y por su porte, por esa inusitada adultez y descaro que la posee en lo que dura esa mímica, uno puede imaginar a aquella madre como parte de esa generación liberada. Aun más, en la misma recreación, la niña deja entrever los constantes dolores de los que posiblemente se quejaba su madre, logrando el retrato de una agonía en dos o tres pinceladas.
Todo el film se asienta en la reorganización de ese cataclismo (personal, familiar, generacional), y todo lo que vemos en la campiña donde Frida camina en malla está en un estado de suspensión. Lo único que vemos de aquellos resultados es el silenciamiento, la vergüenza y la paranoia alrededor de la enfermedad, como cuando Frida se lastima la rodilla jugando y la madre de otra niña acude desesperada a separarla por miedo de que pueda infectar a su hija.
Lo más interesante de Verano 1993 es que todo lo que sucede se presenta a una escala infantil, como si la cámara mirara todo desde un metro de altura. En nuestra infancia, y a raíz de un enojo o una frustración, muchos de nosotros hicimos la mímica de fugarnos de nuestra casa. Lo que un niño pone en su mochila de escape suele ser un conjunto de elementos ridículos; una mezcla de lo que le interesa realmente y lo que cree que un adulto juntaría. Casi siempre, lo que queda en esa mochila son dos o tres mudas de ropa, un juguete u objeto de valor, un libro y una comida con escaso valor nutritivo. En cualquiera de las situaciones, la provisión es absurda y al niño no le permitiría pasar un solo día. Verano 1993 pasea por los recuerdos de una niña como quien indaga en estos objetos de supervivencia en el interior de esa mochila.
Se destaca esa capacidad de Carla Simón de captar esos pequeños terrenos oscuros de la infancia: los caprichos, las minúsculas mezquindades, el instinto de muerte, el amor y, aun, el erotismo. Haciendo esta ecuación de elementos, la referencia más inmediata es Cría Cuervos (Carlos Saura, 1975). Y es que, sin miedo a exagerar, Simón hizo de Laia Artigas su propia Ana Torrent, a través del peso de un secreto, un dolor y un resentimiento encapsulado en la celda negra de sus ojos.
La otra referencia más evidente en lo temático es Azul, de Krzysztof Kieslowski (1993). Ambos films no son tanto la historia de un duelo, sino más bien la historia de la deconstrucción subjetiva y necesaria para habilitar un duelo. No es la historia de alguien saliendo o entrando a un agujero, sino rodeándolo; como si tirara una piedra y aguzara el oído para ver cuándo repica. En este sentido, la pregunta de “Y tú, ¿por qué no lloras?” encastra perfecto en una escena de Azul, cuando el personaje interpretado por Juliette Binoche se encuentra con su antigua ama de llaves. En un momento, la protagonista entra a una habitación y se encuentra con su antigua empleada llorando desconsoladamente y le pregunta: “¿Por qué lloras?”, y la señora le responde entre sollozos: “Porque usted no lo hace”. Esta especie de tercerización del llanto se corresponde con el estado de aplanamiento afectivo de una pre-duelista que debe enfrentarse a una reestructuración de su recuerdo, y la de una obra, un legado (un nuevo himno de la Unión Europea) cuya escucha y trabajo va posponiendo, como si temiera abrir un sótano lleno de fantasmas.
En Verano 1993 el estado de Frida es similar: desde abajo ve cómo los adultos se compadecen de ella, envidia a su pequeña prima (a la que le planta trampas cada tanto), pero, sobre todo, bordea esa angustia, sin lograr conectarse con ese sentimiento que parece desencadenar pequeños sismos, que en verdad apenas le cosquillean las plantas de los pies.
Si Verano 1993 es el circular constante alrededor de un duelo, escribir sobre ella es un conjunto agotador de piruetas para no revelar el final, posiblemente uno de los mejores, más sencillos y profundos que haya dado el cine independiente en los últimos años. Sin ese final todo el naturalismo extendido sería simplemente accesorio (hasta podríamos atrevernos a decir cansador), pero con un pequeño giro, un pequeño cambio de luces, todo cambia por completo. Y vos, en la butaca, ¿por qué llorás?
Verano 1993 | Carla Simón. Con Laia Artigas y Paula Robles. En Life Cinema Alfabeta.