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Estatua de Jefferson Davis, presidente de Estados Confederados, el 10 de junio, en Richmond, Virginia.

Foto: Parker Michelsboyce, AFP

Bajando del pedestal

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Las grandes sorpresas y estrépitos suscitados en las últimas dos semanas por el derrumbamiento y la desfiguración de ciertos monumentos, tanto en Europa como en Estados Unidos –parte de las protestas de Black Lives Matter– sorprenden estrepitosamente: la historia del arte es una historia de destrucción y reconstrucción, y en ese plan, desde tiempos remotísimos, iracundas masas, periódicamente, se ensañan con estatuas que representan, directa o indirectamente, descarada o sutilmente, la glorificación de las causas de su (transitorio) estado de miseria. Por supuesto, el solo hecho de que siempre se haya hecho no justifica la continuación del acto, pero ¿cómo no entender que no se trata primariamente, como lamentan muchos, de la eliminación de una obra de arte, sino de la de impuestos emblemas del poder, cargados del poder del emblema? Es un poder que ha dividido por siglos a las religiones monoteístas, con vaivenes febriles entre iconoclasia e iconodulia, y uno que, también laicizado, sigue teniendo un peso simbólico contundente como otros “ataques” demuestran: los estadounidenses, de los cuales ahora varios se quejan porque se decapita y derriba a un surtido de esclavistas esculpidos y a Cristóbal Colón, fueron los que ayudaron, con gran pompa, a los iraquíes a derrocar la estatua de Saddam Hussein en 2003. Aquel fue el sello alegórico de una calamidad bélica que no ha terminado todavía, pero también de una acción espectacularmente clave por la (desastrosa) campaña estadounidense en Medio Oriente. Levantarse contra los monumentos, hiriéndolos, vehicula el mensaje de corte con el statu quo con una potencia inigualable.

Muchos lamentan que, además que el perjuicio a las obras, estas agresiones son un intento de borrar la historia, las marcas del pasado, y es obviamente una preocupación legítima, aunque se debería quizá hablar de “una” visión de la historia. Empero, el punto fundamental, en el caso de estos recientes desahogos destructivos, es que se trata de una historia todavía activa, cuya h está lejos de volverse mayúscula (o sea, anestesiada). El target ha sido preciso: todo lo relacionado al esclavismo padecido por los africanos explotados e importados, con su triste estela racista contemporánea, cuya espuma burbujea globalmente y en algunos lugares –por ejemplo, Estados Unidos– como fenómeno estructural.

Es interesante también ver cómo cambian dinámicas y reacciones, frente a raptos iconoclastas, según el caso: cuando en 1989, a raíz de la caída del muro de Berlín, se cayeron también (empujadas por “el pueblo”) todas las esculturas dedicadas a Iósif Stalin, Lenin, Karl Marx y afines, no se produjo, me parece, ningún pésame global. Gran revuelo causaron, en cambio, las deturpaciones de “cosas” y obras por mano de las suffragettes en la Inglaterra de 1914, sobre todo los daños que la navaja de Mary Richardson causó a la Venus Rokeby de Velásquez, protestando contra el encarcelamiento de una compañera de lucha feminista. Finalmente, no hay que olvidar que los protagonistas de la Revolución Francesa –hito general y justamente leído como un fenómeno imperfecto, por cierto, pero crucial por la “modernidad”– hicieron de la destrucción de las efigies del Ancien Régime, incluso las monumentales, una de sus prioridades.

Las eliminaciones, amputaciones, grafitos-escraches de estos días demuestran indefectiblemente la exasperación de una parte ingente de la sociedad –la parte que padece directamente abusos– frente a la adulación pública de campeones de discriminación y atrocidades, cuyos actos, por cuanto antiguos, todavía pulsan, tanto en las brutalidades policiales como en los nuevos esclavismos.

Se podría confundir estas “profanaciones” con la enésima, y a menudo absurda, reivindicación “políticamente correcta” que pretende censurar obras de arte por potencialmente ofensivas o creadas por personas de soez moralidad o directamente por criminales. Pero en el caso de los monumentos entran en juego otros componentes: la “forzosa”, forzosamente pública y legitimadora, exposición al aire libre (dicho sencillamente, puedo evitar un museo, puedo no mirar una película, pero para ir al verdulero tengo, sí, que pasar frente a aquella estatua) y, sobre todo, la función ontológicamente encomiástica de todo monumento. Siempre, huelga decirlo, lo que se pone sobre un pedestal se enaltece, mientras que una novela, una canción o un cuadro no necesariamente lo hacen con su contenido. Tampoco se las puede etiquetar de meros actos vandálicos: estas “intervenciones” violentas sobre efigies que no sólo condonan, sino que exaltan a hombres (porque obviamente son todos hombres) que institucionalizaron la violencia se ponen, teóricamente, en las antípodas del “vandalismo”, que se suele definir como un acto gratuito, despojado de agenda.

En tiempo de peligrosos resurgimientos de pulsiones fascistas que aquellos monumentos encarnan o evocan, sus broncíneas o marmóreas presencias deberían inquietarnos a todos. De muchas de las estatuas desplomadas o brutalizadas, además, se venía pidiendo la erradicación legal desde hacía tiempo, sin éxito.

A la postre, paradójicamente, se revelan entonces como acciones injustificables –porque si pasara el “principio” de que se puede, los riesgos para todo el “patrimonio” colectivo serían evidentes– y a la vez absolutamente compresibles. Pero, lejos de cualquier apología de la damnatio memoriae (también porque no hay remoción que no implique, de una forma u otra, el retorno de lo reprimido), no puede sólo condenarse la alteración o destrucción “popular” de determinados adornos urbanos como se ha hecho mayoritariamente. Estos “daños”, fruto de una rabia necesariamente temporánea, pero enraizada en injusticias seculares, deberían servir, en cambio, como disparador de diálogos sobre cómo resignificar o contextualizar viejos símbolos embarazosos que plagan las urbes del mundo (algunos se han propuesto: museificación de lo incómodo, carteles de explicaciones históricas, etcétera), promover estrategias de compensación (de las que los monumentos a las víctimas están entre las más consolidadas) y, sobre todo, fomentar un constante debate social sobre qué escoger a la hora de llenar una plaza con, o vaciarla de, toneladas de materia “ejemplar”.

Hay un caso uruguayo con el que es necesario cerrar, porque está en plena discusión. En la sala de actos de la ex Dirección Nacional de Información e Inteligencia se volvió a instalar una placa en homenaje al inspector Víctor Castiglioni, nombre ligado a torturas y humillaciones padecidas por cientos de uruguayos en aquel lugar durante la dictadura. Una elección no sólo infeliz, sino dotada de un claro mensaje negacionista y antidemocrático: no es un monumento, pero su peso simbólico lastima tanto como todos lo que se han derribado recientemente.

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