Un grupo de personas en traje de baño está tendido en la arena con todos los accesorios que se necesitan para un día de playa perfecto: sombrillas, paletas, libros, perros, reposeras, toallas, teléfonos celulares. Sólo faltan el sol y el mar. Desde arriba, en ese galpón techado que hay que buscar en el laberinto de las callejuelas de Venecia, 55 espectadores esperan, expectantes, que la performance comience. Han hecho más de una hora de fila. Es la última función del último día del ganador del León de Oro al mejor pabellón de la Bienal Internacional de Arte 2019. “Los italianos siempre dejamos todo para último momento”, dice una mujer en la cola, y se entienden un par de cosas del ADN del otro lado del Atlántico.
Llegar no fue fácil. Escondido detrás del Campo de la Celestia, más allá del hospital, su aislamiento permite practicar el deporte veneciano más disfrutable: perderse. Tras hacer la fila hay que trepar una escalera y acodarse en una baranda de madera junto con los demás voyeurs. Ya no habrá más oportunidades: por falta de presupuesto para pagar su elenco de performers, el envío lituano cierra casi un mes antes del fin de la bienal.
Se tiene la impresión de estar en un corral de comedias de los tiempos isabelinos al que se le ajustó la disposición el escenario. Esos bañistas ahí abajo, en su completa normalidad, parecen ocultar pulsiones shakespeareanas. El canto comienza y la sensación aumenta. La perspectiva imposible (como de banales ángeles de Wim Wenders), la playa insólita (sin mar ni sol), la natural antinaturalidad del canto lírico, crean la atmósfera esencial del arte contemporáneo: producir un desfasaje que habilite la interrogación. No hay que prestar atención a las palabras, sino al extrañamiento que se produce entre ahí abajo y aquí arriba. ¿Quién es ese tenor que ha comenzado a cantar? ¿En qué reposera está, sobre qué pareo está tendido? Cuando se lo ubica, se puede poner ahí el eje de la mirada y desde ese punto, que la voz clava en la arena como el asta de una sombrilla, pasear por el resto de la escena. Las chicas que juegan a la paleta, la pareja que se habla en secreto, el grupo que acaricia y rasca un perro enarenado. Los solos se alternan con coros en los que la escena parece adquirir espesor. Otra voz surge desde lo oculto, y los espectadores comprenden que, al no haber butacas y todo estar ocurriendo debajo, se puede rodear la baranda y ver, del otro lado, cosas que desde donde estaban no se veían. Los pasos sobre la pasarela de madera se integran a la performance como un efecto sonoro. Por momentos, no hay bañista que no esté mirando su teléfono. En otros el canto cuestiona la crisis ecológica del planeta. En poco menos de una hora, el pabellón lituano “Sol y Mar: Marina”, de Rugile Barzdziukaite, Vaiva Grainyte y Lina Lapelyté, apunta que todo lo sólido –incluso la belleza más etérea del canto– se desvanece en la destrucción que dejan, a cada paso, nuestras banales trayectorias. Una lección ambientalista escrita en el pizarrón del rumano Emil Cioran.