Un retrato del director Tadeusz Kantor sobre un espejo antiguo, un pizarrón con frases inspiradoras o parlamentos rebeldes y, como rastros del nervio escénico, racimos de colillas: de ese modo queda configurado el improvisado camarín. Parte de la troupe de 11 actores de Pequeño Teatro de Morondanga conduce la visita por los tres pisos de lo que fue el Odeón.
En el Año Nuevo de 1996, una falla en las instalaciones eléctricos provocó un incendio en el interior del teatro, pero su fachada, como el set de un pueblo fantasma, mantuvo las apariencias delante del baldío. Desde hace dos años la compañía de Roberto Suárez viene trabajando sobre los restos del incendio, aunque no en terreno yermo. Como tantas salas consumidas por el fuego, ahora conocerá una segunda vida.
Con los técnicos, los dueños del predio y un ánimo contagioso de colaborar, suman unos 20 obreros/artistas que la semana que viene, al borde de la temporada y tras un largo proceso, estrenan la comedia negra Chacabuco, con entradas agotadas.
La llamada
Llevaban un buen trecho ensayando a los saltos, necesitaban asentarse, cuando vieron aquel aviso en Mercado Libre. Se vendía el teatro Odeón, o lo que quedaba de él; pensaron que era una inmobiliaria, así que llamaron casi a medianoche. “Era muy tarde y nosotros estábamos muy ansiosos”, resume el actor Gustavo Suárez. “Y arriesgamos”, dice Roberto Suárez, porque plata no había.
Del otro lado, una pareja franco-uruguaya: Vincent Fournier y Rosario Ramírez. “Nos atendieron excepcionalmente bien y quedamos en reunirnos al otro día en la casa de ellos; nosotros ya habíamos construido la sala La Gringa y teníamos cierta experiencia en el tema. Les presentamos un proyecto delirante, porque en aquel entonces eran seis obras de teatro”. Lo interrumpe Inés Cruces, que integra el elenco: “Igual ellos pensaban que cuando viéramos el teatro íbamos a decir: ‘Imposible’. Y nosotros llegamos y dijimos: ‘Es acá’”.
La zona donde se ubicaba originalmente la platea estaba cubierta de matorrales y escombros. Tardaron meses en sacar 2.200 bolsas de basura. Lo curioso es que no había alimañas que interrumpieran los ensayos, sólo palomas y murciélagos muertos. El lugar permaneció inanimado hasta que llegaron ellos.
Finitud y fantasía
La sinopsis del espectáculo indica que “familiares y pacientes de un carismático terapeuta deben enfrentar su inminente muerte. Personajes incompetentes y egoístas con sus emociones en un ambiente enajenado, intentan comprender la actitud del moribundo mientras nos demuestran que no saben vivir”.
En Bitácoras, un registro de procesos hecho en 2017 por el Instituto Nacional de Artes Escénicas (INAE), el capítulo que abordaba los avances de Suárez y equipo indagaba en modos de inducción y sugestión. Iban a ser seis obras episódicas que se irían estrenando a lo largo de un año. “En un momento llegamos a la conclusión de que nos convenía ir sintetizando nuestras ambiciones, porque íbamos a estar ensayando ocho años más”, admite el director. Así, el proyecto inicial, que se llamaba Mi entierro, se fue transformando en Chacabuco; si hubieran hecho una pasada con el material disponible, habría durado un día entero, aseguran, pero quedó afinada en una hora con 40, minutos más, minutos menos.
A menudo es inútil determinar una época precisa en las propuestas de Suárez. Cauto y deliberadamente evasivo, accede a adelantar que “este espectáculo transcurre en una suerte de realismo –por momentos casi toca el naturalismo–, que es infiltrado por la deformación que provoca el estrés postraumático, lo que lleva a que la temporalidad y el espacio se vean desfigurados”. Lo que impacta, regresa: “Cuando los soldados volvían de la guerra se lo llamaba el shell shock, neurosis de guerra. Pensemos que ese es el centro de la historia”. Dice que hay un universo que se toca incluso con Bienvenido a casa, su anterior pieza, de estética lyncheana, “no porque se viva la misma situación, sino porque por momentos se cruzan”.
Apuntes varios
En el edificio inaugurado en 1885 en Paysandú 767, actual calle Cerrito, funcionó el conservatorio musical La Lira (donde se formó, entre otros, Eduardo Fabini). Según el inventario de Ciudad Vieja de la comuna, el padrón cubre un área de 707 m2 y la construcción fue alterada en 1955. Renombrado Odeón, el noveno teatro de Montevideo pasó a ofrecer una variada programación: los avisos de prensa consignan funciones para niños, zarzuelas, jazz, cine, tango, folclore y hasta algún show de hipnosis. Los teatreros veteranos recordarán la breve aunque exitosa estadía del Teatro de la Ciudad de Montevideo o simplemente TCM, la compañía que Taco Larreta fundó en 1961 junto a China Zorrilla y Enrique Guarnero, con títulos como Un enredo y un marqués y La pulga en la oreja. Hacia 1962 la Sociedad Uruguaya de Actores (SUA) se puso en campaña para hacerse con el inmueble, por entonces hipotecado. Las crónicas del sindicato relatan que en base a rifas y beneficios lograron concretar la compra, y el Odeón fue rebautizado entonces Teatro Carlos Brussa. Más tarde la SUA, con dificultades para administrarlo, se lo dio en alquiler al Ministerio de Educación y Cultura.
El parisino Vincent Fournier y la mercedaria Rosario Ramírez son los actuales dueños del Odeón. Como aficionada al teatro, la uruguaya hizo sus pininos en Francia, donde tenía un profesor chileno. Su pareja se dedicaba a la informática, y al radicarse en Uruguay trabajó como maestro en el Liceo Francés por un par de años. Antes de venirse se habían enterado de que el Odeón estaba en venta –a 690.000 dólares–, y una vez acá, en 2014 descubrieron que iba a remate judicial. “Era como acercarse un poquito más al sueño, porque el precio no era el mismo”. En su decisión fue crucial enfrentarse al pórtico de triple altura coronado por un frontón triangular. “Lo vinimos a ver y nos enamoramos de la fachada. Adentro, obviamente, tenía un estado ruinoso, pero valía la pena. En el remate éramos tres, junto a un grupo que quería poner un estacionamiento y un hombre que venía en nombre de una iglesia”, recuerda Vincent. Dicen que la puja los llevó lejos, pero alcanzaron la cifra requerida.
El teatro no es su única inversión en Ciudad Vieja, y tienen claro que el Odeón no es un emprendimiento del que vayan a sacar rédito económico. “Mucha gente nos pregunta por qué ponemos plata en esto si no hay ningún retorno”, cuenta Vincent. Dice Rosario que esta es una inversión más duradera. “Un detalle importante: tenemos la suerte de tener como vecinos, en nuestra casa en Cordón, a los artistas Jorge Abbondanza y Enrique Silveira, que cada año escribían una carta al ministerio, porque se había prometido reconstruir el teatro. Cuando conocimos a Roberto Suárez fuimos a hablar con ellos y nos dieron tranquilidad en aceptar al grupo. Hay un vínculo mágico”.
Vincent y Rosario han participado activamente en los trabajos de la obra. “Las cosas solas no se hacen”, dice ella, mientras muestra cómo armaron de cero la boletería con marco de madera y sustituyeron ventanales. Hicieron un acuerdo de comodato por cinco años, para empezar, pero el objetivo es que Suárez y su equipo continúen allí. Igualmente los propietarios tienen algunas ideas para el lugar, como sumar una cafetería en el segundo piso y una sala de lectura en el último. “Y en el futuro, si ganamos el Gordo de Fin de Año o se manifiesta algún inversor, se podrían armar talleres, residencias artísticas, alojamientos estudiantiles, que sea un campo cultural vivo”, enumeran, “porque es interesante el volumen que queda en el fondo”.
¿Por qué todo esto demandó tres años? “Primero que nada porque trabajamos en forma colectiva, y eso lleva pila de tiempo, porque tenemos que crear, ponernos de acuerdo, generar un universo en común, que estemos convencidos de que ese es el camino”. Tampoco es un tema de jerarquías, porque nadie conoce el destino. “Si tuvieras una obra escrita, todo cambia. Nos gusta más trabajar sobre ese vacío de empezar a crear sobre ciertas ideas, pero seguir investigando para ver a dónde te llevan”, agrega Roberto Suárez.
“Linealmente podríamos tener 15 obras”, apunta Inés Cruces, “pero en realidad están todas en esta. Son capas, que es lo que hace el tiempo. Por eso es tan largo el proceso, aunque nosotros estamos acostumbrados”. Y amplía su compañero de elenco Gustavo Suárez: “Hay algo de la construcción del lugar y de lo que sucedió en el Odeón que llevamos a la dramaturgia”.
Entonces el director de Chacabuco habla del asombro: “Digamos que alguien que está trabajando en la creación siempre está buscando provocar un sentimiento de primeridad. A veces es por azar, a veces es por la insistente búsqueda, a veces después de las enormes crisis surge ese instante”. No es extraño que mientras fueron capturando ese estado, el equipo haya sufrido alguna baja. “Dentro de un proceso de tanto tiempo hay nacimientos, muertes y ausencias. Hay gente que no aguanta tanto, se satura; además, ensayamos todos los días”, confirma el director.
Ojos de fierro
El realizador Germán Tejeira, codirector de Ojos de madera (2017), ópera prima de Roberto Suárez, filmó los cambios que la compañía fue haciendo en el teatro Odeón. No lo hizo como un registro testimonial; arrancó por otro lado: “Estoy haciendo un documental sobre Francisco Garay, que es parte del grupo y junto a Paula Villalba hizo el arte en Ojos de madera y trabajó en Una noche sin luna [2014]. Pancho es constructor, un tipo multifacético, y en las obras de Roberto es un pilar. Es un artista salado y un ojo interesante para mirar cómo están construyendo la obra. Es decir, no se trata de estar filmando sobre uno de los actores o sobre Roberto, sino sobre él en este espacio”, explica Tejeira. “Es una pieza clave del proyecto, pero no es nadie que esté bajo las luces”.
Esta película, que puede brindar un acercamiento lateral al proyecto Chacabuco, en realidad lo precede. “Hará como seis años que lo empecé, porque el documental tiene otras vueltas: Pancho se está haciendo una casa formidable, de cosas viejas que recolectó en cambalaches y demoliciones; la está construyendo solo sobre la avenida Giannattasio, y registrar esa construcción fue el disparador. Su proyecto de casa tiene tintes palaciegos, pero todo herrumbrado, de una belleza muy fina y casi ferroviaria, porque hay cosas hechas con vías de tren. Y este teatro es como un primo de su casa”.
Tejeira tiene una cercanía reforzada con Pequeño Teatro de Morondanga, ya que vive a cuadras del Odeón y es amigo del elenco, así que anda por ahí dos o tres veces por semana. “Tengo 70-80 días filmados, desde que no había techo hasta ahora, que están cerca de estrenar. No sé cuántas horas son, pero son cuatro discos duros de cuatro teras llenos”. Pese a la desmesura que detalla, se propone terminar de rodar a mitad del año que viene. “En la elipsis uno va a ver que el teatro va creciendo, pero no se trata de ver cómo se hizo el teatro, aunque está todo el material para hacer otro documental”.
Un punto de quiebre fue lograr el respaldo del festival chileno Santiago a Mil, donde tenían las mejores referencias gracias a su trabajo previo, Bienvenido a casa. En enero de este año los invitaron, por medio del INAE, a ir a un pitching, es decir, a vender su idea. Así consiguieron un adelanto de 6.000 dólares y recibirán otros tantos al final.
El presupuesto de producción también se apoyó en una serie de fiestas, un crowdfunding y algunas donaciones, como los materiales cedidos por Campiglia, fundamentales para levantar el techo, o el aporte de la fundación Banco República, con el que equiparon de luces y sonido a la sala para 84 espectadores. Los baños los terminaron con ayuda de la Cooperativa de Docentes para una Formación Integral, y además recibieron pinturas de Infantozzi y aportes de Cofonte y de los Fondos Concursables.
Con esas muestras de confianza y el cuerpo cansado de lijar y martillar, la intención es quedarse en el Odeón al menos cinco años. “Es un lugar divino, lo que no quiere decir que vayamos a hacer la próxima obra de teatro acá, pero sí podemos ensayar, hacer talleres”, proyecta Roberto Suárez. “La idea sería darle un criterio a la sala, que no tenga la presión comercial de abrir todos los fines de semana, que pueda albergar proyectos con identidad, residencias. Tuvimos mucha suerte, más allá del teatro, en haber conocido a Rosario y Vincent, porque son personas con espíritu artístico”.
Chacabuco. Con Soledad Pelayo, Inés Cruces, Rosario Martínez, Chiara Hourcade, Bruno Pereyra, Pablo Tate, Gustavo Suárez, Oscar Pernas, Mariano Prince, Yamandú Cruz y Pablo García, y Pablo Caballero en iluminación, Francisco Garay en escenografía, Cecilia Bello y Johanna Bresque en vestuario y Nicolás Rodríguez en música. Dirección de Roberto Suárez. Funciones: desde el 27 de febrero, jueves, viernes, sábado y domingo a las 21.30 en el teatro Odeón (Cerrito 750). Reservas: 099 582 793 o teatro.odeonuruguay@gmail.com.