Así firmaba sus notas, con apellido paterno y materno, algo inusual en Uruguay. Primero lo conocí como vecino: vivíamos a 30 metros, nos cruzábamos en el cine Roi, que estaba en Bulevar Artigas y Garibaldi, y en el salón Mavi, sobre Garibaldi y Monte Caseros, en el que canjeábamos revistas. Pero donde trabé contacto con él fue en el diario La República, en 1988, en el que Raúl Forlán Lamarque (1959-2014) se desempeñó como crítico cultural y yo cubrí la crónica sindical. En la redacción del diario ya no nos separaban 30 metros sino 30 centímetros. No de muchas personas uno puede decir que hay un antes y después. Antes de Raúl había crecido con música, y había escuchado de todo un poco. Pero jamás había hablado sobre compositores, bandas y discos; o sí había hablado, pero no como una necesidad. Antes de Raúl me había expuesto a sesiones pentatónicas en Cinemateca por placer. Pero luego no sentía esa pulsión incontenible de analizar las películas. Gracias a Raúl, la disposición analítica, que aplicaba a las disciplinas sociales y al teatro, se expandió a otros dos universos: la música y el cine. Sobre todo, cierta música y cierto cine. Porque Raúl no sólo me contagió su pasión analítica por nuevos campos artísticos, también fue un inventario de intereses estéticos, un maestro involuntario. Por él me acerqué a un rock y un cine que no conocía. Leía sus críticas y después, con generosidad, me devolvía comentarios a mis notas, fuera en la redacción o en bares.

Conversar con él era una experiencia de esas de las que es mejor no definir para no limitar. Por lo que decía y por cómo lo decía: porque había un poeta dentro del periodista. Y dentro del poeta, un extranjero; un ajeno. No ajeno a él mismo: al contrario, estaba vinculado a sus emociones y a sus ideas como pocos. Pero sí ajeno al mundo. Alejandra Pizarnik decía que todos somos extranjeros pero que el poeta es “el más extranjero”. De esos mundos “sutiles y gentiles”, intangibles y hondos, estaba hecho Forlán. No creo que sus dos libros de poesía Puntos de apoyo y Diario del freak, por pulsar cuerdas sensibles, lo nombren por completo. Nunca fue la suma de sus libros ni de sus notas, aun cuando también estas últimas levantasen vuelo y fueran prosa poética más que crónica de época.

Sobrino del compositor y pianista Lamarque Pons, hermano del Boñato Forlán y tío de Diego, Raúl (también él manya) contribuyó a agitar las aguas de cierta hegemonía en el terreno cultural, a veces con acierto, a veces con hybris, siempre con frontalidad. Más allá de sus contribuciones en El Día (el de los 80 y el reabierto a principios de los 90) y en revistas under como Gas Subterráneo y La Oreja Cortada. Y más allá también de sus andanzas junto a Guillermo Baltar en el Cabaret Voltaire de 1986; uno de los aportes de Raúl al medio fue un catálogo de nuevos registros, nuevos marcos interpretativos y otras maneras de captar el rock, el cine, el arte y una atmósfera; un clima. Tradujo como nadie “esos raros peinados nuevos”, y también en más de un sentido fue un catalizador de estos. Mucho más que la moda pasajera, pasatista y pasota del posmodernismo, lo que le interesó a Raúl fue esa isla generacional que veía crecer en la segunda parte de los años 80, esa isla llamada “juventud”, a la que nunca concibió como estación intermedia entre dos etapas ni como trampolín a la adultez.

La percibió –y la llevó– como una forma de andar, una actitud, una contraseña. Al igual que Juan Carlos Onetti, reivindicó una forma de espiritualidad que crece con fuerza a temprana edad y abominó ese estado de pacto con la rutina en que deviene el humano cuando la adultez le baja la cara, cuando lo hace mirar abajo, a sus intereses. La desmemoria propia de la adultez... la que borra las huellas dactilares que alguna vez tuvimos, no logró alcanzarlo. Aunque falleció a los 45 años mientras jugaba con su nieta, Raúl no se ha ido: deambula por los aires de las calles “algo que quiso decirnos o algo que dijo y que no debiéramos haber perdido”, para decirlo con JL Borges. Probablemente, para muchos que lo conocieron, dejó la “inminencia de una revelación que no se produce”.