No son muchos los músicos que abren un camino propio, por el que siguen luego grandes artistas de varias generaciones. Son menos aun quienes no lo hacen con un esbozo revelador o un solo recurso novedoso, sino mediante una rica propuesta integral, de formato claramente definido desde el comienzo. Casi nadie lo logra en escala mundial si empieza en un país del Sur. El brasileño João Gilberto, fallecido el sábado, a los 88 años, fue uno de los poquísimos.
Para percibir que la obra de este bahiano surgió de decisiones muy conscientes, basadas en el estudio y la reflexión, basta con escuchar el primer disco que grabó, en 1952, con las canciones “Quando ela sai” y “Meia luz”: allí suelta su voz con recursos expresivos tradicionales, sobre un acompañamiento de orquesta. Cuatro años después presentó una creación muy distinta.
Lo que se llamó “bossa nova” era una reinvención minimalista a partir del samba y de la riqueza armónica del jazz, construida sólo con el uso radicalmente innovador de una guitarra, una voz y las interacciones entre ambas y el silencio. Algo a la vez contenido e intenso, racional y juguetón. Con tres álbumes de 1958 a 1961, João Gilberto, en gran medida junto con Antônio Carlos Tom Jobim, estableció coordenadas nuevas para la música de Brasil y un modelo admirado por los grandes del jazz (entre otras cosas, por su creatividad para reelaborar armónica y rítmicamente, con sensibilidad moderna, composiciones ajenas).
Con esa base conquistó Estados Unidos, sobre todo a partir de un legendario disco con el saxofonista Stan Getz lanzado en 1964, y desde allí el resto del mundo. Cuando era razonable suponer que ya no podía perfeccionar su arte, demostró lo contrario varias veces, por ejemplo con la deslumbrante sutileza del álbum João Gilberto (1973), junto con el percusionista Sonny Carr, o con João (1991) y João voz e violão (2000), tardías clases magistrales.