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Lucía García.

Foto: Pablo Vignali

Horas puente: Lucía García, coautora y directora de Sala de profesores, que agota en doble función en la Alianza

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Es una obra sobre lo que pasa durante la ocupación de un liceo, con los docentes encerrados y los estudiantes pidiéndoles que escriban diez razones por las que vale la pena seguir yendo a clase. Garabateada en una dinámica de argumentaciones y derrapes, antojos dulces y urgencias fisiológicas, la lista no arrojará el consenso que demuestra la platea.

Hubo ocho funciones en La Gringa y quedaba gente afuera. Por compromisos de la sala, se mudaron al teatro Alianza y aunque pasaron de 80 a 190 butacas, siguen agotando. “No sólo están yendo los más teatreros sino que hay profesores, que capaz que no tienen mucho el hábito. Están yendo a verse, porque estoy en la cabina y me doy cuenta: entran a señalar y a reírse. Y nos están pidiendo para llevar a los estudiantes, así que estamos haciendo doble función los viernes a la 18.30 para grupos y a las 21.00 para público general”, explica Lucía García, coautora y directora de Sala de profesores.

Si el perfil del público tiene cierto sesgo previsible, el comportamiento no estaba en los planes: las risas se instalan desde el arranque, buena parte aplaude de pie y algún entusiasta del primer turno llega a gritar “¡épico!”.

En ese clima es difícil contener la tentación. “No es que tenga nada contra la comedia, pero la idea es ir por otro lado, generar una reflexión, y para que se dé hay que buscar algún silencio, hay que bajar un poco a la platea”, dice García, que además de haber escrito la obra junto a Carla Larrobla ‒las dos trabajan en secundaria‒, la tiene bien manyada y la va ajustando función a función. Hasta tuvo que hacer dos reemplazos como actriz: la adscripta y la profesora de arte.

“El liceo es el encuentro de personas. A veces lo que tiene el sistema es que el docente queda en un lugar y el estudiante en otro. El docente es el que está agotado, la víctima, y el estudiante también. Todos estamos cansados”, apunta. Hubo un detonante que la empujó a darle forma de diálogos a esas ideas: “Estaba en la sala de profesores del Manuel Rosé, en Las Piedras, entra una profesora de literatura, adorada, llena de libros, apoya todo sobre la mesa y hace un monólogo brillante. Decía que se le apagaba el sistema, que no estaba pudiendo, muy preocupada. Una profesora que es una institución, cuestionándose con total sinceridad su proceder. Me pareció de más que sucediera, porque ella ya estaba del otro lado”.

“Como no tengo mucha formación en dramaturgia, cuando escribo veo a los actores desde la acción”, cuenta sobre cómo armó el elenco, en principio, en su cabeza. Con algunos, como Susana Anselmi, ya había trabajado en Falta grave, su anterior pieza. Otros fueron compañeros de generación en la Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático (EMAD), o colegas con ganas de seguirle la cabeza. Los convenció a todos, igual que a los 14 años les dijo a Coco Rivero e Iván Solarich que quería hacer teatro para cambiar el mundo y, lógico, entró a la escuela de Puerto Luna sin más trámite. Al tiempo le puso el cuerpo a Medea Material y con Au delà du silence viajó a Suiza junto con Lucía Arbondo y Damián Barrera.

“Hice unas cuantas cosas pero, claro, a los dos años cerró Puerto Luna. Ahí terminé el liceo y tuve el enfrentamiento familiar sobre qué iba a hacer en serio. Terminé en el IPA, en Historia, y nunca ejercí. El teatro cada vez invadía más mi vida y entré a la EMAD a los 24, era la más grande. Ahora que me doy cuenta de que la dramaturgia me gusta, que tengo cosas de las que quiero hablar, empecé a estudiar con Jimena Márquez, hice un taller con Marco Antonio de la Parra”. Lucía García, actriz y directora, de 36 años, lo pone en estos términos: “Me estoy habilitando ese lugar de escribir, siempre con la cuestión escénica muy presente”.

¿Qué devolución tienen del público, más allá del aplauso?

Muchos docentes se han conectado por redes sociales y nos han comentado cosas que despertó la obra. Está de más porque el rap del final lo escribió un estudiante mío, del liceo 9, donde doy clases de expresión corporal y teatro. Pido dos trabajos escritos en el año y en uno de esos un estudiante me cuela una hojita que tenía un vómito al mundo, al liceo, estaba todo mal. Lo leo en casa, quedo impactada y a la siguiente clase le digo “vamos a conversar un ratito”. Yo estaba en pleno proceso de ensayo, y vi que teníamos una mirada en común. Como él hace rap, le dije si no se animaba a hacer uno con todo eso. Fue una de las primeras veces que me miró a los ojos y quedó de cara. A la siguiente clase me lo trajo y los compañeros lo ovacionaron. A partir de ahí cambió completamente su ser estudiante, por lo menos en mi materia. Lo llevamos al estudio de Fernando Ulivi, se puso un nombre artístico, y ahora lo estamos pinchando para que se haga socio de AGADU y cobre su plata. Tiene 17 años. Fue un viaje para él y para nosotros. Al final de la obra entra la estudiante, pero es la estudiante que escribimos las dramaturgas. Este rap es el estudiante-estudiante. De hecho, muchos docentes nos han dicho que la obra termina en un lugar y después el rap lo da vuelta. Y sí, porque ahí no es el estudiante mediado por nuestro pensamiento. Nos parecía súper valioso que estuviera esa voz; los gurises se quedan muy colgados y a partir de ahí se enganchan.

La obra plantea un cruce generacional y de las materias más nuevas enfrentadas a las clásicas.

Eso tiene mucho que ver con mi experiencia. Cuando llegué a secundaria, los primeros años no podía estar en una sala de profesores; me iba a la cantina, a la biblioteca. No encontraba nada en común y sí cosas que me expulsaban. Después me empecé a cuestionar, me empecé a quedar y empecé a entender algunas cosas. Me encontré con profesores que tienen no sé cuántos años en la educación y son entrañables. Empecé a matizar mi mirada. Era un prejuicio y una pose mía, también.

Te sentías más cerca de los estudiantes.

Exacto y muy desentendida de la mirada de ellos. Ninguno está lejos de ninguno. Hará como siete años que doy clases. Vi cambios en mí también, porque una cosa era empezando, que me quería comer el mundo, como la profe de arte en la obra, y otra soy yo ahora, que tengo dos hijas, y a veces tengo la clase medio planificada, otras veces no, hay veces que estoy con toda la onda y quiero hacer cosas en el patio y otras que quiero poner en el pizarrón “origen del teatro”. Entonces, cuando me quedé en la sala encontré personajes insólitos, siniestros y maravillosos.

Habrá gente, como algún personaje, que está perdida en el tiempo y otra que piensa que entiende los códigos de los pibes.

Tal cual. De hecho, un ejercicio que hicimos en el proceso de ensayo nos arrojó pila de información sobre esto: cada uno daba una clase de su materia y los demás, que hacían de estudiantes, ¡eran infumables! La frustración es algo que nos pasa a todos, tengas 20 años o 40; planificaste tremenda clase, te creés que la pegás en el ángulo, que se van a copar todos, llegás, a nadie le pareció interesante, y tus expectativas las tenés que poner en un bolsillo y reformular.

Los espacios de convivencia, la interacción grupal, te llevan a escribir.

No me siento dramaturga. Escribí Falta grave hace un par de años, sobre una asamblea de una cooperativa de vivienda. O sea, uso mucho los materiales. Lo que más me interesa es reflexionarme, porque en la asamblea se ponen en juego distintos perfiles: el que está más comprometido, el que lo está menos, el que en realidad está tirando línea todo el tiempo, la que no le importa nada. Me gusta pensar cuál soy yo, analizar y humanizar los espacios. Con la docencia me pasa lo mismo. Esta obra también me permitió hacer empatía con esos profesores con los que no me quería cruzar.

¿Como la nihilista que hace Elena Pérez?

Es esa profesora que está totalmente harta. Con varias como ella me peleé, pero también terminé empatizando, porque la verdad es que está salado si vos trabajás 40 horas en secundaria ‒lo dice en algún momento el sindicalista [Fernando Amaral]‒ y tenés que estar de un lugar al otro durante todo el día, no tenés ni tiempo para almorzar. Yo, por ejemplo, me ordeñaba en los cinco minutos de recreo. Es muy fácil encontrarse en ese lugar donde te pudriste. Yo tengo cuatro grupos, pero hay gente que necesita tener 15. Tenés que mantener un temple contigo misma para que la vorágine no te pase por encima.

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