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Foto: Ramiro Alonso

¡Que no quiero verla!

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Lingüistas y burócratas.

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Dile a la luna que venga, que no quiero ver la sangre de Ignacio sobre la arena.

No sé cuánto hace que empezaron a verse las señales de lo que se conoce como “lenguaje inclusivo” en textos institucionales, pero estoy segura de que ya son más de diez años. Hay quienes dicen que la preocupación por el género en las comunicaciones oficiales pasó directamente desde las aulas universitarias a los mostradores ministeriales, pero yo creo que hubo un paso intermedio, y fueron los organismos multilaterales de cooperación. Al mismo tiempo que palabras como “transversalizar” y “territorio” se colaban en los informes y en los instructivos para obtención de fondos, las sugerencias de incluir explícitamente a todas en el todos en el que supuestamente estaban implícitas empezaron a aparecer. Detrás, por supuesto, hay miles de páginas escritas e infinidad de discusiones dadas acerca del carácter sexista del lenguaje, y sería muy soberbio –además de penosamente errado– hacer de cuenta que la lengua no es un campo de disputa política. (No quiero interrumpir, pero no puedo dejar de pensar que mientras escribo esto; mientras usted, señora, usted, señor, lo está leyendo, alguien está llorando a Gonzalo, que murió estrellado en el piso del sector lácteos del supermercado Disco de 8 de Octubre).

Hace algún tiempo, decíamos, empezó a aparecer la incómoda forma “todos y todas” en los discursos oficiales, y en ámbitos militantes se impuso la colocación de una arroba o una equis allí donde normalmente va la vocal que indica el género gramatical. La vocación inclusiva llegó a extremos de un ridículo doloroso cuando la duplicación de sustantivos no se correspondía con la de adjetivos o la de artículos, o al revés. Así son los burócratas: no entienden, pero obedecen. (¿Quién dio la orden de limpiar la sangre del suelo y seguir trabajando? ¿Quién la obedeció, venciendo el miedo, el estupor, el asco?).

Pero últimamente el asunto pasó de castaño oscuro: una nena le enseña a su madre a decir todes en un video que se viraliza, el caballero Pérez Reverte –Don Arturo– amenaza con dejar la Real Academia si la tontería prospera, las redes sociales se llenan de bromas fáciles en las que un cambio de a por e en un sustantivo transforma a la pena en pene y a la nena en nene, un montón de gente empieza a preguntar cómo se dice tal o cual cosa “en inclusivo” y los artículos más o menos académicos, más o menos teóricos, que pretenden defender la lengua de los embates autoritarios de populismos, feminismos y otros ismos se multiplican sin horror a la redundancia. (¿En serio usaron pan rallado para absorber la sangre?).

Los que hayan leído la página anterior de este suplemento habrán aprendido que no está al alcance de la voluntad de los hablantes modificar el sistema de la lengua. No lo puede hacer la autoridad, ni el mejor escritor del mundo, ni un montón de gente con buenas intenciones. La gramática no cambia a golpes de voluntarismo. Pero hete aquí que el léxico cambia todo el tiempo. Sin ir más lejos, muchos uruguayos decimos pibito en lugar de gurí, pasándonos por el forro la tradición nacional. Las palabras que usamos para referirnos a las cosas cambian constantemente, y no sólo con el tiempo, sino con el espacio, la pertenencia social, la edad y quién sabe cuántas variables que no vamos a repasar ahora. (¿Cuánto tiempo lleva dejar impecable la escena de un crimen ocurrido a la vista de todos?).

En realidad, el cambio que supondría usar la e para zafar del genérico masculino –sí, señor, señora, usted tiene razón: eso que estoy llamando “masculino” es el término no marcado, así que podríamos decir que el masculino no existe, pero no me haga trampas, ¿quiere? Ese término no marcado es exactamente el mismo, fonética y morfológicamente hablando, que el masculino. Sigamos–, ese cambio, decía, es muy sencillo, y aprender a usarlo sería más fácil que aprender a hablar en jeringoso. No se aplicaría a los objetos, no se aplicaría a las personas concretas cuyo sexo conocemos (no diríamos “les plantes de mi jardín” ni “mi amigue Fulanita”) y no modificaría en nada la gramática, porque el adjetivo y el artículo seguirían concordando con el sustantivo en género y número, como manda la norma. Así que no me parece que sea para cortarse las venas, amigo, amiga, amigues. En caso de duda, se puede preguntar, que es ni más ni menos lo que yo hago cuando no sé cómo se escribe algo o qué sinónimo es el más conveniente, suponiendo que exista, en rigor, eso que llamamos sinónimo. Otro asunto es el de la belleza, que ya es materia opinable. A mí, sin ir más lejos, me pone como loca que la Real acepte el uso de “hubieron” cuando “haber” no es auxiliar, o que terminemos dando por bueno el uso anafórico de “el mismo”; pero, ¿quién soy yo para frenar los cambios de la lengua? El hablante hace lo que quiere, y si muchos hablantes hacen lo mismo, a la Real, incapaz de limpiar o dar esplendor, no le queda otra que fijar. Y punto. (¿Alguno de los que limpiaron el lugar tuvo que irse, descompuesto? ¿Se desmayó algún cliente?).

“Todos y todas” tiene algo de aberrante, porque sustituye la totalidad por sus partes, y eso, desde el punto de vista de la capacidad de simbolizar, es medio fulero. Pero el problema se puede resolver fácilmente con un genérico que no coincida con una de las partes, y es eso, ni más ni menos, lo que todes puede ser. Y no tiene sentido discutir una posición política –porque esta es una cuestión política, pese a quien pese– con argumentos de la filología o la gramática: este es, en suma, un asunto de léxico, y eventualmente habría que inventar apenas algunos artículos. Ya se han inventado palabras antes, y si no me creen piensen en “emprendedurismo”. Hablame de aberración. (¿Es político que la sangre de un muerto en el supermercado se limpie como si fuera un helado derretido porque se rompió una heladera?).

Es seguro que yo no voy a sumarme fácilmente a las huestes del genérico neutro en e, pero si prospera es seguro, también, que terminaré por acostumbrarme, y lo usaré tal como uso cientos de palabras, giros, frases hechas y metáforas que están en la lengua para que los hablantes hagamos con ellas lo mejor que podamos. Pero nunca, lo que se dice nunca de los nuncas, me voy a acostumbrar a que se mueran los trabajadores como si nada porque algún sorete, algún inconcebible burócrata obediente de reglas que ni siquiera entiende, da la orden infame, absurda, vergonzosa de limpiar la sangre de un compañero y seguir trabajando.

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