Cultura Ingresá
Cultura

Raúl Forlán Lamarque, José Palacio y Jorge Yuliani en el hall del diario La República, mayo de 1994.

Raúl Forlán Lamarque: un antes y después

2 minutos de lectura
Contenido exclusivo con tu suscripción de pago
Contenido no disponible con tu suscripción actual
Exclusivo para suscripción digital de pago
Actualizá tu suscripción para tener acceso ilimitado a todos los contenidos del sitio
Para acceder a todos los contenidos de manera ilimitada
Exclusivo para suscripción digital de pago
Para acceder a todos los contenidos del sitio
Si ya tenés una cuenta
Te queda 1 artículo gratuito
Este es tu último artículo gratuito
Nuestro periodismo depende de vos
Nuestro periodismo depende de vos
Si ya tenés una cuenta
Registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes
Llegaste al límite de artículos gratuitos
Nuestro periodismo depende de vos
Para seguir leyendo ingresá o suscribite
Si ya tenés una cuenta
o registrate para acceder a 6 artículos gratis por mes

Editar

Así firmaba sus notas, con apellido paterno y materno, algo inusual en Uruguay. Primero lo conocí como vecino: vivíamos a 30 metros, nos cruzábamos en el cine Roi, que estaba en Bulevar Artigas y Garibaldi, y en el salón Mavi, sobre Garibaldi y Monte Caseros, en el que canjeábamos revistas. Pero donde trabé contacto con él fue en el diario La República, en 1988, en el que Raúl Forlán Lamarque (1959-2014) se desempeñó como crítico cultural y yo cubrí la crónica sindical. En la redacción del diario ya no nos separaban 30 metros sino 30 centímetros. No de muchas personas uno puede decir que hay un antes y después. Antes de Raúl había crecido con música, y había escuchado de todo un poco. Pero jamás había hablado sobre compositores, bandas y discos; o sí había hablado, pero no como una necesidad. Antes de Raúl me había expuesto a sesiones pentatónicas en Cinemateca por placer. Pero luego no sentía esa pulsión incontenible de analizar las películas. Gracias a Raúl, la disposición analítica, que aplicaba a las disciplinas sociales y al teatro, se expandió a otros dos universos: la música y el cine. Sobre todo, cierta música y cierto cine. Porque Raúl no sólo me contagió su pasión analítica por nuevos campos artísticos, también fue un inventario de intereses estéticos, un maestro involuntario. Por él me acerqué a un rock y un cine que no conocía. Leía sus críticas y después, con generosidad, me devolvía comentarios a mis notas, fuera en la redacción o en bares.

Conversar con él era una experiencia de esas de las que es mejor no definir para no limitar. Por lo que decía y por cómo lo decía: porque había un poeta dentro del periodista. Y dentro del poeta, un extranjero; un ajeno. No ajeno a él mismo: al contrario, estaba vinculado a sus emociones y a sus ideas como pocos. Pero sí ajeno al mundo. Alejandra Pizarnik decía que todos somos extranjeros pero que el poeta es “el más extranjero”. De esos mundos “sutiles y gentiles”, intangibles y hondos, estaba hecho Forlán. No creo que sus dos libros de poesía Puntos de apoyo y Diario del freak, por pulsar cuerdas sensibles, lo nombren por completo. Nunca fue la suma de sus libros ni de sus notas, aun cuando también estas últimas levantasen vuelo y fueran prosa poética más que crónica de época.

Sobrino del compositor y pianista Lamarque Pons, hermano del Boñato Forlán y tío de Diego, Raúl (también él manya) contribuyó a agitar las aguas de cierta hegemonía en el terreno cultural, a veces con acierto, a veces con hybris, siempre con frontalidad. Más allá de sus contribuciones en El Día (el de los 80 y el reabierto a principios de los 90) y en revistas under como Gas Subterráneo y La Oreja Cortada. Y más allá también de sus andanzas junto a Guillermo Baltar en el Cabaret Voltaire de 1986; uno de los aportes de Raúl al medio fue un catálogo de nuevos registros, nuevos marcos interpretativos y otras maneras de captar el rock, el cine, el arte y una atmósfera; un clima. Tradujo como nadie “esos raros peinados nuevos”, y también en más de un sentido fue un catalizador de estos. Mucho más que la moda pasajera, pasatista y pasota del posmodernismo, lo que le interesó a Raúl fue esa isla generacional que veía crecer en la segunda parte de los años 80, esa isla llamada “juventud”, a la que nunca concibió como estación intermedia entre dos etapas ni como trampolín a la adultez.

La percibió –y la llevó– como una forma de andar, una actitud, una contraseña. Al igual que Juan Carlos Onetti, reivindicó una forma de espiritualidad que crece con fuerza a temprana edad y abominó ese estado de pacto con la rutina en que deviene el humano cuando la adultez le baja la cara, cuando lo hace mirar abajo, a sus intereses. La desmemoria propia de la adultez... la que borra las huellas dactilares que alguna vez tuvimos, no logró alcanzarlo. Aunque falleció a los 45 años mientras jugaba con su nieta, Raúl no se ha ido: deambula por los aires de las calles “algo que quiso decirnos o algo que dijo y que no debiéramos haber perdido”, para decirlo con JL Borges. Probablemente, para muchos que lo conocieron, dejó la “inminencia de una revelación que no se produce”.

¿Te interesa la cultura?
None
Suscribite
¿Te interesa la cultura?
Recibí el newsletter de Cultura en tu email.
Recibir
Este artículo está guardado para leer después en tu lista de lectura
¿Terminaste de leerlo?
Guardaste este artículo como favorito en tu lista de lectura