Es un lugar común decir que los niños y los ancianos se parecen, que tienen cosas en común. Es una comprobación tan generalizada como certera el vínculo bello e indestructible entre abuelos y nietos. Hay mucha literatura sobre esa relación amorosa y libérrima en la que los veteranos se permiten ensayar el cuidado sin las presiones de la crianza, al tiempo que los más chicos encuentran complicidad en un adulto. ¿Cliché? Quizá, pero tiene mucho de cierto. Basta con revisar cómo nos fue con nuestros propios abuelos: los recuerdos, las anécdotas, los secretos, los guiños, las pequeñas tansgresiones compartidas.
En la literatura para niños, el vínculo entre abuelos y nietos es un tópico, decisión que resulta bastante natural al tratarse de un vínculo especial y particularmente disfrutado. Los ejemplos abundan, también los homenajes que hacen honor al asunto y aquellos que no temen abordar junto con la abuelidad asuntos no tan idílicos que están cerca, como la vejez, la enfermedad e incluso la muerte (hace poco en estas páginas presentábamos Besitos, de Virginia Brown y Mauricio Marra, en el que estas cuestiones se abordaban con delicadeza y ternura pero sin ambages).
En Mi abuelo niño, Horacio Cavallo pone a volar la imaginación de su personaje niño, que se enfrenta al mundo –por lo menos, ese mundo que se delinea entre los límites de su casa– desde la perspectiva aérea: al subir a la azotea comprueba que la perspectiva cambia la percepción de las cosas. “Mirar cada cosa desde acá arriba fue como aprender a mirar de nuevo”, dice. Cambiar la perspectiva, modificar la mirada, no es ni más ni menos que entregarse a un estado de poesía, a los pactos que establecemos, por ejemplo, al leer. O al jugar.
El libro de Cavallo va en ese sentido: al descubrir que el mundo se ve distinto, desde la cola del gato hasta la silla del abuelo, el protagonista se coloca en un lugar y en una actitud de observación –y de observador privilegiado: ese que mira sin que lo vean, desde las alturas– que da pie a la imaginación. “Desde acá arriba el bigote blanco del abuelo parece un bicho peludo sostenido en el aire”, asegura, y la descripción del abuelo es tan minuciosa como sensible al reparar en detalles –los ojos llorosos, los olvidos– que aluden a esos costados más frágiles de la vejez. Sin embargo, “Tiene las manos grandes el abuelo. Parecen dos islas flotando sobre el azul de sus pantalones”: a pesar de todo, la fortaleza que no se pierde, y la realidad transformada por la mirada lejana, privilegiada. Una perspectiva que da lugar a imaginar, a hacerse preguntas: “A veces pienso cómo habrá sido mi abuelo cuando tenía mi edad”, se plantea en la exacta mitad del libro. En adelante, las preguntas del niño indagan en torno a la infancia de antes y la de ahora –¿en qué se parecen?, ¿en qué son distintas?– y lo llevan a recorrer un camino hacia su abuelo niño.
El texto es breve y medido, y apela a una infancia al aire libre, de rodillas lastimadas, de ver la vida desde arriba de un árbol y sentir el aire en la cara andando en bicicleta. En ese sentido, dialoga a un tiempo con su abuelo como con su propia infancia, con ese niño que está ahí, a flor de piel. Un niño, un abuelo niño, cualquier niño.
Las ilustraciones de María Canale interpretan a la perfección el tono íntimo del texto. Hay color, hay ternura, hay imágenes casi surrealistas que instalan ese mundo imaginado y distorsionado por una mirada inusual. Y una silla vacía que interpela al aludir a una ausencia, a un silencio.
Mi abuelo niño, de Horacio Cavallo y María Canale. Alfaguara, 2018. 24 páginas.