El pulso funky que le impone Rossana Taddei a la guitarra con su mano derecha y que hace vibrar las paredes de una sala de ensayo del Centro es el mismo que sobresalía en La última tentación de Caperucita Roja (1988), su debut discográfico, junto con su hermano Claudio, con el grupo El Camarón Bombai. En Cuerpo eléctrico, su nuevo disco, que presenta mañana en el Auditorio del SODRE, volvió a un sonido rockero con aires funky. Por un momento, las paredes dejan de vibrar, porque Rossana deja el ensayo para conversar con la diaria.
Antes de que saliera Cuerpo eléctrico, habías comentado que ibas a volver al rock, y escuchándolo, caí en la cuenta de que es rock de verdad, con riffs contundentes y todo. ¿A qué se debió el vuelco?
Las canciones lo fueron pidiendo. Empecé a componerlas hace dos años, y venían con esta energía, ya planteándose los riffs desde el inicio, a través de la voz. Además, empecé enchufando la eléctrica y a componer con ella (generalmente los procesos surgen con la guitarra de nailon, y a veces también con algún pianito; cualquier instrumento que ande en la vuelta puede disparar una canción), y todas las canciones tenían esa energía y la necesidad de que hubiera más guitarras y distorsión. Fue como volver a ese lugar en el que estuve transitando con mis primeras bandas, como El Camarón Bombai, en 1988, que después se desarmó y quedó El Camarón, en la que éramos siete músicos. Tocamos mucho por muchos lugares y grabamos varios discos que estaban dentro de este género rock-pop, pero quizás en esa época las letras de las canciones que hacía eran por otro lado. Y en todos estos años de tocar mucho en distintos formatos, se fue juntando gente con un montón de información, y así aprendo, porque mi escuela son los músicos con los que toco. Entonces empecé a sumar todas esas influencias, que en muchos casos son jazzísticas, y si bien es un disco que podemos catalogar como de rock crudo, tiene algunos momentos jazzísticos.
Grabaste “Amandoti”, del italiano Giovanni Lindo Ferretti. Supongo que haber vivido toda tu infancia en Lugano, al sureste de Suiza, donde se habla italiano, fue otra influencia.
Sí. Me fui a Suiza con un año –bah, me trasladaron, ni me enteré–. Mi primera lengua es el italiano, por eso nunca cambié la pronunciación, como la de las a o las c, y tampoco el tipo de canto, que es muy a la italiana, se parece al porteño. Me acuerdo de que cuando llegué acá, a los 12 años, era un desastre hablando. Fue muy complicado venir de allá, hubo un contraste impresionante. Escuchábamos música en italiano, pero en casa se hablaba en español y se seguían todas las costumbres de acá. Si bien era suizo, mi viejo era súper uruguayo, eso es lo raro –mi vieja es uruguaya–; los domingos no lo sacabas del asado. Cuando vinimos, después de diez años de vivir allá, le pedíamos para ir, porque extrañábamos pila nuestro mundo, pero él ya no quería volver. Yo hice la escuela con la misma maestra durante los cinco años. Allá en la escuela pública hacés doble horario, es otro planeta. Cuando llegamos acá, en 1981, fuimos al liceo 8 y fue como romper todo el esquema y poner otro chip. Nos gastaban porque hablábamos raro. Y en cuanto a la música, salimos de lo que veníamos, que era el folclore que transitaba en Italia, como Inti-Illimani y Violeta Parra, que estaban exiliados por allá y eran un boom. Aprendimos todo eso y, al llegar acá, empezó otra historia. Me acuerdo de que mi hermano un día me mostró un blues y después vino la influencia de la música argentina, mucho Charly [García], empezamos a chupar todo eso y se generó un cóctel.
Para Cuerpo eléctrico también grabaste una canción en la que musicalizaste un poema de Alfonsina Storni, que solías tocar en vivo: “Qué diría”, uno de los primeros grandes ejemplos de feminismo por estos lares.
Es que fueron las que lo iniciaron en la cultura, en las letras, en la música. En este árbol de mujeres haciendo cosas, tuvimos grandes pilares como Alfonsina Storni, Delmira Agustini e Idea Vilariño. El decir femenino está ligado a que culturalmente siempre estuvo marcando la historia patriarcal, y cuando entrás en las obras de todas ellas te das cuenta de que en las artes siempre se encuentra alguna forma de protesta, en esas plumas, muy metafórica; pero en “¿Qué diría?” Alfonsina está siendo bastante directa. Además, fue una mujer que tuvo un hijo soltera y se enfrentó a una comunidad que le tiró mucho palo por esa razón. También hay un punto muy en común porque ella nació en Capriasca, Suiza, un lugar muy próximo a donde me crié. Yo pasaba por la puerta de la casa, donde había una placa.
¿Qué diría?
Alfonsina Storni
¿Que diría la gente, recortada y vacía,
si en un día fortuito; por ultra fantasía,
me tiñera el cabello de plateado y violeta,
usara peplo griego, cambiara la peineta
por cintillo de flores: miosotis o jazmines,
cantara por las calles al compás de violines,
o dijera mis versos recorriendo las plazas
libertado mi gusto de vulgares mordazas?
¿Irían a mirarme cubriendo las aceras?
¿Me quemarían como quemaron hechiceras?
¿Campanas tocarían para llamar a misa?
En verdad que pensarlo me da un poco de risa.
¿En el ámbito de la música sentiste discriminación por ser mujer?
Sí, es latente. Hay millones de hechos, puedo escribir un libro inmenso de situaciones en las que sentí el machismo; y no siempre fue del lado de los hombres, muchas veces fue de las mujeres. Por ejemplo, una vez toqué en un boliche de Paysandú que estaba muy lleno, y cuando terminé, vino una señora con el marido y me dijo al oído: “¿Cómo te animás a tocar y a cantar adelante de tantos varones?”. Yo quedé como... con ese tipo de devoluciones tomé conciencia. Soy música y no tengo un momento en el que no me acuerde de mí cantando, es lo que hago, entonces nunca me cuestioné si este es mi lugar o no, y que una mujer me dijera eso me llevó a reflexionar –tendría 24 años en ese momento–. Una vez toqué en Cerro Chato, me habían contratado por el aniversario del día en que votó la primera mujer; el público eran todas mujeres y niños, y al costado estaban el casín y la barra, donde había gauchos, todos con facón, tomando, y no participaban en el evento musical. Aparecí yo, de minifalda, y empezaron a acercarse, pero con una actitud desconfiada, como reprimiéndose corporalmente, tipo: “No agiten mucho a esto”. Y en otros conciertos, en festivales bastante grandes, millones de veces me pasó de subir al escenario a armar y que los técnicos del lugar interactuaran sólo con los varones de la banda. No te preguntan cómo querés que suene o qué precisás... No existís, te neutralizan, prácticamente con cero contacto visual. Entonces o llegás y metés la pesada, y es un desastre porque te das contra una pared, o esperás a ver qué ocurre hasta que en algún momento queda todo armado, armo lo mío y arranco. Entonces, cuando termina el concierto, te vienen a saludar y te felicitan. La situación cambia después de que pudiste exponer que estás capacitada para la tarea, aunque seas mujer... Es muy fuerte eso.
En la primera canción del disco, “Eso se sabe”, te referís a algo que se sabe pero no sé qué es.
Lo sabe cada uno, nadie te lo va a explicar. Aplica a un montón de situaciones. Me gusta cuando sale y yo misma digo “¿a qué se refiere esto?”. Yo lo sé, pero puedo interpretarlo de mil maneras, y me encanta el mensaje así, porque permite que el otro se vuelva como una enredadera, que no toda la información esté servida sino que tengas que hacer un mínimo ejercicio más allá del cuerpo físico.
Como en “Limón”, que cantás “dejate de lamer ese limón, / esa acidez ya te hizo mal”.
La acidez, el malhumor, esas cosas en las que todos caemos, que pueden ser personales o hacia otros. Esos momentos en que la vida te propone un limón para ver qué hacés: un juguito o te volvés un ácido desagradable.
¿De dónde surge el colibrí de la tapa del disco?
Nos buscó, apareció en un ensayo. Empezó a volar y a darse contra las paredes, no se podía ir. Suspendimos el ensayo y empezamos a crear instancias para sacarlo, con la escoba y un vasito con agua y azúcar. En un momento se agarró de un tapiz de la pared y se empezó a arquear, como desmayándose, y cayó en mi mano.
¿La quedó ahí?
No, por suerte. Me entró a venir como un panic attack y pensé “se va a morir acá”. Tomó del vaso y, cuerpo eléctrico, se activó, y voló. Ese bichito vuelve todos los días, porque le puse un bebedero, me enamoré.
Entonces, ¿el nombre del disco viene de ahí?
De ahí y del poema “Yo canto al cuerpo eléctrico”, de Walt Whitman. Hace muchos años, un tío italiano que se mudaba de un lado al otro terminó viviendo en el fondo de mi casa y trajo una caja con ácaros, hongos y libros. Como siempre me interesó la lectura, fui a hurgar, y era todo patético salvo un libro totalmente plateado con la cara de este señor de barba que yo no sabía ni quién era. “¿Qué es esto?”, dije, y era Whitman. Quedó en mi mesa de luz y, pasada la adolescencia, seguía ahí; fue un antes y un después de leer eso. Inconscientemente, en mis textos hay mucho de esa conexión con la naturaleza, la libertad y el amor.
Hablando de la naturaleza, vivís en el Fortín de Santa Rosa; ¿no te gusta la ciudad?
Estuve mucho en la ciudad, pero vengo de un pueblito de ovejitas... Hasta los 12 años viví en un lugar en el que me levantaba de mañana y caía un copo de nieve, montañitas, silencio, una vaca... Y caí a Montevideo con mi familia en un viaje de 15 días en barco, para ir masticando la idea, como hacían nuestros abuelos. Llegamos el 22 de diciembre de 1980, y Montevideo era la cosa más gris del planeta... Estaba el “mundialito”. “Uruguay, te queremos ver campeón”, lo escucho y me da un chuqui, me altero. El 21 de setiembre me voy a tocar a Suiza. Trato de ir todos los años; si no voy con la música no puedo, porque es re costoso; hay que armar agenda e ir a tocar. Allá descanso. Pero hace tres años me trasladé para el Fortín y me cambió la ficha, porque encontré de nuevo el bosque, la playita y el silencio.
¿Traés chocolate?
Traigo chocolate, a lo bobo, es riquísimo. ¿Me estás pidiendo un chocolate? Te lo traigo.